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6 estilos en busca de autor, por Andres Neuman, Revista Ñ, El Clarin


Andrés Neuman observa relaciones y diferencias en algunos de los mejores cuentistas norteamericanos del siglo XX: Raymond Carver, John Cheever, Flannery O’Connor, Lorrie Moore, David Foster Wallace y Robert Coover.

POR ANDRES NEUMAN


Apología de la literatura breve
Mi primer Carver fue ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, título que en sí mismo ya es una obra maestra. Por esa misma época se estrenó la película de Altman, Short Cuts, que tuvo la virtud de divulgar sus libros entre muchos lectores de mi generación. Desde entonces, su influjo ha sido tan intenso como las imitaciones que ha propiciado. Lo que en Carver es silencio, en otros suena a vacío.

“El chico rió, pero sin ningún motivo especial”. Esta frase, que aparece al principio del memorable De qué hablamos cuando hablamos de amor, resume la esquiva técnica carveriana. Se trata de insinuar a la contra. De decirnos que aquí no pasa nada para que, intrigados, nos preguntemos qué demonios pasa. La escritura de Carver es metaliteraria a su manera: nos alerta discretamente sobre sus propios recursos. “Tenía muchos más detalles que contar, y procuró que se hablara de ellos. Al cabo de un rato dejó de intentarlo”. Exactamente eso hacen sus cuentos. Enfatizar la elipsis. Callarse con estruendo.

Si en sus mejores piezas ese equilibrio asombra, en otros la sutileza se exhibe, dejando de ser tal. Al final de “Todo pegado a la ropa”, leemos: “Sí, es cierto, sólo que..., empieza ella. Pero no termina lo que había empezado”. Estas omisiones, muy efectivas en una primera lectura, dejan al descubierto su cálculo en una relectura. Por supuesto, recordaremos a Carver por sus climas. En “Veía hasta las cosas más minúsculas”, aplicación simbolista de la poética chejoviana, una simple verja sintetiza la distancia entre la historia tal como es y como podría ser. Tras conversar en camisón con un vecino, la protagonista vuelve a la cama junto a su marido que ronca. Pero el mundo del deseo, su realidad contigua, queda entreabierta: “entonces recordé que me había olvidado de cerrar la verja”.

Hay más de un Carver en sus cuentos, que hasta incluyen algún microrrelato, como el impresionante “Mecánica popular”. Por su parte “Visor” nos revela, desde la primera línea, a un Carver más cercano al humor absurdo: “Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa”. El narrador termina subido al tejado, donde lo asalta una metáfora que resume su condición de marido abandonado. El hombre ve unas piedras. Las mismas que sus hijos habían arrojado, en otros tiempos mejores, sobre la rejilla de la chimenea. Estas epifanías ponen a Carver a dialogar con Cheever.

Si en Carver manda el mecanismo económico, en Cheever predomina la acumulación visionaria. Cheever encargaba a sus alumnos que escribieran un texto donde siete personas o paisajes dispersos revelasen una profunda conexión entre sí. Una técnica similar empleó él mismo en “El marido rural”. Novela en miniatura según Nabokov, este cuento muestra cómo su autor desarrollaba improvisando para ver hasta dónde llegaban las experiencias del personaje. Los episodios, recuerdos e imágenes se suceden con una lógica parecida a la libertad. Y, fabulosamente, nunca llegan a parecer meras digresiones, sino partes de un conjunto complejo. Incluso cuando tiende a la estructura premeditada, como en “El enorme receptor de radio” o “El nadador”, Cheever se las arregla para dejar un margen al misterio. Tampoco lo fantástico se conforma con serlo, cargándose de psicologismo. El nadador que cruza piscinas ajenas avanza en el espacio, pero también en el tiempo. Y se dirige hacia su propio invierno.

