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Lenguaje y escritura: Los diez consejos para ser escritor de Rainer María Rilke

 | PUBLICADO POR GUILLERMO | 
Rilke (Praga,1875 – Montreux, 1926) escribió a su amigo Franz Xaver Kappus (que fue subteniente de la armada real astrohúngara hasta que cambió las armas por las letras) diez cartas entre 1903 y 1908 en las que le daba alguno de los consejos más puros y sinceros que puede recibir cualquier aspirante a escritor. Estas cartas pueden leerse en su integridad en Cartas a un joven poeta (Alianza Editorial).
Los diez consejos para ser escritor de Rainer María Rilke
La correspondencia se inició cuando Kappus le mandó sus versos a Rilke para que los valorara. Sin embargo, Rilke le contestó: “No me referiré al estilo de sus versos, porque toda preocupación crítica me es ajena [...] No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices”.
Así despachaba Rilke la difícil tarea de criticar los versos de Kappus y daba comienzo a una relación epistolar que se alargaría durante cinco años. En cada una de las cartas, que después hizo públicas Kappus, podemos extraer distintos consejos que aquí resumimos:
1. La búsqueda interior y la temática personal: en la primera carta, Rilke intenta aconsejar a Kappus y orientarle en su vocación escritora. Lo primero que debe hacer es buscar dentro de sí mismo los motivos que le empujan a escribir y no fiarse de nadie más que de sí mismo.”Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo”, le aconseja el poeta. En cuanto a la temática y a la inspiración, Rilke aclara: “No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles”, ya que es más complicado aportar algo propio donde ya hay multitud de buenos autores. El poeta checo le anima a buscar lainspiración en su propio día a día, en sus tristezas y en sus anhelos, en sus pensamientos fugaces y en su fe en algo bello. Y si esto no es suficiente, entonces que recurra a los recuerdos. “Para un espíritu creador, no hay pobreza”, afirma rotundo Rilke, y continúa diciendo que “el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido”.
2. Huir de la ironía y obras esenciales: en la segunda carta, una de las más cortas debido al mal estado de salud físico y anímico en el que Rilke se encuentra, es más superficial que la anterior. Rilke aconseja al joven Kappus que se aleje de la ironía en los momentos más estériles y que sólo la utilice para comprender mejor la realidad en los momentos fecundos. Es más, le exhorta a bucear en la profundidad de las cosas, porque allí nunca consigue llegar la ironía. La breve epistola concluye hablandole de los dos libros imprescindibles para el poeta checo: la Biblia y las obras del poeta danés Jens Peter Jacobsen, del que le recomienda la lectura de sus Seis cuentos y la novela Niels Lyhne.
3. La inutilidad de la crítica y la paciencia como la mayor virtud: La tercera carta vuelve a incidir sobre la inutilidad de la crítica, de acuerdo con la opinión de Rilke, ya que éste defiende que sólo el amor alcanza a comprender la obras y a hacerlas suyas: sólo él puede ser justo para con ellas. Rilke también le aconseja que se tome su trabajo con calma y no tenga prisa en alcanzar el éxito. Ser artista, en palabras de Rilke consiste en “no calcular, no contar, sino madurar como el árbol que no apremia su savia, mas permanece tranquilo y confiado bajo las tormentas de la primavera, sin temor a que tras ella tal vez nunca pueda llegar otro verano. A pesar de todo, el verano llega. Pero sólo para quienes sepan tener paciencia”. Es por todos sabido que la paciencia es una virtud, y en el caso de los escritores, la paciencia y la perseverancia es algo fundamental.
4. Elogio a la soledad, al sexo y las cosas sencillas: Rilke intenta guiar a su joven amigo a través de la naturaleza y educarle en el amor a las cosas sencillas e infímas, que le van a procurar un sentir más armonioso y equilibrado que si se aferra a las cosas ostentosas e inmensas (Rilke le escribe desde el norte de Bremen, donde se espera recuperarse de sus dolencias). Además, vuelve a pedirle paciencia con todas sus dudas y preguntas, pues si se familiariza con ellas y aprende a apreciarlas, poco a poco irá dando él mismo con la respuesta.
En esta carta Rilke profundiza en un tema que ya había ido acariciando superficialmente en las otras cartas: el poder del sexo. “En un pensamiento creador reviven miles y miles de noches de amor olvidadas, que lo llenan de nobleza y celsitud”, escribe el poeta checo y relaciona la creación artística con un parto. Llama la atención sobre todo la mentalidad tan igualitaria que Rilke exhibe en esta carta, defendiendo que “la gran Renovación del mundo consistirá quizás en que el hombre y la mujer, una vez libres de todo falso sentir y de todo hastío, ya no se buscarán mutuamente como seres opuestos y contrarios, sino como hermanos y allegados. Uniéndose como humanos, para sobrellevar juntos, con seriedad, sencillez y paciencia, el arduo sexo que les ha sido impuesto”.
Por último, Rilke aconseja al joven Kappus que ame su soledad, pues cuanto más lejos sienta lo más cercano, es que entonces él mismo está creciendo, tanto a nivel mental como personal. Y es este crecimiento un camino solitario en el que está obligado a soportar la “inconsciencia” y la “ignorancia” de otras personas, que no pueden seguirle ni entenderle.
5. De la quinta carta hay poco que destacar, ya que Rilke solo cuenta sus experiencias en Roma, ciudad en la que se ha instalado para pasar el invierno, y se encuentra abrumado por la melancolía que la ciudad exhibe y la belleza histórica que le rodea. Es también una carta bastante breve y anuncia una próxima más extensa.
6. Lo sublime de la soledad y la resignación en el trabajo: Rilke escribe esta carta el 23 de diciembre y con motivo de las fiestas navideñas, ahonda en el sentimiento de soledad que asalta a Kappus. No debe alejarse de ella ni evitarla, sino convivir con ella y aprender todo lo que pueda, a pesar de que sea “grande y difícil de soportar”. Rilke intenta consolarle también al joven soldado con aspiraciones a poeta sobre el hastío y la contradicción que supone su profesión con respecto a su vocación, diciéndole: “sólo puedo aconsejarle que considere si todas las profesiones no son también así: llenas de exigencias y de hostilidad para cada individuo y, en cierto modo, saturadas del odio de cuantos se han conformado, mudos y huraños en su sordo rencor, con el cumplimiento de un deber insulso y gris, falto de toda ilusión…”.
7. El aprendizaje del amor: el poeta checo reflexiona sobre el amor y sobre el aprendizaje que supone amar a un ser humano, así como lo peligroso de arrojarse al amor pasional y desenfrenado siendo joven e inexperto. “Así, el amor es por mucho tiempo y hasta muy lejos dentro de la vida, soledad, aislamiento crecido y ahondado para el que ama” concluye Rilke.
8. La pena como motivo de cambio y superación: Rilke intenta consolar al joven Kappus que se ha visto asediado por diversdas penas. Sin embargo, la pena no debe ser un motivo para paralizarnos ni degradarnos, sino al contrario: las tristezas nos hacen evolucionar y crecer, nos cambian por dentro y nos renuevan, sirviendo como motivo de inspiración. Nada es más natural ni honesto que la vida misma, por lo tanto “debemos aceptar y asumir nuestra existencia del modo más amplio posible”. Y es que puede suceder cualquier cosa, y sobre cualquier cosa se puede escribir.
9. La vida siempre tiene razón y a las dudas hay que pedirles explicaciones: así le aconseja Rilke en su penúltima carta a Kappus: que no ceda ante ninguna duda que pueda albergar y que les plante cara, y que acepte todo lo que le suceda, porque la vida es más sabia que ninguno de nosotros.
10. El arte se amolda a cualquier tipo de vida: en la última carta que RIlke dirigió a su joven amigo Kappus, le animó a continuar con su vida como soldado, ya que independientemente de su forma de vida en el regimiento, él podría prepararse para el arte y vivirlo a su manera. Rilke defiende férreamente que cualquier realidad está más cerca del arte que en las carreras artísticas, que, a su modo de ver, “niegan y socavan la existencia de todo arte”. El artista, o el escritor, lo es al margen de cualquiera que sea su realidad cotidiana.

