Libros esenciales: Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Post Plaza de las palabras.






“Conténtate con toda apariencia. Pero abandónala y no te des la vuelta”.

“El arte es todo lo contrario de las ideas generales; sólo describe lo individual, sólo propende a lo único. En vez de clasificar, desclasifica”.

“Toda construcción está hecha de restos y lo único nuevo en este mundo son las formas".

El libro de Monelle
Marcel Schwob

        Plaza de las palabras inicia una nueva sección dedicada al libro. Libros esenciales,  orientada al análisis  e influencia  de libros claves, en contexto de la literatura del siglo XX. Sección que siempre ira acompañada, a manera de ilustración,  de un fragmento o texto del libro reseñado. En esta ocasión presentamos Vidas imaginarias, del escritor francés Marcel Schwob. (1867-1905) Escritor, cuentista,  fabulador, crítico literario y poeta.  Estudioso de la obra de François Villon y traductor de Shakespeare, Defoe, Stevenson.  Lo apasionaba el estudio del argot de los bajos fondos de parís. Vidas Imaginarias si bien escrito en 1896, es un libro que todavía soporta un aliento de modernidad, y que por  sus repercusiones,  tuvo influencia en escritores tan disimiles; entre muchos otros,  tales como  J.L.Borges, Antonio Tabucchi, Roberto Bolaños y Georges Péret. Y en Hispanoamérica, fue muy valorado por la critica de México y la Argentina. Donde sentó  escuela entre escritores, críticos y traductores. El escritor mexicano Alfonso Reyes, cuyas obras Retratos reales e imaginarios (1919) y Junta de sombras (1944), están  muy en deuda con Schwob. En México la obra de Schwob  tuvo influencia entre otros,  en Julio  Torri, Juan José Arreola, Elena Poniatowska;   y en su momento fueron grandes promotores de su obra, los escritores José Emilio pacheco, Sergio Pitol y el traductor Rafael Cabrera.  

En argentina, J.L.Borges reconoció entre otras, la influencia que tuvo Vidas imaginarias en su libro Historia Universal de la Infamia. Un estilo que encontró su formato en esa aproximación entre  lo real histórico y lo imaginario de la historia, trasladado también al territorio inhóspito de  filosofía y la teológica.  Apretón de manos, que tantas veces Borges utilizo en sus cuentos y ensayos. Schwob, además de escribir a los 24 años su primer libro, Corazón doble, cuentos fantásticos influenciado por Poe.  El libro de Monelle (1894), libro  simbolista, y que algunos críticos consideran un manifiesto del simbolismo, corriente tan en boga a finales de siglo.  Pero sobretodo, Schwob es recordado y estimado por Vidas Imaginarias  y La Cruzada de los niños. Ambas escritas en 1896, cuando el escritor contaba apenas con 29 años. Sobre la segunda obra, es una evocación histórica del viaje de miles de niños franceses y alemanes, que se enrolaron en las cruzadas medievales, y cuyo destino  final era llegar a Jerusalén y liberar el Santo Sepulcro de las manos de los infieles. Peregrinación iniciática, tormentosa  e inconclusa.  El libro es narrado desde una polifonía de voces,  monólogos sucesivos de los mismos niños. Sobre ese pasaje  histórico y misterioso, hay además de la de Schwob, otra versión.  Las puertas del paraíso (1959), del escritor polaco, Jerzy Andrzejewski (1909- 1983) (1)  

Varios son los condimentos literarios claves de este sorprendente e imaginativo libro: Vidas imaginarias. El primero, es haber acercado dos líneas aparentemente divergentes y fundirlas en una historia imaginada: la línea histórica y la línea imaginaria. El libro está compuesto de 22 textos sobre igual número de personajes, todos históricos y reales.  Lo que concibe Schwob, respetando  la gran línea histórica, es imaginarse la historia. En que coinciden a partir del detalle intimo y único, las ideas generales de la historia y la individualidad de cada personaje. Retrato que saca a flote un rasgo dominante o un hecho distintivo del personaje seleccionado. La individualidad irrepetible de cada personaje histórico. Recurso valido para un escritor. En fin el autor no escribe como un historiador o un biógrafo en todo el sentido de las palabras, sino como un creador que desde la imaginación reconfigura lo histórico. Y redescubre al personaje fruto de su investigación y de la reflexión de su sujeto histórico.  Schwob en el prefacio de su obra,  manifiesta que el arte del biógrafo es la elección. Entre multitud de tales datos elige los que nutrirán su biografía. Lo que hace el biógrafo es narrar una existencia única.  Otra manera de ver una historia ya sabida, desde otra aproximación. El escritor se apoya en la línea objetiva y limitada del historiador, pero plasma su visión desde lo ilimitado de la imaginación. El historiador británico, Peter Burke, dijo alguna: vez, que “sin imaginación no se puede escribir  historia”. (2)