“Soy demasiado viejo para juzgar los sentimientos ajenos”, leemos en “Adiós, hermano mío”, cuya hermoso final transcurre frente al mar. Como un diluvio al revés, en Cheever el agua perdona. La atención hipnótica que presta al mundo tiene algo de esperanza. Mirar tanto es amar, aunque lo que se mire parezca un desperdicio: “esto no representa las ruinas de nuestra civilización, sino los campamentos temporales de la civilización que construiremos”. El amor recibe un enfoque semejante. Las parejas de Cheever rara vez rompen, manteniéndose en un frágil equilibrio que se presta al matiz. Los matrimonios carverianos suelen reflejar un fracaso consumado. Los cheeverianos sobreviven en un terreno más ambiguo, donde lo que no se alcanza tiene tanta fuerza como lo que aún se anhela. No casualmente, el autor nombra a Tántalo en sus diarios.

Si Carver se relaciona con (sin agotarse en) el realismo sucio, los cuentos de Cheever son de un romanticismo sucio. Hay en ellos cierta religiosidad renqueante, un turbio fondo utópico. Conmueve su búsqueda de la redención a través de la idea lírica, su mezcla de inadaptación y beatitud suburbial. Cheever parecía encontrar más inspiración que limitaciones en la moral religiosa. Sirva como ejemplo su erotismo delicado, de pudorosa reverencia (que se debía también al pacato imperativo del New Yorker). En ocasiones, sin embargo, la pulsión redentora roza el púlpito y afecta al texto. “Una visión del mundo” estaría entre sus mejores cuentos de no ser por la moraleja directa, casi evangelizadora, del pasaje final: “¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad!”… La enfática enumeración irradia menos esos valores que la prosa maestra que la precede.

Belleza colateral

Los formidables cuentos de Flannery O’Connor, en particular los de Everything that raises must converge (cuya antigua edición española, pésimamente traducida y con errores reproducidos hasta hoy, prefirió titularlos Las dulzuras del hogar ), proyectan una mirada maliciosa y a la vez tierna. Sus protagonistas son, digamos, unos miserables remotamente dignos. En vez de fabular personajes masculinos desbordantes de virilidad, aferrados a su rol, la autora los presenta débiles o asustados, y se lanza a comprenderlos sin ninguna complacencia. Parientes terribles, vecinos entrometidos, autoridades decadentes completan un cuadro nada bucólico.

El punto de vista en O’Connor es de una omnisciencia fluctuante, que se desliza del estilo directo al indirecto con increíble precisión. Más allá de su agudeza psicológica, cada cuento merecería ser analizado en un laboratorio. Los conflictos de los personajes son desarrollados con demora, mientras su carácter se resume con pequeños detalles. En “Greenleaf”, bastan dos frases para que el presuntuoso cabeza de familia quede retratado: “el orgullo por sus hijos comenzaba por el hecho de que fuesen gemelos. Se comportaba como si eso hubiera sido algo ingenioso que se les había ocurrido a ellos mismos”.

Sus cuentos suelen plantear una confrontación de personalidades y una radiografía del legendario, que no agradable, sur estadounidense. El comportamiento de los negros oprimidos resulta más complejo que en los relatos de Faulkner o Caldwell. Tampoco su sentido del humor admite lecturas políticamente correctas. Abundan los finales truculentos, cuyo abuso a veces subraya redundantemente su dramatismo. Las agonías de O’Connor muestran tal grado de elaboración que alcanzan una atroz belleza. “El escalofrío interminable” hace de ello su argumento íntegro. En esta pieza encontramos una mezcla muy propia de estilo: realismo lacerante por un lado, alucinaciones poéticas por el otro. La descripción precisa del entorno convive con la búsqueda de una epifanía que, a diferencia de Cheever, suele quedar truncada. Si en Cheever la contemplación estética en cierto modo neutraliza el mal, en O’Connor la revelación necesita del mal para consumarse. Otra de sus constantes es la inmovilidad como recurso trágico. Imposible saber hasta qué punto influyó en ello la enfermedad que la obligó a recluirse.