Redactado por Marina Patrón Sánchez (@monbrightside)

Fuente: http://www.universodelibros.com/

En la plaza, por la tarde* por Mario A. Membreño Cedillo. Post Plaza de las palabras


En la plaza, por la tarde*

Mario A. Membreño Cedillo

Unreal city [...].
I had not  thought death had undone so many.
The Waste Land. T.S.Eliot


Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle;
si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe,
caras descoloridas y aplanadas,
como la  mano abierta.
La casa de Asterion. J.L. Borges.

Al principio, el hombre  creyó que era  la belleza de la muchacha  lo  que lo había   perturbado, pero algo lo seguía incomodando. Súbitamente se percató de que lo verdaderamente  singular de aquellas escenas en movimiento, eran los paraguas. Pronto observó que no era cosa de una o dos  personas desperdigadas ociosamente con paraguas. Ellos  pasaban de dos en dos, de tres en tres, en grupo de a cinco. Pasaban en ráfagas siempre con sus paraguas negros  abiertos totalmente, y siempre con la vista fija hacia adelante; imperturbables y  lejanos, siempre convencidos por  un deseo vehemente de ir hacia adelante. Aquel horizonte de paraguas negros en movimiento lo tenía desconcertado,  extrañamente pensativo. Vio de nuevo al cielo buscando s Vio de nuevo al cielo buscando algún indicio de lluvia, pero  el cielo  estaba  raso y limpio. Finalmente, cuando los paraguas dejaron de pasar, el hombre conjeturó  que todo era alguna promoción comercial, o sencillamente un innovador estilo de protestar.

Todavía abrumado por la  extraña escena  de los paraguas; abruptamente, otra escena  lo conmovió. Las vio venir en fila, venían todas vestidas de negro, con sus brazos pegaditos a sus costados,   dejando a su paso una indefinida estela de lejanía. Prontamente las siguieron los niños, los adultos y los viejos.  Salían  de todas las calles, cruzando parsimoniosamente la plaza. Todos con un antifaz negro, todos en tenis blancos y todos envueltos en un fino silencio.  El hombre estaba sorprendido, y más le  sorprendió comprobar que nadie reparaba en el  insólito suceso. Y entonces,  anonadado y  expectante; siguió aquella marcha con la mirada  hasta verla  desaparecer unánimemente por la  Calle de los Espejos.

Después sorpresivamente  irrumpió una música estremecedora, era un ritmo primitivo de tambores, de aviso, de guerras tribales. Inmediatamente advirtió de  que desde los arboles  de la plaza; los pájaros  armaban en el aire una reyerta de aleteos. Pensativo,  y  todavía con aquel ritmo palpitante y abrumador  de tambores  y de pájaros en el aire;  reparó en  que  la  plaza se había quedado desierta. La quietud desértica de la plaza lo aturdió. Y por un instante  tuvo la impresión de que  las estatuas estaban a punto de bajarse de sus pedestales, y caminar glamorosamente por la plaza vacía. Pero el griterío lo sacudió antes que el repentino estruendo que bajaba de las Lomas  de Altamira.