Pero también, existen las fuentes en que Schwob se atrinchero, además de admirar a sus compatriotas Víctor Hugo y Gustave Flaubert, de quien emuló su prosa relojera. Tuvo gran estima por las obras de Robert Luis Stevenson, especialmente de la obra  La isla del tesoro, aventura  que en su juventud lo cautivo, e hizo de Schwob,  un devoto seguidor de Stevenson. Fervor que  lo arrastro a emprender un peregrinaje hasta Samoa, donde estaba la tumba de Stevenson. Viaje tormentoso  y que casi le cuéstala vida. Aventura que reconvirtió en  Viaje a Samoa,  obra póstuma (2002), de carácter epistolar con su esposa la actriz Margarita Moreno. Además, recibe contenidos de los escritores, también ingleses: Thomas de Quincey, con El asesinato como una de las bellas artes,  y William Defoe, y sus historias infestadas de piratas.  En cuanto a sus fuentes directas de Vidas imaginarias,  José Emilio Pacheco señala algunas de sus posibles arranques, hay atisbos de ese mundo fraterno, en Vidas Paralelas de Plutarco,  Imagenery Portraits  of Walter Pater (1887), Heroidas de Ovidio, Vidas de las personas eminentes de Auvrey. En todo caso, venga de donde venga, esas joyas narrativas son un tejido producto de un hábil hilador, pero sobre todo de un gran artista.  

El segundo punto clave, es la prosa de Schwob: lucida, diáfana, y suficientemente fluida y precisa. Con el oficio de copista medieval, presenta su floritura personajes absolutamente creíbles y reales. Su prosa sigue un imaginario que tiene su arranque con    Flaubert.  Pasa siguiendo la línea hispanoamericana, a Alfonso Reyes, ese gran prosista de América, y es rematada por la notable prosa de J.L.Borges. Un tercer punto clave, es la mirada histórica de los personajes de Vidas imaginarias, considerando la vertiente abierta por los Anales de Francia (3), parte de un punto sencillo. La escuela francesa  de los Anales, vuelca y reivindica la historia de los sin historia. Ya el historiador norteamericano,  Lynn White (4), había adelantado una tesis similar. La historia no solo es de los grandes personajes, sino de la gente común. En Vidas imaginarias, va pasando una galería de personajes, lo mismo aparece un filósofo, que un borracho. Un  pirata desconocido que una prostituta. Una hechicera que un novelista. Un actor pendenciero, que un par de asesinos. Schwob  no hace distinciones y eleva al rango humano y subyugante a personajes olvidados. Le brinda al lector otro rostro desconocido, que estaba oculto entre una maraña de datos; o más allá de lo histórico. Precursor del anti héroe, porque muchos de sus personajes son eso, personajes pobres o fracasados. Con gran penetración sicológica, redescubre del detalle olvidado, pasado por alto, el carácter o hecho que mueve a los personajes.  Para  presentar un personaje literariamente  reciclado, sin perder ni un átomo de su verisimilitud histórica.

Finalmente, hay que destacar el formato biografía-cuento, un género que estaba en franca formación., y que su novedad radica en moldear lo diverso en una síntesis. Schwob, mismo lo dice en el prefacio a su obra: la  semejanza en la diversidad, como aspiraba Hokusai, el pintor japonés (5), a  quien Schwob cita.  Atraer por la brevedad y el tejido íntimo y envolvente de la trama. Las historias de Schwob no son una película, son una fotografía. Y tampoco son una pintura, sino un mosaico de singularidades. Desde el trabajo artesanal del escritor, es escribir sobre otra historia, o reescribir otra historia sobre otra. Suena a Gérard Genette, y su Palimpsestos. La escritura de grado dos. (1982). Si se habla de novelas historiadas, cabe también hablar de cuentos historiados. Schwob congrega lo mejor de la historia y lo mejor de la ficción. Parte de la idea central, ahora  tan aceptada,  que el conocimiento y la imaginación, no son excluyentes, sino dos elementos que juntos fabrican una nueva plasticidad de la realidad histórica. Elige como Leibniz lo mejor de ambos mundos. Y le resulta: un modelo de formato y un modelo de prosa. 
    
La obra de Schwob, si bien no es marginal, tampoco goza de una robusta presencia  mediática. Cae en ciertos momentos en el olvido. Schwob, fue un escritor  valorado en su tiempo, tuvo su culto entre los escritores más destacados de su época.  Amigo de Jules Renard  y Robert Louis Stevenson. El poeta francés Apollinare, lo llamó: “el    padre de una poesía distinta”.  Paul Válery, le dedicó The Sphynx; y Oscar Wilde, Introduction to the Method of Da Vinci. Uno de los hermanos Goncourt, una vez lo valoró,  como “el más maravilloso resucitador del pasado”. Pero en tramos del tiempo, su obra fue arrinconada. Se perdió en un vaivén de altas y bajas mareas. Su obra fue y es  muy conocida de escritores y críticos. Y aunque escribe sobre niños. La cruzada de los niños.  Y El libro de Monelle, prácticamente es un libro centrado en una niña. Y explora la fantasía histórica, Vidas imaginarias. No  obstante, son libros para adultos. Sus obras no alcanzaron  la popularidad mediática de El Principito de su coterráneo Antoine  de Saint–Exupéry,  ni  el de  Alicia en el país de las maravillas del inglés Lewis Carrol. Schwob  se presenta más como  un escritor para escritores, así como perviven  poetas que solo son leídos por otros poetas.  Ya lo decía Jorge Luis Borges, que los lectores de Schwob, formaban una sociedad secreta.