Movediza, en cambio, nerviosamente cómica, es la escritura de Lorrie Moore. Sus cuentos aceleran a la velocidad dialéctica de la autora. No son los personajes, ni los argumentos, la base de su encanto. A diferencia de Flannery O’Connor, el material narrativo suele ser anecdótico, y el vigor depende más de las observaciones, reflexiones y digresiones que Moore va dejando por el camino. Difícil no reírse con sus diálogos: “–Tendrías que ver a alguien. –¿Hablamos de un psiquiatra o de una aventura?”. Cuando su propensión al aforismo funciona, terminamos subrayando compulsivamente el texto. En los casos menos logrados, nos deja una sensación autocontemplativa, cierto empeño universitario en sonar sofisticada en cada frase.

Uno de sus mayores atractivos son esos momentos Sontag en que la autora se muestra doblemente incorrecta, atacando al patriarcado por un lado y a la ortodoxia feminista por el otro. Moore persigue contradicciones. Quizá por eso, en el cuento “Una nota preciosa” un personaje escribe artículos sobre O’Connor. La forma de los diálogos, sin embargo, es casi opuesta a la de Flannery o Carver. Agudos y artificiosos, no aspiran a la naturalidad oral sino a la síntesis conceptual.

Moore es experta en señalar nuevos espacios de soledad. Nuestro actual modo de vida, y en particular el de la mujer trabajadora, es diseccionado en sus ficciones, que jamás abandonan el tono tragicómico. Cuentos como “Que es más de lo que puedo decir de ciertas personas”, donde se explora el vínculo madre-hija, renuevan el imaginario literario femenino con destellos de impactante lirismo: “las toallitas íntimas en la papelera del baño, horribles como una guerra, que después los mapaches desparramaban por la calle cuando las sacaban de la basura”.

Si tuviéramos que elegir un cuento suyo, muchos lectores coincidiríamos en “Gente así es la única que hay por aquí…”, uno de los mejores de la cuentística norteamericana reciente. Incluido en Pájaros de América , narra la historia de una pareja a cuyo bebé le detectan un cáncer, viéndose obligados a pasar una temporada en la peor sección de un hospital. Pero no es el tema en sí, sino su combinación de visceralidad, franqueza y lucidez analítica, lo que lo hace tan sobrecogedor. Este relato optimiza todos los talentos de la autora: flexibilidad formal; perspicacia a raudales; un examen profundo de la madre contemporánea; un sentido doloroso del sarcasmo; y una dosis de autoficción metaliteraria. El resultado es una colosal meditación sobre la descendencia y la muerte, cargada de “belleza colateral”.

Cuentos posmodernos

Si buscásemos un pionero de lo que, simplificando mucho, podríamos llamar cuento posmoderno, llegaríamos pronto a Robert Coover. Su manera juguetona de entrar y salir del discurso, su desintegración de la linealidad, su mezcla de registros, su intertextualidad paródica, lo convierten en un almacén inaugural de los recursos que, décadas más tarde, se convertirían casi en rutinarios.

Su libro emblema, El hurgón mágico , tiene mucho de declaración de intenciones. Mientras el supuesto preámbulo apenas revela nada, el auténtico prólogo, dedicado a Cervantes, se incrusta en mitad del volumen. Más allá de subvertir el orden convencional de lectura (aunque nada nos impide empezar leyendo la pieza central), esta aparición tardía de las consideraciones teóricas sugiere que los propósitos nacen de la escritura misma. La apelación cervantina remite al cuestionamiento de los paradigmas, a la sofisticación de la parodia. Y al reconocimiento de que todo rupturismo, como explicó Paz, tiene su tradición.

Aun aspirando a desactivar cualquier verosimilitud realista (los personajes cambian de rasgos, los espacios y objetos se trasladan o desaparecen, el tiempo transcurre en orden aleatorio), Coover logra una extraña, deforme credibilidad. Sus narraciones se dejan leer como un juego en marcha del que vamos deduciendo las reglas. Un caso ejemplar es “El hurgón mágico”, acaso el cuento de hadas más estrambótico de nuestra época. Cada escena se ensambla con la siguiente mediante un recurso de distanciamiento, rectificación o glosa. Como si el cuento estuviera filmándose y posproduciéndose a medida que se narra. Sus movimientos son acompañados por la voz de un narrador vándalo que, además de construir, destruye.