Gritos agónicos revolvían las calles Orientales; y desde la calle de los Jinetes Negros, salieron cinco buses que pasaron  tronando rumbo a la  calle que tuerce hacia la Rotonda de los Poetas. Repentinamente una desbandada de gente cruzó espantada por la plaza. El hombre se levantó bruscamente de la banca. Y la gente como  un frío inmenso cuadro la  plaza. Entonces instintivamente, corrió  hacia donde toda  la gente corría y corría. Por un momento pensó que todo  era solamente un pánico colectivo. Mientras un creciente murmullo  ensordecía la calle peatonal abigarrada de asombrados vendedores, que también rompían despavoridos en una huida espectacular de colores  Y el hombre vio que detrás de él  solo iba quedando, calles  desmayadas y  pedazos de cielo atenazados entre  fachadas mutiladas y  altos edificios. Fue entonces que, por primera vez escuchó el grito «viene por la calle de al lado». El aviso se multiplicó como  una cadena de calientes voces, «viene por la calle de al lado»; y sin pensarlo, la marcha humana  tomaba la calle contraria, y doblaban por acá y seguían por allá. A la vista, los autos  abandonados, los semáforos encendidos (verde, amarillo, rojo) y una calzada  templada de  tumultuosas voces.  Desde lejos las bocinas de los carros herían el aire y los oídos; y el ulular de las sirenas abría como un bisturí  los lomos espantados del viento. Al  fondo, tres grises torres adelgazaban en fina postura, un verde horizonte. 

Ahora todos subían por la Cuesta de la Luna, que  cortaba la curvatura del río que se deslizaba en oscuro silencio. «Se acerca,  se acerca» se oía decir, y aquel murmullo huérfano reventaba en mil murmullos que ahogaban el redoble de los  temblorosos pasos que caían sobre el Malecón de los Ingleses. Seguidamente la muchedumbre se enderezo hacia  el  Puente de los Suspiros; y allí una bandada de pájaros desorientados paso velozmente por sobre sus cabezas.  Paralelamente en el Puente de las Monedas  avanzaba el horizonte negro de paraguas,  como una línea apretada hacia la Torre de  las Campanas.

Desbocada y siguiendo una dirección incierta, la columna pasó rápidamente  las calles amarillas,  y desde  la Plazoleta de los Cristales, vieron  a la distancia como se alargaba  la  extraña marcha de mujeres vestidas de negro con sus brazos pegaditos a sus costados, hasta doblar  silenciosamente  por  la Calle de los Frailes, y alejándose cada vez más de la corriente principal, rumbo al Panteón de los Gorriones. Mientras que la corriente principal  giro en otra dirección al ritmo enervante de los tambores que   volvían violentamente a  batir el aire.  En los Jazmines del Cabo, un olor a lavanda inundo el aire. Repentinamente, cesaron los tambores, y una nueva oleada de gente los replegó en   la vecindad de las casas onduladas,  donde una escalada de calientes gritos nuevamente incendió  el aire. Mientras que a  la vanguardia de la columna crecía un enjambre  desbocado de extraviadas miradas,  y los  brazos iracundos se levantaban definitivos señalando hacia  una perspectiva  imprecisa  que lentamente  se  iba cerrando; como una mano abierta y generosa que después del parpadeo del trueno, se convierte en puño solido, fulminante  y concluyente.

Por fin, entre gritos y vitrinas rotas,  el hombre oyó por primera vez el nombre. Sí, lo oyó perfectamente: Oyó el nombre como quien siente una mano tocar el hombro derecho o el ring, ring, ring, de un teléfono. Creyó que todo era  una vil broma, y se sintió casi ridículo al correr entre aquella gente que  huían despavoridamente. Corrían torpemente; casi histéricos, tropezándose entre si;  mientras una extraña sensación empezaba a ganarle la respiración. Si, corría libremente, corría brumosamente, descaradamente corría. Empezó a vociferar,  y las palabras avanzaban  entre un río de cabezas y un pánico de pies. La sangre caliente se le había subido  hasta la  coronilla, la respiración jadeante se le escapaba, y sus ojos enrojecidos quemaban el aire. Corría, si, también él corría. Y después de reírse escandalosamente, empezó a saltar furiosamente, y la gente aterrada, como una compacta sombra se le apartaba

Por último, el hombre empezó a sentir los latidos de su  corazón marcando sus implacables pasos; mientras  empezaba a bajarle una terrible pesadez por sus piernas como si fuera cargando el peso de una  enorme cabeza sobre sus  hombros. Para entonces ya  la baba le salía como un río verde por  la destemplada boca, y sentía el aire tibio de su aliento golpeándole tibiamente la cara. Rabiaba, felizmente rabiaba persiguiendo aquella masa humana, que espantada se perdía en   aquel perfecto laberinto de trazos indeterminados,  de ríos anestesiados, de puentes incoloros, de calles consagradas al olvido, de casas comatosas, de calles desabridas, de callejones desahuciados;  que se escondían impecablemente entre las hermosas apariencias  de una ciudad inmediatamente real; y la arquitectura sólida  de una ciudad, definitivamente, imaginaria.


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    De  Cuentos Telúricos © Mario A .Membreño Cedillo 







*Una versión de este texto, ligeramente más extensa fue publicada en el Diario El Heraldo, Sección dominical Siempre, 16 de mayo de 2004.Otra versión ha sido publicada en El Narratorio, Año 1 Numero 2, abril 2016, Argentina.  

Un poema de Vesna Parun , Croacia


LA CASA EN EL CAMINO



LA CASA EN EL CAMINO

Yo estaba acostada en el polvo de la carretera.
Vi su rostro.
Tampoco vio el mío.
El pálido color de las estrellas y el aire se convirtió en azul.
Vi sus manos
Tampoco vio las mías.
El Oriente ha cambiado en color verde limón.
Le abrí los ojos de un pajarillo.
Entonces supe a quién
amaré una vida entera.
Así él supo, de quién eran
las pobre manos que lo abrazaban.
Y el hombre tomó a su carga,
y dejó llorando a su casa.
Y su casa es el polvo de la carretera
que es también mi casa.