En Vidas imaginarias todos los personajes del libro son reales,  y sobre algunos de ellos hay  documentación histórica. Como fabulador de la historia,  Schwob nos presenta facetas que quizá no quedaron registradas, ausculta resquicios olvidados. Pone los acentos en otras palabras. Con la  habilidad de creador solo nos deja ver lo que él, mentalmente, ha pintado. Ilumina facetas y oscurece otras Pero como un diestro artista,  ve mas allá del  simple gesto biográfico de los personajes, aprehende lo qué los mueve. Y los  pone a andar con una prolijidad fina. Hay en esos retratos una historia que siempre trascurre fluidamente, desdoblándose sin perder la imagen original.  Nada falta y nada sobra.  El lector siempre sale victorioso. Y no con una biografía  muerta a sus espaldas,  sino que se renueva con una historia viva que puede echar a caminar por calles y plazas.    

Para este post hemos seleccionado tres de los  retratos del libro Vidas Imaginarias. El de  Lucrecio, (99 a. C.-c. 55 a. C.), poeta y filósofo, el de Paolo Uccello (1397-1475)  pintor renacentista, y el de la princesa india Pocahontas. (1595- 1617). Personajes sobre los cuales recaen algunas observaciones. 






Un poeta, un pintor y una princesa.

De Tito Caro Lucrecio ese gran poeta latino que escribió a partir de las doctrinas de Epicuro,  Rerun Natura, sobre la revolución de los átomos. Schwob, une y reconstruye la historia, la potencia, y la hace amigable al lector, porque lo hace desde el formato de un relato breve. Va reescribiendo la historia sobre la historia oficial. De tal  forma que la dimensiona, la va entrecruzando, logrando una maleabilidad nueva. George Santayana en su obra Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, Goethe. (6) Declara su impotencia de plasmar  el perfil  biográfico de Lucrecio, porque lo único que tenia mano era su poema, Rerum Natura.  De Lucrecio hay poquísimo datos biográficos, y los que rondan por ahí, podrían entrar en el territorio, siempre amplio y especulativo de la leyenda urbana. En lo que si coinciden las distintas fuentes históricas, es que Lucrecio enloqueció. Santayana citando a San Jerónimo, señala que enloqueció por un “filtro de amor”. Schwob encuentra otro hilo conductor, a ese  fatal enloquecimiento, que culmino con su muerte.  “Y por primera vez, al volverse loco, conoció el amor; y a la noche, por haber sido envenenado, conoció la muerte.”

De Pablo Uccello, pintor florentino,  a pesar de haber sido alumno en el taller del escultor  Lorenzo Ghiberti,  era  por sus manías un outsider de la  cofradía de los pintores renacentistas. Giorgio Vasari, más conocido por su notable obra  Vida de los grandes artistas, que como pintor. Testimonia  de Pablo Uccello (El pajarero), que tenia la rara  afición a pintar pájaros en las paredes de su casa,  porque afirmaba que era muy pobre para tener mascotas. Pintaba también gatos, perros, y hubo en alguna de las paredes de su casa, una escena de dos leones en pelea que parecían estar vivos y a punto de saltar de las paredes.  Obsesionado con profundidad de la perspectiva, más que por sus obras, y seguramente impulsado por la obcecación a los puntos y las líneas, es precursor de pintores como Kandinsky, los supramatista rusos, y todos aquellos movimientos concentrados en las líneas y revuelcos de las formas geométricas. Pero también lo abatía como una bandada de pájaros dando vueltas en su cabeza,  ese ímpetu final  de la desintegración de las formas. Más que el abstraccionismo en sí, lo que Uccello buscaba con la destrucción de las formas era el origen. Búsqueda heroica, pero inútil.    Y es esa aventura a tientas, y  sin vislumbrar, que entre las formas difusas y las líneas perdidas, llego a tocar el texto pictórico de la fantasía.

Al contrario de lo que pensaba Vasari en el quatroccento, sobre el abuso de Uccello  en el estudio de la perspectiva. Habrá que acentuar, que reuniendo toda su experiencia, abordó diversos elementos compositivos, que de  haber pasado de la dispersión  a la unidad, plasmándolos juntos en una única tela o pintado en una pared.  Habría elevado su arte a una culminación inédita. Sus motivos ornamentales o figurativos adivinaban un impulso irrefrenable por la fantasía: volutas, círculos, y sus  esferas de setenta dos facetas semejantes a diamantes, encarados por espirales  y otros objetos raros.  Combinados con sus dibujos sobre seres acuáticos, y seres terrestres. Vigorizadas por sus  singulares composiciones de pájaros y peces de pluma, que le afirmaban  un dominio inmediato de lo irreal sobre lo real. A un paso de un umbral abierto a lo onírico. Pero también prefiguran un  embrionario escenario  surrealista. Todos los elementos imperiosos ya deambulaban  por ahí, como pájaros acabados de librarse de las paredes. Su uso de la perspectiva no era para las cosas reales, sino para las cosas inanimadas, abstractas y fantásticas.      

En Uccello toda su energía experimental y vanguardista se quedo intacta a nivel de estudio, en sus bocetos y  ejercicios de un Works  in progress. En sus obras reales y oficiosas  no hay pájaros, ni ese revuelo volcado del laberinto lineal. Sin embargo, asevera  Georgio Vasari, que Pablo Uccello, de haberse dedicado menos al estudio de la perspectiva, y más a las figuras y las líneas, habría sido el pintor “más delicioso y genial, después de Giotto”. Y Schwob, en su retrato de Pablo Uccello hace decir al escultor  Donatello "¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!".  