Coover pone a prueba la cadena entera de la comunicación literaria, desde las atribuciones del autor hasta las expectativas del lector, pasando por la elasticidad del texto. La virtud y el cansancio de sus cuentos convergen en el mismo punto: el empeño por ser, todo el tiempo, más listo que nadie (incluidos sus personajes). En eso Coover se sitúa en las antípodas de Carver o Capote, igual que algo comparte con Moore o David Foster Wallace.

En Coover y Wallace late el concepto de la escritura como experimento permanente o broma infinita. Ambos descienden de Sterne, Queneau o Pynchon, más que de Balzac, Chejov o Carver. Aunque Wallace no pertenezca a esa estirpe que, en su libro de ensayos Hablemos de langostas, denominó Grandes Narcisistas Masculinos (Mailer, Updike, Roth), su escritura dialoga con todas las grandes corrientes del siglo XX. Su ambición poética lo distancia tanto de la sequedad realista como de cierta prosa apresurada que pasa por experimental. Hiperquinético, Wallace yuxtapone ideas, imágenes y adjetivos hasta que nos convence.

La niña del pelo raro es un primer libro de cuentos admirable, inteligente, desigual, confuso, potente, excesivo, divertidísimo. Todo eso que después sería Wallace. El texto homónimo, versión lisérgica del absurdo clásico, materializa una intención declarada en otro de sus ensayos: hacernos ver que Kafka es gracioso. A esto se añade un claro, y por suerte estilizado, contenido político. La escena en que una horda de punks drogados irrumpe en una fiesta conservadora es de las más desopilantes que he leído. Uno tiene la sensación de que el Transatlántico de Gombrowicz irrumpe en un cóctel de las juventudes republicanas.

Los pasajes que aluden a programas televisivos, grupos musicales o artefactos tecnológicos causan una sensación de añejamiento prematuro. Estremece lo involuntariamente anticuado que suena el protagonista de “La niña del pelo raro” cuando presume de su nuevo videocasete VCR. Lo cual nos llevaría a una reflexión sobre la necesidad de no confundir el presente con la actualidad. Otro tic un tanto fastidioso es la costumbre, hoy cada vez más extendida, de titular de manera extravagante textos que, en sí mismos, no presentan originalidad alguna. No sé si semejantes títulos merecerían llamarse paratextos o decepciones.

Narrador de naturaleza discursiva, Wallace es también un atento observador de los sentimientos. Antes de llegar a la treintena, en su primer libro de cuentos, escribió acerca de la pareja: “Los amantes pasan por tres fases distintas. Primero intercambian anécdotas y gustos. Después se cuentan las cosas en que creen. Y luego cada uno examina la relación entre lo que el otro dice que cree y lo que hace en realidad”.

Wallace posee la extraña capacidad de ser ácido sin resultar nihilista. “Escucha el silencio que hay detrás del ruido de los motores. ¿Lo oyes? Es una canción de amor. ¿Para quién? Eres amada”. Así termina La niña del pelo raro . Con ese don que a él, como a O’Connor o Cheever, le sobraba: el oído. Así también, separando el ruido de la literatura, el cuento nos ama a nosotros.

Fuente: El Clarin.com 
://www.revistaenie.clarin.com/literatura/
6 estilos en busca de autor 
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Antes de la ocultación de Maria Zambrano,




María Zambrano  (escritora española.)
Comencé a cantar entre dientes por obedecer en la oscuridad absoluta que no había hasta entonces conocido, la vieja canción del agua todavía no nacida, confundida con el gemido de la que nace; el gemido de la madre que da a luz una y otra vez para acabar de nacer ella misma, entremezclado con el vagido de lo que nace, la vida parturiente. Me sentí acunada por este lloro que era también canto tan de lejos y en mí, porque nunca nada era mío del todo. ¿No tendría yo dueño tampoco?


