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Sonata antes del fin


Sonata antes del fin 

Por: Álvaro Cálix

            La ventana del cafetín lucía empañada por la llovizna. El coro de voces de los parroquianos se le desoía cada vez más, a intervalos que iban en paralelo con sus ganas de pasar inadvertido; y no había ya cuartilla que no hubiese leído en el periódico que pidió prestado en la barra. Por la calle iban y venían rostros cabizbajos, evadiendo mirar al cielo, sorprendidos por la lluvia. Sorbió un poco del café, sin azúcar, enfriado por las dilatadas pausas que él tomaba entre trago y trago. Nadie parecía  identificarlo;  tampoco él reconocía a nadie. Lo único que le sugería un aire familiar era la copia de un Chagall -“La caída de Ícaro”-, que seguía colgado junto a la puerta. Como solía pasarle antes, hundió la mirada en el óleo, pleno de éxtasis ante el desplome del  alado, en medio de la expectación de la multitud.

También le resultaba extraño el corre y corre de las calles , nada que ver con el ritmo perezozo de dos lustros atrás, cuando tuvo que marcharse. Advirtió que ya no estaba, al frente del cafetín, el pequeño hotel en el que solía hospedarse cuando venía a esta ciudad. Habían demolido la casa antigua para construir una sucursal bancaria. Recordó que más de alguna vez el dueño del hospedaje, amigo de tertulias, le permitió usar el sótano para reunirse con otros disidentes.

          Se preguntó, con una inquietud morbosa, qué estaba haciendo a esa hora, apenas una semana atrás… “Regresando al pabellón”, se dijo, imaginando la custodia de los gendarmes, después de la jornada en la granja.  Aunque no podía explicárselo, extrañaba aún la rutina del encierro, la vida fuera de las rejas se le revelaba como un rayo deslumbrante. Rehacer su vida no iba a ser un bocado fácil, atando cabos de aquí a allá, afanado en juntar las piezas enmohecidas de un rompecabezas.

          Si bien no parecía afligido, tampoco se le veía contento; asumía impávido lo que se le figuraba como un viaje, un viaje a la tiniebla de los días idos. En rigor, estaba ahí para cumplir con la visita que le prometió a Alicia, en la carta que envió semanas antes de quedar libre.

          ¿Llegaría ella?... no quería entrar en el laberinto de las probabilidades. ¿Le habrán llegado las cartas?, ¿viviría todavía en el barrio de las Camelias?... o al menos: ¿estaría aún con vida…? Entendía que flotaban en el aire muchos  presupuestos de los que pendía la consumación de la cita.

          Volvió a observar tras la ventana. La lluvia amainaba, la gente volvía al trajín de las calles. Agradeció el gesto del mesero de limpiar los cristales. Tres niños pequeños se le aparecieron en la acera de enfrente, donde antes estaba el hotel. Al punto distinguió a una dama junto a los chicos, acompañada por un hombre mayor. Ella volteó hacia el Café.

          Él se acercó a la ventana, limpió sus lentes y aguzó la mirada. No sintió nada, es decir, ninguna de las sensaciones que por tanto tiempo imaginó que sentiría si la volviese a ver. Y a pesar de desconocer –no tenía por qué ni cómo saberlo- lo de los hijos y el marido, cayó en la cuenta de que era algo a todas luces normal.

          Retornó a su mesa, una vez que la escena se esfumó. Terminó su café. Pagó la cuenta y salió sin olvidar el ramo de crisantemos que traía por si acaso. Alcanzó la Plaza Mayor, se entretuvo en la fuente y buscó después la vieja avenida ribeteada de acacias. Se dirigía al margen norte de la ciudad, a la terminal de autobuses.

          Compró el boleto de regreso, aunque tendría que esperar casi una hora antes de la salida. Afuera, en la esquina de una de las calles de acceso a la terminal, un hombre, con talante extranjero, ejecutaba viejos tangos al son de un acordeón. Se sumó al puñado de personas que hicieron rueda al músico, consciente de que con esa distracción alejaba la idea, tenue, pero no por ello inocua, de querer deambular por la ciudad a ver si por casualidad se topaba con ella. El cielo se despejaba de a poco, pronto oscurecería.