De Pocahontas, princesa del pueblo algonquino, nacida  en un territorio  de lo que ahora es el estado de Virginia, en el lejano 1595, cuando Virginia era una colonia inglesa. La vida de Pocahontas, es una historia  dramática, muy alejada de la  versión idealizada de Pocahontas, y  popularizada por Walt Disney. Su verdadero nombre era Matoaka, y su apodo, Pokahantesú, que en lengua algonquina significa “divertida”, y que los ingleses mudaron en Pocahontas. Según la leyenda se  enamora de un inglés, John Smith. Relación que dio origen múltiples hechos. Como que Pocahontas  le salvo  la vida. O que le anticipo una trampa que le pondría los algonquinos. Sin embargo desde lo amoroso la relación no fructifica.  Y tras su viaje a Inglaterra, se termina casando con otra inglés, John Rolfe.  Poco después se convierte al catolicismo, y recibe un nombre cristiano. Pocahontas por su paralelismo es una especie de malinche. Vida breve y amarga,  muere a los 21 años. Tras una  sucesión de sinsabores: trueques, desarraigo, desilusión amorosa. Fue enterrada en Inglaterra, su tumba aún hoy, sigue siendo desconocida. Dice Schwob de Pocahonta: “Y le confió con voz baja a John Smith que su nombre era Matoaka. Los indios, por temor a que les fuera arrebatada por un maleficio, habían dado a los extranjeros el falso nombre de Pocahontas.”


Vidas imaginarias

Marcel Schwob





LUCRECIO

Poeta

Lucrecio apareció en una gran familia que se había retirado lejos de la vida civil. Sus primeros días pasaron a la sombra del pórtico obscuro de una alta casa empinada en la montaña. El atrio era severo y los esclavos mudos. Estuvo rodeado, desde la infancia, por el desprecio por la política y por los hombres. El noble Memio, que tenía su misma edad, sobrellevó, en el bosque, los juegos que Lucrecio le impuso. Juntos se asombraron ante las arrugas de los viejos árboles y espiaron el temblor de las hojas bajo el sol, como un velo verde de luz salpicado de manchas de oro. Contemplaron con frecuencia los lomos rayados de los chanchos salvajes que husmeaban el suelo. Atravesaron palpitantes cohetes de abejas y bandas movedizas de hormigas en marcha. Y un día alcanzaron, el salir de un soto, un claro totalmente rodeado por viejos alcornoques, asentados tan cerca uno de otro como que un círculo cavaba un pozo de azul en el cielo.  La quietud en aquel asilo era infinita. Se hubiese creído estar en un ancho camino claro que fuera hacia lo alto del aire divino. Allí, Lucrecio se sintió impresionado por la bendición de los espacios calmos. Abandonó con Memio el templo sereno del bosque para estudiar elocuencia en Roma. El anciano gentilhombre que gobernaba la alta casa le dio un profesor griego y lo conminó a que no volviese sino cuando poseyera el arte de despreciar las acciones humanas. Lucrecio no lo volvió a ver más. Murió solitario, execrando el tumulto de la sociedad. Cuando Lucrecio volvió había con él en la alta casa vacía, en el atrio severo y entre los esclavos mudos, una mujer africana, bella, bárbara y malvada. Memio estaba de regreso en la casa de sus padres. Lucrecio había visto las facciones sangrientas, las guerras de partidos y la corrupción política. Estaba enamorado. Y en un principio su vida fue encantada. La mujer africana apoyaba en los tapices de los muros la perfilada masa de sus cabellos. Todo su cuerpo se sumía largamente en los divanes. Rodeaba las cráteras llenas de vino espumoso con sus brazos cargados de esmeraldas translúcidas. Tenía una manera extraña de levantar un dedo y de sacudir la frente. Sus sonrisas tenían una fuente profunda y tenebrosa como los ríos de África. En vez de hilar la lana la deshacía pacientemente en pequeños copos que volaban alrededor de ella. Lucrecio deseaba ardientemente fundirse con ese hermoso cuerpo. Apretaba sus senos metálicos y pegaba su boca a sus labios de un violeta obscuro.