La música no tiene dueño, pues los que van a ella no la poseen nunca. Han sido por ella primero poseídos, después iniciados. Yo no sabía que una persona pudiera ser así, al modo de la música, que posee porque penetra mientras se desprende de su fuente, también en una herida. Se abre la música sólo en algunos lugares inesperadamente, cuando errante el alma sola, se siente desfallecer sin dueño. En esta soledad nadie aparece, nadie aparecía cuando me asenté en mi soledad última; el amado sin nombre siquiera. Alguien me había enamorado allá en la noche, en una noche sola, en una única noche hasta el alba. Nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrarme.
Diotima de Mantinea en Hacia un saber sobre el alma, Madrid,
Ed. Alianza, 1989






Credito de las fotos Brassai, fotografo hungaro (1899-1984). Noches de parís. 


Diotima de Mantinea en Hacia un saber sobre el alma, Madrid, 
Ed. Alianza, 1989

Credito de las fotos Brassai, fotografo hungaro (1899-1984). Noches de parís. 

Lectura: «Desafío a la identidad», de Paul Bowles: relatos viajeros, piezas maestras

CÉSAR ANTONIO MOLINA @ABC_CULTURAL

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¿Escritor o viajero? Además de dandi, Bowles fue lo uno y lo otro, como muestran los textos en los que constató su paso por el mundo entero. De todo ello dejó constancia en «Desafío a la identidad», que analiza César Antonio Molina