Vesna Parun- Croacia


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"Es amargo ser hombre cuando el hombre es el cuchillo de sus hermanos". (Vesna Parun)



La Unión Fraternal Croata de Pittsburgh ha designado (en el año 2009) a la poetisa Vesna Parun para el Premio Nobel de literatura.
Vesna Parun, considerada como una de las más grandes poetisas modernas croatas, celebrará su 87 cumpleanos el 10 de abril. La primera tarjeta de felicitación le ha llegado de la Unión Fraternal Croata en la que se le informa que la van a designar para el importante premio. La poetisa, nacida en Sibenik ya ha sido nominada para el Premio Nobel de literatura por parte de Francia y Siria. Parun ha publicado más de 60 libros de poesía, prosa y teatro, entre ellos varios volúmenes de cuentos y poemas para ninos. Presenta en sus obras un indicutible sentido humorístico y sarcástico. Un programa especial se llevará a cabo en el teatro Histrioni de Zagreb, el 10 de abril, con motivo de su cumpleaños.


***



Vesna Parun es considerada uno de los más grandes poetas de la antigua Yugoslavia.
Nació en 1922 en Zlarin, una pequeña isla de Dalmacia, cerca de Sibenik.
Interrumpió la Universidad de Zagreb, a causa de la guerra, en 1941, tomo lado de los partisanos de Tito, y finalmente abandonó sus estudios por la escritura. Sus tres canciones para la República, publicadas en 1945, se han dado a conocer de inmediato.
A la primera colección de poesía, Y la tormenta Alba (1947), la han seguido de una treintena de otros textos poéticos, libros para niños, obras de teatro.
Traducido a muchos idiomas, en 1995 también fue candidata al Nobel de literatura.