Las palabras de amor pasaron de uno a otro, fueron suspiradas, los hicieron reír y se gastaron. Tocaron el velo flexible y opaco que separa a los amantes. La voluptuosidad creció en furor y quiso cambiar de persona. Llegó hasta la extremidad aguda en que se expande alrededor de la carne, sin penetrar hasta las entrañas. La africana se acurrucó en su corazón extranjero. Lucrecio se desesperó al no poder consumar el amor. La mujer se tornó altanera, melancólica y silenciosa, parecida al atrio y a los esclavos. Lucrecio anduvo errabundo en la sala de los libros. Fue allí donde desplegó el rollo en el cual un escriba había copiado el tratado de Epicuro. En seguida comprendió la variedad de las cosas de este mundo y la inutilidad de esforzarse tras las ideas. El universo le pareció similar a los pequeños copos de lana que los dedos de la Africana desparramaban en las salas. Los racimos de abejas y las columnas de hormigas y el tejido movedizo de las hojas le parecieron agrupamientos de agrupamientos de átomos. Y en todo su cuerpo sintió un pueblo invisible y discorde, ansioso cor separarse. Y las miradas le parecieron rayos más sutilmente carnosos y la imagen de la bella bárbara, un mosaico agradable y coloreado, y sintió que el fin del movimiento de esa infinitud era triste y vano. Así como había visto las facciones ensangrentadas de Roma, con sus tropeles de clientes armados e insultantes, contempló el torbellino de tropeles de átomos tintos en la misma sangre y que se disputan una obscura supremacía. Y vio que la disolución de la muerte sólo era la manumisión de esa turba turbulenta que se lanza hacia otros mil movimientos inútiles.
Ahora bien; cuando Lucrecio hubo sido así instruido por el rollo de papiro, en el cual las palabras griegas como los átomos del mundo estaban entretejidas las unas con las otras, salió hacia el bosque por el pórtico obscuro de la alta casa de los ancestros. Y vio el lomo de los chanchos rayados que tenían siempre el hocico dirigido hacia la tierra. Después, al atravesar el soto, se encontró de pronto en medio del templo sereno del bosque y sus ojos se sumergieron en el pozo azul del cielo. Y fue allí donde sentó su reposo. Desde allí contempló la inmensidad hormigueante del universo; todas las piedras, todas las plantas, todos los árboles, todos los animales, todos los hombres, con sus colores, con sus pasiones, con sus instrumentos, y la historia de esas cosas diversas y su nacimiento y sus enfermedades y sus muertes. Y entre la muerte total y necesaria, percibió con claridad la muerte única de la Africana; y lloró. Sabía que las lágrimas provienen de un movimiento particular de las pequeñas glándulas que están debajo de los párpados, y que son agitadas por una procesión de átomos salida del corazón, cuando el propio corazón ha sido conmovido por la sucesión de imágenes coloreadas que se desprenden de la superficie del cuerpo de una mujer amada. Sabía que la causa del amor es la dilatación de los átomos que desean juntarse con otros átomos. Sabía que la tristeza que causa la muerte es la peor de las ilusiones terrenales, pues la muerta había dejado de ser desgraciada y de sufrir, en tanto que aquel que la lloraba se afligía por sus propios males y pensaba tenebrosamente en su propia muerte. Sabía que no queda de nosotros ninguna doble apariencia para derramar lágrimas sobre su propio cadáver tendido a sus pies. Pero, como conocía exactamente la tristeza y el amor y la muerte y sabía que son vanas imágenes cuando se las contempla desde el espacio calmo donde hay que encerrarse, continuó llorando, y deseando el amor, y temiendo la muerte. Por esto fue que habiendo vuelto a la alta y sombría casa de los ancestros, se acercó a la bella Africana, quien cocía un brebaje en un recipiente de metal en un brasero. Porque ella también había pensado, por su parte, y sus pensamientos se habían remontado a la fuente misteriosa de su sonrisa. Lucrecio miró el brebaje todavía hirviente. Este se aclaró poco a Poco y se volvió parecido a un cielo turbio y verde. J la bella Africana sacudió la frente y levantó un dedo. Entonces Lucrecio bebió el filtro. E inmediatamente después su razón desapareció, y olvidó todas las palabras griegas del rollo de papiro. Y por primera vez, al volverse loco, conoció el amor; y a la noche, por haber sido envenenado, conoció la muerte.