Un libro de viajes, para Paul Bowles, es el relato de lo que le ocurrió a una persona en un determinado lugar. Yo añadiría que lo que le ocurrió físicamente, materialmente, pero también espiritualmente, pues los viajes son exteriores las más de las veces, pero interiores otras muchas. Evidentemente, no es un libro informativo acerca de hoteles, restaurantes, carreteras, sino un texto creativo en el cual se desarrollaun conflicto entre el escritor y el lugar. Del choque entre ambos surge el texto.
Estoy totalmente de acuerdo con el autor de «El cielo protector» en que el libro de viajes se ha vuelto, necesariamente, más subjetivo, más literario, más filosófico y meditativo. El viajero escritor debe dejarse embaucar, debe seducir, debe saber contar todo eso. El texto ha de ir redactándose a medida que transcurren los acontecimientos, porque abandonarse a la memoria es darle al recuerdo un peso más cercano a la ficción que a la realidad de los sucesos vividos: «Confiar en la memoria es lo indicado para determinar la sustancia de una novela, pero no es aconsejable en este caso, pues es demasiado probable que altere la consistencia de la escritura».
Sus relatos viajeros son piezas maestras. Paisajes deslumbrantes
Estando de acuerdo, en el fondo, con lo que escribe Bowles en «Desafío a la identidad», yo hoy no sería tan inquisidor con respecto a que hubiera algo de ficción en el relato de viajes. La imaginación nunca está de más y es un elemento misterioso fundamental también para este género. Incluso los grandes libros de viajes tienen más ficción, sin proponérselo, que muchas novelas, porque la realidad que allí se describe puede resultar inverosímil para quienes son ajenos a esas geografías y culturas a veces remotas.
Pegatinas de las idas y venidas
Bowles habla de dos clases de escritores de libros de viajes. Aquellos que añaden a su currículum este género y quienes, siendo viajeros, escriben. Un género difícil, porque requiere energía física, saber, estilo y ser un solitario en medio de las multitudes. ¿Qué era él? Ambas cosas, pero estoy seguro de que, de haber sido interpelado directamente –como buen dandi diletante–, se hubiera inclinado por considerarse únicamente viajero; todo lo más, un viajero que escribe.
Bowles es un defensor de la droga en Tánger; le dedica muchas páginas
En 1952, en Tánger, Bowles se fotografió de esta guisa tan simbólica: traje cruzado, corbata oscura, pelo recortado y ondulado, mirada fija y serena hacia la cámara, reloj de pulsera en la muñeca de la mano izquierda, con la que sostiene un pitillo encendido sujeto a una boquilla, y, como fondo, cinco maletas apiladas, unas encima de otras, con las pegatinas de las idas y venidas.
Bowles no se fotografió delante de una máquina de escribir, ni con un conjunto de instrumentos musicales (antes que narrador, fue músico, compositor e investigador), sino con esos objetos «innobles», «despreciables», «antiintelectuales», que son las maletas. No es que lo fueran para él, ni para mí; por el contrario, son un compañero cómplice que conserva nuestros secretos y nunca se hace impertinente; pero de entre otros útiles aristocráticos, él eligió estos, humildes y secundarios.
Voracidad omnívora
No sé por qué la imagen de Bowles la tenemos anclada en Tánger. Nos da la sensación de que jamás salió de esta ciudad y, sin embargo, desde que muy joven partió de su Nueva York natal, no paró de moverse por el mundo entero. Ese primer paso lo dio a los diecinueve años para ir a París. Europa (fundamentalmente Francia y España), Marruecos, el Sáhara, India, Ceilán, Tailandia, Turquía, Kenia, México y Costa Rica fueron algunos de sus destinos, de los cuales habla en «Desafío a la identidad». Un volumen que incluye textos inéditos como «17 Quai Voltaire» y «Paul Bowles, su vida», otros muchos desconocidos en español y varios nunca recogidos en volumen. Muchos de ellos vieron la luz en revistas como «Holiday» (donde escribían Durrell, Hemingway o Steinbek), «The Nation» o «Harper’s».
Bowles: «Los objetos culturales me impresionaron tanto como la atmósfera»
El relato de viajes también está muy próximo al periodismo y, especialmente, a uno de sus géneros esenciales, el reportaje. Como escritor viajero, Bowles se fija fundamentalmente en la influencia de la naturaleza y el paisaje sobre el viajero. Desprecia el progreso y la tecnología. Medita desde su individualidad contestataria sociocultural y política. La gastronomía le es ajena y tampoco está interesado por la Historia, el arte, la arquitectura o la cultura en general, excepto cuando habla de París.
En «Ventanas al pasado» comenta: «Durante mi adolescencia y hasta los treinta años me moví bastante por Europa, y cuando digo moverme me refiero a un desplazamiento constante, con frecuencia diario, todo el año, una ocupación a la que me dediqué con una intensidad que ahora me cuesta entender. Con la habitual voracidad omnívora del norteamericano libre en Europa, me metí en cientos de museos, capillas, galerías, catedrales, parques, ruinas y cementerios, todos aquellos lugares donde aún podía encontrarse una evidencia tangible de lo que nos gusta llamar cultura. Pero, seguramente porque yo era un joven con una ignorancia abismal en esos temas, los propios objetos culturales me impresionaron tanto como la atmósfera general que reinaba en cada sitio. Cuando entraba en uno de esos santuarios culturales, siempre sentía que, al mismo tiempo, estaba saliendo casi completamente de la vida, fuera del mundo de la realidad».
Tumba sin inscripción
Le entusiasman las historias de la gente, su vida cotidiana, la antropología, la etnografía, la música folclórica. Es un defensor de la droga en Tánger, a la que dedica muchas páginas, sobre todo al quif y el cannabis. Bowles es un escritor serio y trabajador y, como viajero, se expone a situaciones de riesgo. Tenía miedo a volar y los miles de kilómetros que recorrió los hizo en tren, barco o coche.
París era zona de combate cultural y él se autonombró corresponsal de la «guerra»
Sus relatos viajeros son piezas maestras. Paisajes deslumbrantes, relatos increíbles de héroes anónimos, reflexiones metafísicas y existenciales, opiniones políticas sin tabúes, diarios y páginas memorialísticas, poemas en prosa, acopio de material para sus otros relatos, un poema autobiográfico («…Jane le rogó que la llevase de vuelta a Tánger. Los médicos lo desaconsejaron. / Sin embargo, él la llevó consigo porque era muy infeliz. / Fue un desastre. No quería comer, se debilitó y adelgazó. / Él admitió la derrota y la devolvió al hospital en España. / Ella permaneció allí. Murió allí. Su tumba no lleva inscripción. /Después de aquello le pareció que no pasaba nada más. / Siguió viviendo en Tánger, traduciendo del árabe, el francés y el español. / Escribió muchos cuentos, pero ninguna novela. / Seguía habiendo cada vez más gente en el mundo. / Y nadie podía hacer nada acerca de nada»).
Los textos sobre París son muy interesantes por el ambiente que describen (los años 30) y las personalidades literarias y artísticas con las que trata. Bowles prefirió París a Nueva York porque todo el mundo estaba allí. Las referencias a los artistas españoles instalados en la capital francesa son muy curiosas. Lleva a cabo una crónica social de la cultura parisiense. Parece un detective entrando en las editoriales, librerías, galerías de arte, teatros, cines, museos, cafés, tertulias, interrogando a protagonistas, escuchando, leyendo los periódicos.
Un libro generoso
Retrata a Gertrude Stein, a Alice B. Toklas, a Max Jacob («un hombrecito extraño con una cabeza en forma de huevo»), Ezra Pound, Tristan Tzara y su hermosa esposa sueca, Foujita, entre un larguísimo etcétera. Y lo hace de una manera respetuosa pero siempre irónica. Disfruta en ese ambiente como relator de otras vidas en las que no se involucra. No es un escritor en competencia con otros escritores en París, sino un viajero que narra su viaje sin identificarse para no ser descubierto por el enemigo. París era una zona de combate cultural y él se autonombró corresponsal de aquella guerra incruenta.
El relato más interesante es el referido a la isla de Taprobane, que compró
Describe la Costa del Sol española como un edén antes de su destrucción por el urbanismo desaforado. En este paseo se refiere a Gerald Brenan. Emocionante es la visita a Granada y el encuentro con Falla. En Estambul destaca la tolerancia religiosa de los turcos, a diferencia de la de otros musulmanes. En Madeira se queda sobrecogido por el paisaje volcánico.
Ningún escritor ha reflejado Marruecos mejor que él. Su realidad y su misterio, su música. Nos cuenta cientos de historias. También se refiere a los judíos sefardíes. La descripción de los cafés marroquíes es magistral, así como su visión del Sáhara. De los recorridos por Asia, el relato más interesante es el referido a la isla de Taprobane, que compró y en la que vivió. De África, Kenia. De Iberoamérica, Costa Rica.
«Desafío a la identidad» es una obra maestra del relato de viajes. Un libro imprescindible para conocer a su autor y un siglo inquietante como el XX. Un libro generoso que, como pocos, enriquecerá a quien lo lea.
Desafío a la identidad
PAUL BOWLES