Fotografía: Retrato de la autora, Vesna Parun

afauente: http://www.poesiademujeres.com/

Cuento: De regreso, por Alvaro Calix



 Sin ganas de nada me bajo del autobús, retiro la maleta del portaequipaje y me quedo un momento en la estación, sentado en una banca de madera descascarada. Del aeropuerto a mi ciudad son dos horas por la carretera central, entre serranías de pinos y valles con el pasto seco. El vuelo se me hizo largo. A pesar de que era mi primer viaje en avión, dada la situación, eso me valía un comino. Me dieron un asiento con ventana y tampoco tuve ánimo de ver el paisaje. Cuando el avión despegó, cerré los ojos y dejé que los mil pensamientos de mi aventura vinieran y se fueran como escenas de una película.
Nadie me espera en la terminal de buses. Bueno, nadie sabe que estoy de vuelta. Salgo a la calle. Paso de largo los taxis que merodean buscando carreras. Camino una, dos, varias cuadras. No tengo prisa pero tampoco quiero estar vagando por ahí. Voy recomponiendo en mi mente la fisonomía del centro de la ciudad. A menos de un kilómetro está la casa de mis padres, subiendo por empinadas cuestas y callejones de piedra. Pronto me ponen en ambiente los bocinazos de los autos y, no podían faltar, los gritos canturreados de los vendedores. No reconozco a nadie en la calle y, puedo decirlo sin exagerar, más allá de la diferencia de escala, me siento de repente tan solo como solía pasarme en las avenidas neoyorquinas.
Hace cuatro años que salí; hoy, regreso sin más equipaje que esta mochila a cuestas y estos enormes tenis que han de causar fiebre al que me los mire, no es que me gusten… es que aguantan de todo. Nada que ver con los viejos tenis que lancé al cableado de luz la noche que me marché.  En el fondo sé que no parezco uno de esos que viene de Miami.  ¡Qué alivio! Y es que no porto cadenas ni pantalones anchos, tampoco aretes ni walkman. No, ese no es mi estilo, pero si vengo del norte, y estoy aquí no sé si por accidente, pero a todas luces en contra de mi voluntad.
Cuando me fui, antes de agarrar para La Florida pude haberme quedado en Texas, pero el grupo de tamaulipecos al que me pegué dijo que ahí la paga era una babosada, que me les uniese para ir al sureste. Sin nada que perder, les hice caso. Mordí el polvo en mi  primer trabajo en una plantación de naranjas cerca de Tampa, más de diez horas al día metido en los surcos con el morral al hombro, subido en la escalera para pizcar los árboles cundidos de fruta; durmiendo en galpones improvisados, con decenas de hombres hoscos que no pensaban en otra cosa que pagarle el mandado al “pollero”, y de ahí en adelante escatimar gastos hasta donde fuese posible para enviar un fajo de verdes a casa  y, mostrar así que… comenzaba el “sueño americano”. Pero qué va, la paga apenas ajustaba para ir pasando y si se mandaba dinero era a costa de aguantar hambre y encerrarse como cucaracha.
Con el tiempo, el grupo se iba raleando, unos se iban a buscar otras chambas; decían que la cosa no estaba mal en los campos de tabaco en Kentucky, pero los más viejos nos guiñaban el ojo.  Otros caían en las redadas de la “migra” y, tras unos días en el bote, enviados de vuelta a casa. De repente llegaba nueva carnada a trabajar en los campos, se raleaba más tarde y, así, para sécula seculórum. La verdad es que a los que atrapaban en las cacerías, más era por no hacerle caso al patrón. Bien decía el patrón que no saliésemos del rancho, pero los peones se hartaban del encierro y así es que les ponían mano. Un par de veces escape de los patrulleros, hasta tuve que meter el esqueleto en un tonel de la basura para zafármeles. Se me fueron quitando las ganas de andar allá afuera. Pero había gato encerrado… Siempre me pregunté por qué en los pueblos cercanos a las plantaciones los de la migra andaban buzos, pero a las meras fincas nunca entraban. Para mí que había gato encerrado. Bueno, como sea, yo no puedo quejarme, aguanté cuatro años en los Estados Unidos.
Ya al año de estar por allá, las heladas destruyeron las cosechas y los jornaleros nos la pasábamos de brazos cruzados. No había chamba. Había decidido ir a rifármela a Nueva Orleans, a ver si un ceibeño me echaba la mano, pero vueltas de la vida, mi estrella cambió cuando por fin mi padrino se contactó conmigo y se abrió la puerta para subir a Nueva York.  Estaba yo que no me la creía. Desde el principio mi sueño era ir a probar suerte a la Gran Manzana y visitar los clubes de Jazz, Central Park y el puente de Brooklyn. Todo lo que mi padrino pudo hacer es ayudarme a conseguir trabajo de limpia platos en un restaurante de mala muerte en Bushwick, al noreste de Brooklyn. De ahí rodé por casi media docena de empleos hasta que la varita de la suerte me tocó y me colé de mesero en una compañía de Catering.
Cuando mejor iban las cosas, con decir que hasta el inglés lo masticaba bien, llegó aquel día, a inicios de la primavera, un domingo de abril, en el que yo estaba de lo más águila sirviendo en una casa de los suburbios. Creo que era una de las hijas de la dueña la que cumplía años o algo así. Yo me la pasé atendiendo, bandeja en mano, a la parvada de jóvenes que se reunía junto a la piscina. Las botellas se vaciaban en un santiamén. Grupillos de muchachos se escabullían en los rincones del jardín y en las habitaciones de la casa. Nadie bailaba, la música era estridente, y me costaba entender qué bebida o bocadillo me pedían de tanto en tanto los invitados. Poco antes de oscurecer, cuál fue mi asombro, gajes que nos caen del cielo, cuando veo a la anfitriona, quizás caldeada por el whisky, roja como un tomate, berreando porque había perdido unas alhajas. Pero lo que es peor, alegando que yo se las había robado. Lo demás es patético, la detención, constatar mi falta de papeles y unos días más tarde este vuelo inevitable al país. 