PAOLO UCCELLO

Pintor

Su verdadero nombre era Paolo di Dono; pero los florentinos lo llamaron Uccelli, es decir, Pablo Pájaros, debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y animales pintados que llenaban su casa; porque era muy pobre para alimentar animales o para conseguir aquellos que no conocía. Hasta se dice que en Padua pintó un fresco de los cuatro elementos en el cual dio como atributo del aire, la imagen del camaleón. Pero no había visto nunca ninguno, de modo que representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camaleón, explica Vasari, es parecido a un pequeño lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de modo que pintó campos azules y ciudades rojas y caballeros vestidos con armaduras negras en caballos de ébano que tienen llamas en la boca y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Y acostumbraba dibujar mazocchi, que son círculos de madera cubiertos por un paño que se colocan en la cabeza, de manera que los pliegues de la tela que cuelga enmarquen todo el rostro. Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas con forma de pirámides y de conos, según todas las apariencias de la perspectiva, y tanto más cuanto que encontraba un mundo de combinaciones en los repliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía: "¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!".
Pero el Pájaro continuaba su obra paciente y agrupaba los círculos y dividía los ángulos, y examinaba a todas las criaturas bajo todos sus aspectos, e iba a pedir la interpretación de los problemas de Euclides a su amigo el matemático Giovanni Manetti; luego se encerraba y cubría sus pergaminos y sus tablas con puntos y curvas. Se consagró perpetuamente al estudio de la arquitectura, en lo cual se hizo ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no lo hacía con la intención de construir. Se limitaba a observar la dirección de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y cómo las bóvedas cerraban en sus claves, y la reducción en abanico de las vigas de techo que parecía unirse en la extremidad de las largas salas. Representaba también todos los animales y sus movimientos y los gestos de los hombres con el propósito de reducirlos a líneas simples. Después, a semejanza del alquimista que se inclinaba sobre las mezclas de metales y órganos y que escudriñaba su fusión en el hornillo en busca de oro, Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía, con el propósito de obtener su transmutación en la forma simple de la cual dependen todas las otras. Fue por esto que Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podría convertir todas las líneas en un solo aspecto ideal.
Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo. Alrededor de él vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, cada uno de ellos orgulloso y dueño de su arte, burlándose del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva, apiadándose de su casa llena de arañas, vacía de provisiones. Pero Ucello estaba más orgulloso todavía. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el modo de crear. La imitación no era la finalidad que se había fijado, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello. Así vivía el Pájaro y su cabeza pensativa estaba envuelta en su capa; y no se fijaba en lo que comía ni en lo que bebía y se parecía por entero a un ermitaño. Y sucedió que en un prado, junto a un círculo de viejas piedras hundidas entre la hierba, vio un día a una muchacha que reía, con la cabeza ceñida por una guirnalda. Llevaba un largo vestido delicado, sostenido en la cintura por una cinta descolorida, y sus movimientos eran elásticos como los tallos que doblaba. Su nombre era Selvaggia y le sonrió a Uccello. Él notó la inflexión de su sonrisa. Y cuando ella lo miró, vio todas las pequeñas líneas de sus pestañas y los círculos de sus pupilas y la curva de sus párpados y los entrelazamientos sutiles de sus cabellos y en su mente hizo adoptar a la guirnalda que ceñía su frente una multitud de posiciones. Pero Selvaggia no supo nada de eso, porque tenía solamente trece años. Ella tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era la hija de un tintorero de Florencia y su madre había muerto. Otra mujer había ido a la casa y había pegado a Selvaggia. Uccello la llevó a la suya. Selvaggia permanecía en cuclillas todo el día frente a la muralla en la cual Uccello trazaba las formas universales. Jamás comprendió por qué prefería contemplar líneas derechas y líneas arqueadas a mirar la tierna figura que se tendía hacia él. A la noche, cuando Brunelleschi o Manetti iban a estudiar con Uccello, ella se dormía, después de medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, en el círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. A la mañana, se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque estaba rodeada por pájaros pintados y animales de color. Uccello dibujó sus labios y sus ojos y sus cabellos y sus manos y fijó todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como hacían los otros pintores que amaban a una mujer. Porque el Pájaro no conocía la alegría de limitarse a un individuo; no permanecía nunca en un mismo lugar; quería planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas al crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales y las líneas de las plantas y de las piedras y los rayos de la luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y sin acordarse de Selvaggia, Uccelle parecía permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas. A todo esto no había nada que comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decírselo a Donatello ni a los otros. Calló y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo y la unión de sus pequeñas manos flacas y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, así como no había sabido si estaba viva. Pero arrojó sus nuevas formas entre todas aquellas que había reunido.
El Pájaro se hizo viejo y nadie comprendía más sus cuadros. No se veía en ellos sino una confusión de curvas. Ya no se reconocía ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Hacía largos años que trabajaba en su obra suprema, que ocultaba a todos los OÍOS. Debía abarcar todas sus búsquedas y ser, en su concepción, la imagen de ellas. Era Santo Tomás incrédulo, palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Llamó a Donatello y lo descubrió piadosamente ante él. Y Donatello exclamó: "¡Oh, Paolo, cubre tu cuadro!". El Pájaro interrogó al gran escultor, pero éste no quiso decir nada más. De modo que Uccello supo que había consumado el milagro. Pero Donatello no había visto sino una madeja de líneas. Y algunos años más tarde se encontró a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Tenía en su mano, estrictamente cerrada, un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro


POCAHONTAS

Princesa

Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas, saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba, desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones. En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el tráfico con los indígenas. Al principio fueron recibidos con gran ceremonia. Un sacerdote salvaje tocó ante ellos una flauta de caña; alrededor de sus cabellos anudados llevaba una corona de pelos de gamo teñida de rojo y abierta como una rosa. Su cuerpo estaba pintado de carmesí, su rostro de azul; y tenía la piel salpicada de lentejuelas de plata nativa. Así, con la faz impasible, se sentó en una estera y fumó una pipa de tabaco. Después otros se alinearon en columnas de a cuatro, pintados de negro y de rojo y de blanco y algunos por mitades, cantando y bailando delante de su ídolo Oki, hecho con pieles de serpientes rellenas de musgo y adornadas con cadenas de cobre.
Pero pocos días después, cuando el capitán Smith exploraba el río en una canoa, fue de pronto asaltado y maniatado. Lo llevaron en medio de terribles alaridos a una casa larga donde lo custodiaron cuarenta salvajes. Los sacerdotes, con sus ojos pintados de rojo y sus rostros negros cruzados por dos grandes franjas blancas, circundaron por dos veces el fuego de la casa de guardia con un reguero de harina y de granos de trigo. En Vidas imaginarias seguida John Smith fue conducido a la choza del rey. Powhatan vestía su manto de pieles y aquellos que estaban alrededor de él tenían los cabellos adornados con plumas de pájaro. Una mujer llevó al capitán agua para lavarle las manos y otra se las secó con un manojo de plumas. Mientras tanto, dos gigantes rojos depositaron dos piedras planas a los pies de Powhatan. Y el rey levantó la mano, como señal de que John Smith iba a ser acostado en esas piedras y que se le aplastaría la cabeza a mazazos. Pocahontas tenía apenas doce años y sacaba tímidamente la cabeza por entre los consejeros pintarrajeados. Gimió, se lanzó hacia el capitán y puso su cabeza contra la mejilla de éste. John Smith tenía veintinueve años. Tenía grandes bigotes enhiestos, la barba en abanico y su rostro era aguileño. Se le dijo que el nombre de la muchachita del rey, que le había salvado la vida, era Pocahontas. Pero no era su verdadero nombre. El rey Powhatan hizo las paces con John Smith y lo puso en libertad. Un año más tarde el capitán Smith acampaba con su tropa en la selva fluvial. La noche era densa; una lluvia penetrante sofocaba todos los ruidos. De repente, Pocahontas tocó el hombro del capitán. Había atravesado, sola, las espantosas tinieblas de los bosques. Le susurró que su padre quería atacar a los ingleses y matarlos cuando estuvieran comiendo. Le suplicó que huyera si quería salvar su vida. El capitán Smith le ofreció abalorios y cintas; pero ella lloró y respondió que no se atrevía. Y huyó, sola, por el bosque. Al año siguiente, el capitán Smith cayó en desgracia con los colonos y, en 1609, lo embarcaron para Inglaterra. Allí compuso libros sobre Virginia, en los cuales explicaba la situación de los colonos y contaba sus aventuras. Hacia 1612, un cierto capitán Argall, que había ido a comerciar con los potomacs (que era el pueblo del rey Powhatan) raptó por sorpresa a la princesa Pocahontas y la encerró en un navío como rehén. El rey, su padre, se indignó, pero no le fue devuelta. Así languideció prisionera hasta el día en que un gentil hombre de buena presencia, John Rolfe, se prendó de ella y la desposó. Fueron casados en abril de 1613. Dicen que Pocahontas confesó su amor a uno de sus hermanos, que fue a verla. Llegó a Inglaterra en el mes de junio de 1616, donde despertó, entre la gente de la sociedad, gran curiosidad por visitarla. La buena reina Ana la acogió con ternura y mandó que se grabara su retrato. El capitán John Smith, que estaba a punto de partir otra vez para Virginia, fue a rendirle pleitesía antes de embarcarse. No la había visto desde 1608. Ahora tenía veintidós años. Cuando él entró, ella volvió la cabeza y ocultó el rostro, no respondió a su marido ni a sus amigos y  permaneció sola durante dos o tres horas. Después preguntó por el capitán. Entonces alzó los ojos y le dijo:
–Usted le había prometido a Powhatan que todo lo suyo sería de él y él hizo lo mismo;
extranjero en su patria, lo llamaba padre; por ser yo extranjera en la suva, lo llamaré así.
El capitán Smith arguyó razones de protocolo, pues ella era hija de rey.
Ella continuó:
–Usted no tuvo miedo de ir al país de mi padre y lo asustó, a él y a toda su gente, pero
no a mí. ¿Tendrá miedo, acaso, de que aquí lo llame padre mío? Le diré padre mío y
usted me dirá hija mía, y yo seré para siempre de la misma patria que usted. Allá me
habían dicho que usted había muerto. . .
Y le confió con voz baja a John Smith que su nombre era Matoaka. Los indios, por temor a que les fuera arrebatada por un maleficio, habían dado a los extranjeros el falso nombre de Pocahontas.
John Smith partió para Virginia y nunca más volvió a ver a Matoaka. Ella cayó enferma en Gravesend, a comienzos del año siguiente, empalideció y murió. Aún no tenía veintitrés años.
Su retrato está orlado por este exergo: Matoaka alias Rebecca filia potentissími  príncipis Powahatami imperatoris Virginie. La pobre Matoaka tenía un sombrero de fieltro, alto, con dos guirnaldas de perlas; una gran gorguera de encaje tieso y llevaba un abanico de pluma. Tenía el rostro afinado, los pómulos salientes y grandes ojos dulces.

Bibliografía

Marcel Schwob, Vidas imaginarias. La cruzada de los niños. Prólogo de José Emilio Pacheco. Traducción de Rafael Cabrera. Editorial Porrúa. Tercera edición, México, 1991

Notas bibliográficas

1. Plaza de las palabras reprodujo  el ensayó Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, de la escritora y poeta  hondureña Rebeca Becerra. 

. https://plazadelaspalabras.blogspot.com/2013/10/las-puertas-del-paraiso.html


2. Plaza de las palabras reprodujo la entrevista de  Berta Ares   al historiador británico Peter Burke, (1937), especialista en historia de la cultura moderna,  Revista de Letras, Buenos Aires febrero de 2013.


3. Anales de Francia. Escuela historiográfica originada  en Estrasburgo, Francia  por la década de los 30, conducida por M.Bloch.  Y entre cuyos discípulos, se cuenta con el historiador Ferdinand Braudel. Escuela orientada  al estudio histórico desde los procesos y las estructuras. Su abanico temático abarca una amplia gama de sujetos históricos, entre ellos el estudio de los fenómenos sociales,  la cultura y   las  mentalidades. Lleva su nombre por la revista Anales de historia económica y social, Annals.

4. Lynn White (1907-1987), profesor de historia medieval de las universidades de Princeton y de Stanford. Discípulo de M.Bloch, planteo el concepto de subhistoria. Su obra esta centrada en el estudio de la tecnología medieval y el cambio social. También ha estudiado  las raíces histórica de la crisis ecológica. La comprensión de la historia. Centro Editorial  Colección Siglo XX, 1989.

5. Katsushika Hokusai (1760-1849), pintor y grabador japonés. Su pintura es denominada “pintura del mundo flotante”. Su obras son muy conocidas, por la serie de pinturas del Monte Fuji, especialmente es muy famosa,  La gran ola de Kanagama, que se ha convertido en un icono del arte moderno.

6. Plaza de las palabras dedico un post al libro Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, y Goethe, del filósofo norteamericano George Santayana.