Ensayo. Traducción de Nicole d'Amonville Alegría. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2013. 576 páginas, 24 euros. Calificación: cuatro estrellas


CULTURAL / LIBROS

«Desafío a la identidad», de Paul Bowles: relatos viajeros, piezas maestras

CÉSAR ANTONIO MOLINA @ABC_CULTURAL

Día 25/09/2013 - 17.31h

Videos culturales:7 de los mejores poemas de Mario Benedetti

Fuente: https://youtu.be/StBRs5k_YQA



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Vídeos culturales: Danza Fantasía Lenca

https://youtu.be/0L4neOPiQRs

Publicado el 1 abr. 2013

Danza Fantasía Lenca, interpretado por las estacas de Santa Rosa de Copan y Valle de Sula: Para 1502, cuando llegaron los españoles arribaron a estas tierras, se encontraron con un pueblo indígena compuesto por grandes guerreros y hábiles artesanos: Los lencas. Al arribo de los conquistadores, los lencas se encontraban divididos en cuatro grandes pueblos unidos por lengua y cultura similares. Los lencas se caracterizaban por una sociedad dividida en clases sociales y una agricultura basada, principalmente, en el cultivo del maíz, frijol, ayote, chile y el cacao. Las guerras entre si eran comunes y una forma de mantener la paz, era a través de alianzas que conocemos ahora como Guancascos. Tras la conquista, la mayor parte de los lencas fueron reducidos y fraccionados en diversos asentamientos; otros, se refugiaron en las alturas de las montañas, destinados a perderse en el olvido y el tiempo. En las primeras décadas del siglo XX, desapareció la lengua lenca. Con ella, se extinguió un vasto archivo de conocimientos transmitidos de una generación a otra. Memorias de guerreros notables, eficientes agricultores y exquisitos artesanos desaparecieron para siempre.