          Una mano le palmeó la espalda. Agitado, se volvió.

—¡Caramba, hombre!, te dábamos por muerto —le dijo alguien  a quien no identificó de momento, pese a que el sujeto lo miraba con notable familiaridad— ¡Soy Marcos!, excompañero de viejas luchas… Estúpidas luchas, ¿no?

     No contestó, se sintió fulminado. Hubiera querido decirle traidor. Tenía la certeza de que él fue uno de sus delatores.

—Lo que perdimos por dárnolas de revolcionarios insistió el hombre—. Yo tuve que sentar cabeza. Me salí del bando, monté un negocio y… veme ahora… ni la sombra de aquel tonto mozalbete... Soy “Don Marcos”, inversionista en bienes raíces y distribuidor de licores importados… A tus órdenes…

—Ya veo.

—Y a tí… ¿qué te pasó…? Ésos del Partido no amagan… Sé que te cogió la Guardia… pensé que te habían volado el seso…

—Casi…

—Ahora que lo pienso… escuche la otra vez que iban a dar amnistía a unos presos… ¿Tú estabas en la colada?...

—Tal vez…                                                   

—¿Qué piensas hacer ahora?...

—Ya veremos.

—Bueno… me alegro de saludarte —Marcos apresuró la despedida. Avanzó un par de pasos, distanciándose, pero al recordar algo, se dio vuelta, y con un tono más alto de voz, apuntilló—: ¡Ah!..., supongo que ya te habrás enterado… sí, ella se casó con un funcionario municipal… No la sé ver, pero créeme, está bien… no le falta nada…

          Lo vio alejarse sonriente, a pasos saltarines, con expresión campante, enfundado en un gabán negro y columpiando un diminuto maletín. Hubiera querido mostrarle un poco más de enfado, pero su corazón ya no estaba para esas muecas.

            “Qué extraña es la libertad”, pensó, “ligera y desinhibida”, pero sospechaba que muy fugaz, tan pronto como se la llenaba de rutina.

          Subió al autobús, desperezado, aún con el eco de los tangos grabado en sus oídos. Tomó su asiento, en primera fila; descorrió la cortina para llevarse la última impresión de aquella ciudad, a la que de ahora en adelante no tendría ningún motivo para regresar.

          Una jovencita subió al autobús, se sentó por un momento en el asiento de atrás, sin que lo advirtiera el exconvicto. Con disimulo, deslizó junto a él una pequeña caja de cartón lacrada. La muchacha salió tan pronto como pudo cumplir el encargo. Él, con el mentón apoyado en la mano, miraba hacia la ventanilla, pero al voltear sin motivo, descubrió el paquete a su lado. Con asombró vio su nombre, precedido por un “Gracias” en letra grande y huraña. Sin aspavientos abrió la caja. Algo así como una docena de cartas, las cartas que él había envíado durante los diez últimos años. En su asombro, no tuvo tiempo de averiguar quién se las había puesto en el asiento. Al echar un vistazo a su alrededor no encontró pistas, y no intentó más. Volviendo los ojos a las cartas, vio que todas había sido abiertas. Pero Alicia jamás contestó ninguna.

          El autobús comenzó a salir de la terminal. Pocos pasajeros viajaban esa tarde; el asiento contiguo iba vacío, incidente que no le disgustó en absoluto, más bien levantó el descansa brazos para sentirse a sus anchas. Apoyó la cabeza en el vidrio, y como una última postal, la miró a ella parada en el andén, sin compañía, agitando la mano para decir adiós. Él hizo lo mismo, sin sobresaltos, tratando de borrar hasta el más leve asomo de reproche. El bus se alejó.

          Llegaría cerca de la media noche, por lo que supuso que tendría tiempo para darle vueltas a los incidentes de la tarde. Para evitarse alguna molestia, decidió de antemano renunciar a la posibilidad de releer las cartas que de tiempo en tiempo había escrito. “No valía la pena”, masculló.

          Ya en camino, abrió la ventana, y con presteza lanzó el ramo de crisantemos a la campiña que bordeaba la carretera. Cerró los ojos, y vio las llamas de las naves elevarse al cielo de Zafiro.