No tuve tiempo ni deseos de avisarle a mi familia. Lo que más me asusta es tener que pararme frente a mi padre. Él nunca perdonó que me fuera así por así… Ya lo imagino, con la perorata de que soy un bueno para nada, que perdí cuatro años de mi vida y que por una aventura sin ton ni son había dejado los estudios. También me da tirria pensar en los amigos del barrio. Tendré que poner cara de palo frente a los amigotes que me van a preguntar a qué se debe la visita… que si la logré “hacer allá”.  No tengo otro remedio que hacerme el papo. De algún modo estoy convencido de que no es para echarse a llorar... Aprendí a valerme por mí mismo. En eso, ya hay ganancia.
El barrio se ve igual que antes. Se siguen viendo tenis guindados en los cables de la luz, contra un fondo azul sin nubes. Las mismas pulperías y el deambular del perro tunco de doña Berta. Pero hay menos árboles en las aceras. Por fortuna no veo a ninguno de mis amigos. ¿Vivirán en el barrio todavía? Supe que Jorge y Erasmo pintaron llantas para Dallas, que mataron al Montuca, supuestamente en “pleito de pandillas”, que el Rolo quedó renco después que lo tirotearon para asaltarlo. Aquí la vida no vale nada. ¿Y Karla… todavía se acordará de mí?… ni siquiera tuve el valor de despedírmele. Oí decir que se ennovió con el Jimi, me cuesta creerlo. Ese Jimi era un asco, un playboy barato que no se merece a la Karla. Pero qué me importa eso ahora.
 ¡Qué grandes están los niños que ayer jugaban en la calle!; hoy, siguen allí, pertrechados en las esquinas, más espigados y con el pitillo en la mano. Otro grupo de muchachos juega fútbol en el callejón. Son casi de la edad de mi hermano menor. El mundo les cabe en una pelota. Detienen la potra al verme pasar. Les cuesta al principio, pero varios de ellos alcanzan a reconocerme. “El Rocky”, escucho que dicen, en voz alta. Otros susurran. “Volvió el Rocky. Sí, es él”. Me detengo para saludar a un par de ellos que avanza hacia mí. Sin levantarme las gafas de sol, les contestó animado, chocando los puños, alzando el pulgar y luego el apretón de manos. Masco el chicle con fruición para parecer más seguro y saco palabras encendidas para dar a entender que estoy a todo dar, que me ha ido macanudo.
­            —¿De vacaciones, Rocky? —pregunta uno de ellos.
—Pues… aquí, visitando a la tribu.
En este momento acabo de convencerme, por una cuestión de orgullo, que mi regreso ha de ser temporal. Que en cuanto pueda voy a intentarlo de nuevo y, por mucho, en un par de meses me estaré yendo a México para cruzar la frontera. Vamos a ver cómo le hacemos con la plata para pagarle al coyote, porque sin coyote no me atrevo. Le quito el balón de las manos al chico que la sostiene y lo lanzo hacia arriba, mientras les grito:   “¡Sigan el juego!”.
Los muchachos reanudan la jugada, menos uno, el más grande, aunque todavía usa pantalones cortos, que se acerca para susurrarme, como quien cuenta un secreto, “cuando me vaya, voy a buscarte en Nueva York, para que me des una ayudita… No te vas a hacer el loco, ¿verdad?…”.  En afán de no defraudarlo, le digo que no tenga cuidado, que en lo que pueda voy a darle una mano.
Sigo mi camino. Al verme frente al portón de la casa me da un escalofrío, es como retroceder en el tiempo. Cuatro años son tanto tiempo y a la vez se van en un soplo. Las ramas del sauce están podadas y las raíces han levantado las baldosas de la acera, ojalá que no se les ocurra cortarlo. Lo plantó papá cuando yo apenas gateaba. Me gustan los árboles, en parte porque dan un tono de continuidad a la vida; suelen estar ahí por mucho tiempo, aunque a uno le salga barba y sin que uno pueda hacer nada, años después, le salte la primera cana. No tengo canas, que conste, pero he visto a amigos, no tan mayores que yo, con mechones de pelo blanco. Como sea, los árboles estarán ahí, a no ser que un depravado los tronche porque quiere forrar de cemento la acera. Se ve que no leen aquel poema de Machado. Trato de tomar aire, aun así me flaquean las piernas… como si fuesen de papel. ¡Vaya, vaya…!, no podían faltar los testigos… Casi aseguraría que varios pares de ojos me escrutan, huidizos, desde el ventanal de la casa vecina. Que miren lo que quieran, me da lo mismo. 
Pusieron un timbre eléctrico, ¡bah!, pero no lo utilizó; como antes, toco tres veces con un manojo de llaves. Nadie viene a abrir. Vuelvo a intentarlo. Un lejano ¡Ya va! pone en mis oídos la voz de papá. Preferiría que otro familiar me abriese la puerta. Pienso en salir corriendo y regresar más tarde. Pero no, me quedo plantado, esperando. Total.
Lo veo venir con su poco pelo y en camiseta sin mangas, arrastra las sandalias con la misma pachorra de siempre, aguzando los ojos pequeños y saltarines. Creo que no me ha reconocido, pues al verme va revisándome de pies a cabeza, hasta que sin mayor asombro, parece darse cuenta que soy yo. Advierto que unos kilos menos y el pelo más largo pueden despistar a cualquiera, incluso a mi padre. Colaboro, quitándome las gafas. Y, típico en él, antes de saludarme pregunta: “¿Andás paseando… o es que ya te deportaron?”. No le contesto, pero la expresión delata. Le doy un abrazo; él no corresponde pero se deja, aunque se pone tieso como un tronco, enseguida se suelta y avanza hacia el interior de la casa, dejando el portón abierto. Esa es la bienvenida al hijo pródigo, pensé con sarcasmo. Entro y lo sigo por el patio sombreado que da a la puerta de la cocina. Huele a caldo de pollo, con culantro y todas esas hojas que mamá le pone.  Los napoleones están a punto de florear y el gato Morocho sale espantado. Papá se detiene en la puerta, escucho cuando le grita a mi madre: “¡Mujer, a qué no sabés quién vino… Volvió el ‘mojado’”!
Antes, cuando mi padre solía tratarme así, lo encaraba y le exigía más respeto. Tengo tantas ganas de ver a los viejos que no deja de resultarme cálida la bienvenida. Madre sale corriendo a la cocina. Sus lágrimas, colman el vaso. A ella, parece que le han pasado los años encima, se le nota más el rictus de dolor que se forma en las comisuras de la boca a causa del lumbago. Yo he de ser uno de los motivos, para qué lo voy a negar. Tampoco le hacen gran favor los trapos que lleva puestos, una falda gris que bien serviría como mecha de trapeador y una blusa crema que parece de bulto. Nunca se gasta un peso para arreglarse, cada centavo se lo da a los tiburones que hemos sido sus hijos. Después van saliendo mis hermanos, menos uno, que ya se ha ido para hacer familia.
Me siento como de otro planeta, aunque no comprendo con exactitud por qué. Parezco un holograma en medio de la sala. La casa se me vuelve apretada y adusta, no es que allá viviese en una mansión, pero hay cierta monotonía, y los objetos y muebles están muy cerca unos de otros y los colores desentonan a más no poder. Por si eso fuera poco, la decolorada pintura de las paredes da una sensación de abandono; sin embargo, no puedo explicarme a ciencia cierta quién luce más abandonado, si yo o la casa de mis padres. Soy parco a las preguntas de cómo me ha ido. A la larga, mi actitud provoca un silencio como de aquí a la luna. De repente, nadie quiere seguir hurgando. Tampoco yo intento responder más de lo necesario, finjo estar muy cansado. Pido un vaso con agua, al tiempo. No, no es necesario fingir… estoy muy agotado, no porque haya hecho un esfuerzo extremo o cosa que se le parezca. Mi madre sugiere que me vaya al cuarto y que me dejen descansar. En mis adentros agradezco su intuición, mucho más cuando agrega que, enseguida, va a llevarme algo de comer. Ojalá fueran enchiladas con queso rallado encima.
De lo que fue alguna vez mi cuarto, poco queda; mi hermano menor inundó la habitación con su estilo. Su ropa está desordenada, fuera de las gavetas de la cómoda; zapatos, sandalias y tenis sin pareja asoman en cada rincón. ¡Qué asco!, ni siguiera ha hecho su cama. En la pared sólo encuentro uno de mis afiches con las estrellas que hace unos años brillaban en la NBA, en su lugar puso a las oncenas futboleras que jugarán el próximo mundial. Mi pequeño librero ya no está, tampoco veo en ninguna parte los libros. Me pregunto si se habrá salvado la novela que siempre releía… Cipotes, de Amaya Amador o aquella otra, más corta, que me regaló el profe de español, el guardián entre el centeno, de un tal Salinjer o Salinger.  Sonrío al ver en la repisa el trofeo de máximo encestador que gané en un torneo colegial. Fuera de eso, no es mi cuarto, no se parece a mi cuarto. Mi hermano de seguro nota mi contrariedad, aunque trato de disimular. Además, ¿qué derecho tengo a estar molesto?
Con su ayuda despliego la cama de metal, medio desempolvo el colchón y a modo de cubrecama le pongo una cobija, aún olorosa a detergente. Acomodo la maleta a un lado y sin miramientos me acuesto bocabajo. Le pido a mi hermano que cierre la puerta al salir. Como cuando estuve detenido en los Estados Unidos, así me siento ahora, recluido en esta pequeña habitación que se me antoja tan, tan ajena. A decir verdad, no es que muera de ganas por irme  “mojado” otra vez, aunque para qué negarlo… tiene su gustillo, conocer mundo, pero… pasársela solo, sobre todo en los días nevados, comerse la cena solo y no tener quien lo espere en casa, esconderse y pelar el ojo para que no lo deporten a uno. Y si me pongo a pensarlo, tampoco me gusta esa prisa maniaca de la vida allá en los Estados… Si uno se descuida, no exagero, terminamos como zombis detrás del moni. Pero confieso que no sé qué hacer aquí, donde nada se mueve, salvo la merusa y los plomazos a la orden del día. Además no quiero que piensen que soy un acabado, que he vuelto con la cola entre las patas. 
Hace calor. Me faltan fuerzas para ir a abrir las celosías, total, afuera el aire es caliente y pesado. Mi hermano dejó mal cerrada la puerta y pude oír como ésta se entreabrió. Tampoco eso tiene gran importancia, de no ser porque el viejo Conde tomó ventaja y se escabulló sin darme cuenta, y sin más, salta a la cama, para acomodarse en el único espacio posible. Una pulga más, una pulga menos, no me va a privar de tan cálida compañía.
Qué dicha poder acostarme, estar solo, juntar otra vez los pensamientos que se cruzan… las caminatas por el puente de Brooklyn en domingos de cielo plomizo, los paseos en bote de remos por el lago de Central Park para ver la explosión de colores del bosque a mediados de otoño, la señora berreando por el collar, el avión blanco que me trajo de regreso, los calores de la ciudad, la cara de asombro de mi familia, y el grito sofocado del barrio en la sorna de una mañana de sábado. Pero a decir verdad, no tengo muchas ganas de pensar. Quisiera que la mente se me pusiese en blanco, que se congelara el tiempo, poder sacarme este punzón que siento enterrado en el pecho cuando pienso en  qué voy a hacer mañana… pasado mañana. No sé para dónde patear el tarro y lo que es peor, no me importa mucho. 
Me parece que en la sala hay gritos, luego silencios, sí, silencios calculados, como preludio a un nuevo estallido de palabras; un mosaico de voces que conozco de toda mi vida. ¿Estarán discutiendo por mí?, claro, ¿de qué otra cosa podrían hablar?  No hay que ser muy listo para saber que la discusión se parte entre los ruegos de mi madre y el enojo, quizá razonable, de papá. ¿Qué pensarán mis hermanos? Los parpados me pesan, Conde se ha dormido.
¿Qué sucede ahora?... Espero no haber perdido el seso, lo cierto es que… al voltear la mirada hacia la puerta, entre despierto y dormido, contemplo a la familia, con los brazos extendidos hacia mí. Destaca la expresión de mi madre: parada en el centro, sus ojos inmensos como soles y las puntas del cabello entrecano rozándole los antebrazos. Papá me mira, sin ese reclamo con el que suele clavarme los ojos; se le han desdibujado las líneas del entrecejo. Hasta mi hermano el que vive en el otro barrio está ahí parado, como una gran sorpresa. Todos parecen inmóviles, sin embargo, confío en que no me traicionan los sentidos (al menos anda bien mi olfato que percibe al maloliente Conde), pues con claridad les escuchó decir:
            —¡Bienvenido!...

Fuente: Del libro de cuentos, La plaza de los poetas (2006) 
Ilustración Fuente:  http://www.taringa.net/post/imagenes/
10544354/Los-tenis-viejos-un-final-por-lo-alto.html 

Dia mundial del jazz,30 de abril. Lenguaje y escritura. Jazz y literatura



Extractos 
...el free jazz se inscribe dentro de una problemática general de la estética contemporánea que interesa también a la literatura: por paradójico que esto pueda parecer, el free jazz se hace preguntas que yo, "novelista", me hago; mejor todavía: el free jazz constituye tal vez una respuesta que la escritura aún busca (Perec, 1995:16).
El comentario anterior pertenece a un texto de Georg Perec, escrito en 1967 y hallado entre los papeles inéditos del autor. El paralelo del free jazz con la creación literaria constituye una forma interesante de introducirse en la obra de Italo Calvino, debido a que esta corriente musical se caracteriza por la improvisación de los músicos al momento de ejecutar una melodía. Es decir, permite la composición al momento de la ejecución, y viceversa. Por ello tiende a considerarse como un género más libre, lo que no quiere decir que se rechacen las leyes de la composición y de la ejecución. Como señala Perec, «para que cinco músicos (o más) toquen juntos, es necesario que adopten un recorte común del tiempo, y para preservar cierta unidad, es necesario (dejando de lado los problemas de la melodía) que elijan un código armónico, pero esta coacción rítmica (el tempo) y esta coacción armónica (la trama) no constituyen los fundamentos naturales de una música cuya única realidad sería la inspiración magnífica y soberana, sino los marcos que rigen los poderes de los músicos con el mismo rigor que los de la fuga o la sonata. Mozart tiene la misma libertad que Clifford Brown o, si se prefiere, Brown está sometido a tantas coacciones como Mozart. Y viceversa» (Ibídem: 16).
Desde la perspectiva del escritor francés, en el jazz están presentes tanto la coacción como la libertad, debido a que de ellas depende la construcción de una obra artística. Incluso considera que un sistema estético se ve amenazado cuando se debilita la relación que rige a estos dos ejes básicos. Dicha situación aparece en el momento en que la coacción y la libertad son neutralizadas en favor de la "naturaleza", espontaneidad o inspiración del artista; también cuando la coerción deja de ser concebida como una convención cultural y se percibe como natural o fundada en el buen juicio, y cuando la libertad aspira a ser esencial e irreductible. Las tres visiones son falsas: lo perfectamente determinado (coacción) y lo perfectamente aleatorio (libertad) escapan a la obra. Ninguna solución existe fuera de la restitución del vínculolibertad-coacción.
Precisamente cuando se "naturalizaron" las coacciones el jazz clásico padeció la segunda de las distorsiones; es decir, cuando se osificaron las formas a través de las cuales se organizaba la improvisación. De ahí que el free jazz nace con el fin de renovar los marcos existentes. La cualidad central de esta corriente jazzística es que al momento de la ejecución los músicos tienen como única regla la ausencia de reglas; de la naturalización de las coacciones supuestamente se transita hacia la libertad irreductible. El músico puede tocar "lo que le pasa por su cabeza", con independencia de los demás ejecutantes. ¿Y cuál es el resultado? ¿Una no-música? ¿Una nueva forma musical que demuestra que sí es posible la libertad absoluta del artista? Pero, ¿acaso lo que pasa por la cabeza del músico no está ya determinado por un conjunto de coacciones culturales? «...el azar, lo "visceral", las "fuerzas sordas del instinto" sólo pueden tener lugar sometidas a una elección, a una imaginación, a una regla, a una sensibilidad, es decir a una historia: si el free jazz es una forma, es porque está regido por un marco y porque este marco es cultural» (Ibídem: 17).
Con este análisis intenta demostrar Perec que incluso en el free jazz la libertad no está exenta de coerciones, mas lo importante de dicho género es su capacidad de construir un nuevo lenguaje a partir de su propia tradición. Italo Calvino comparte esta idea, sobre todo a partir de Las cosmicómicas (1965), cuando su obra se orienta hacia la creación de un orden mental tan sólido y complejo que contenga en sí mismo el desorden del mundo, que tienda a establecer un método tan sutil y dúctil que sea el equivalente de la ausencia de armonía. Si la literatura llegó a ser para el autor un medio para guiar los procesos históricos, en esta segunda etapa creativa busca generar relatos cristalinos, de talla exacta y con capacidad de refractar la luz. Pero esa renovación formal, a diferencia de otros escritores vanguardistas, se orienta a la recuperación de temáticas italianas en desuso, caracterizadas -de Dante a Galileo- por concebir la obra como un mapa del mundo y de lo cognoscible, por un deseo de conocimiento teológico, especulativo, brujeril, enciclopédico, filosófico o de observación visionaria.
En su propuesta narrativa confluyen, además, las reflexiones generadas por el estructuralismo, la semiótica y el grupo Tel Quel, con quienes comparte la noción de literatura como conciencia que posee el lenguaje de ser lenguaje, de ser una realidad propia y autónoma. Como afirma Roland Barthes, el lenguaje para la literatura jamás es transparente ni se piensa como puro instrumento que busca significar contenidos, realidades, pensamientos o verdades: no significa algo distinto de sí mismo. Pero sobre todo en la obra calviniana están presentes los experimentos literarios del Oulipo (Ouvroir de Litterature Potentielle), fundado por Raymond Queneau, al que pertenecen también Georg Perec, Marcel Duchamp y, por un tiempo, el propio escritor italiano. Cabe recordar que el Oulipo no es un movimiento ni una escuela literaria, sino un "laboratorio" que se esfuerza por crear una «literatura de la incomodidad», en la que el escritor autoimpone un reto a su ingenio y su imaginación. Así, por ejemplo, en Cent Mille Milliards de Poèmes construye Queneau diez sonetos que se pueden combinar hasta crear cien billones de poemas diferentes, mientras Perec escribe La disparition, novela policiaca donde no aparece la letra "e" en sus más de trescientas páginas. Asimismo, se experimenta con lo que Genet ha llamado translación léxica, la cual consiste en utilizar un texto base y reemplazar cada nuevo sustantivo por el séptimo siguiente, según el diccionario.
Italo Calvino también recurre a diversos elementos exta-literarios como coacciones para impulsar la creatividad artística, sobresaliendo de manera significativa la utilización de imágenes científicas en sus experimentos narrativos, tal vez porque, sin ser especialista, su interés por la ciencia, unido a su trabajo como editor de la casa Einaudi, le permitió adentrarse con cierta hondura en ese ámbito del saber. Cuenta Giulio Einaudi (1994: 194) que cuando un científico enviaba a la casa editorial un libro, asegurando que era comprensible hasta para los no versados en el tema, lo remitían a Calvino para que diera su opinión, y quizá por ello muestra cierta preferencia por Queneau, quien emplea las matemáticas para crear un orden literario dado que todo lo real es caos. Así, cuando habla del autor francés en Por qué leer (a) los clásicos da la impresión de que realmente reflexiona sobre su propia escritura. Los comentarios en ese análisis son reveladores sobre las concepciones que ambos escritores comparten. Por ejemplo, allí señala que el «saber» de Queneau se orienta hacia la búsqueda de una globalidad sin renunciar al sentido del límite, al tiempo que se caracteriza por la desconfianza de todo tipo de filosofía absoluta. También especifica que la ciencia se presenta como técnica y como juego, exactamente de igual que forma que el arte, considerado como la otra actividad humana. La siguiente cita de Queneau, reproducida por Calvino en el libro sobre sus clásicos, adelanta lo que será el centro de sus reflexiones en Palomar:


Autor: Elizabeth Sánchez Garay       |      

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