Créditos

Enlaces a obras de Marcel Schwob

Vidas imaginarias



Créditos de las
Ilustraciones

Composición I con base a fotos de Wikipedia. Plaza de las palabras.
Composición II con base a fotos de Wikipedia. Plaza de las palabras.
Foto de Lucrecio, busto, Wikipedia  
 Pablo Ucello retrato siglo XVI, museo del Louvre, Wikipedia  
Pocahonta, Londres   retrato (1616 ) por Simón van der Meer. Wikipedia.

Composiciónon III con base a fotografías de Wikipedia. Plaza de las palabras. 

Grandes cuentos del siglo XX: El nadador de John Cheever. Post Plaza de las palabras



 Plaza de las palabras presenta un cuento de John Cheever, (1912-1982) escritor, cuentistas y novelista norteamericano, fue también profesor de literatura,  Cheever solía encargar a sus alumnos que escribieran un texto donde siete personas o paisajes dispersos revelasen una profunda conexión entre sí.         Practico esa técnica aleatoria en varios de sus cuentos y en una de sus novelas. Se le consideró en ciertos círculos como el Chejov de los barrios residenciales. Vinculado con el realismo sucio, Dirty realism un estilo en que suelen aparecer también escritores, como  John Fante (1909-1983), Charles Bukowski (Alemán), (1920-1994), Raymond Carver (1938-1988), Richard Ford (1944), Tobias Wolff (1945) y Chuck Palahniuk (1962). También se asocia a escritores como  J. D. Salinger (1919-2010). Sin embargo, también se le suele llamar a su estilo, un romanticismo sucio. En fin, un estilo con una gran economía de las palabras, que desnuda las escenas y personajes a los detalles más esenciales y fundamentales. El estilo del realismo sucio se caracteriza  por evitar en  lo posible la adjetivación y el uso de adverbios, reducir las descripciones a la mínima expresión.  Para que sea el contexto el que determina la acción .Muy parecida al minimalismo, que cultivaba Hemingway citando el cuento Colinas como elefantes. Chever escribió para numerosas revistas, entre ellas The New Yorker. En 1978 gano el premio Pulitzer de ficción, por The Stories of John Cheever.  Un  gran   escritor de mirada detallista y a veces simbólica: pueblan sus cuentos, personajes comunes de la clase media alta norteamericana. Denuncia un poco las falacias de sueño americano. Irrumpen dramas humanos, corrupción, bajeza moral, desdoblamientos de personajes, alcoholismo, cuentos que sin ser de misterios o de grandes y sorprendentes finales, se respira un halo de suspenso, en que nada es lo que parece.

Su cuento más estudiado en talleres literarios y conocido por la crítica, es  «El nadador» (The Swimmer). Un cuento en que su personaje, Neddy Merrill, se encuentra en una reunión social, y decide regresar a su casa, siguiendo un itinerario por  las piscinas del condado, así va de piscina en piscina, como si saltara de isla en isla de un archipiélago. Zambulléndose, saliendo y avanzando a la siguiente piscina, hasta llegar a su casa. En ese viaje náutico, Neddy, va sumergiéndose en una profunda introspección de su vida, de donde van emergiendo conflictos y vivencias sin resolver. No es un viaje hacia un futuro prometedor, sino un viaje en el tiempo en que afloran recuerdos y escenas  olvidadas. El argumento puede sonar a absurdo, pero dentro de la lógica del personaje es un itinerario si bien no usual, tampoco esta fuera de la realidad.:  realismo sucio



EL NADADOR

John Cheever


Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan “Anoche bebí demasiado”. Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.


Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacia el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua. Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua.

 No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.

 Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa.
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda.


Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham.
–Caramba, Neddy –dijo la señora Graham–, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa– comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut.  Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta.

El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrand o parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar:
– ¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría– se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía.

Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad– se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible la llegada de la tormenta. A su espalda se oyó el ruido leve del agua que caía de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes?
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca.  La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.
Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas– expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas–, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común, no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso.
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública.
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA  ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto– nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole:
–¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua! Así lo hizo, pero no podían perseguirlo, y atravesó el hedor de aceite bronceador y cloro, dejó atrás la empalizada y fue a las pistas de balonmano. Después de cruzar el camino entró en el sector arbolado de la propiedad de los Halloran. No se había desbrozado el bosque, y el suelo fue traicionero y difícil hasta que llegó al jardín y el seto de hayas recortadas que rodeaban la piscina.
Los Halloran eran amigos, y una pareja anciana muy adinerada que parecía regodearse con la sospecha de que podían ser comunistas. Eran entusiastas reformadores, pero no comunistas, y sin embargo cuando se los acusaba de subversión, como a veces ocurría, el incidente parecía complacerlos y excitarlos. El seto de hayas era amarillo, y nadie supuso que estaba agostado, como el arce de los Levy. Dijo “Hola, hola”, para avisar a los Halloran que se acercaba, para moderar su invasión de la intimidad del matrimonio. Por razones que el propio Neddy nunca había llegado a entender, los Halloran no usaban trajes de baño. A decir verdad, no eran necesarias las explicaciones. Su desnudez era un detalle de la inflexible adhesión a la reforma, y antes de pasar la abertura del seto Neddy se despojó cortésmente de sus pantaloncitos.
La señora Halloran, una mujer robusta de cabellos blancos y rostro sereno, estaba leyendo el Times. El señor Halloran estaba extrayendo del agua hojas de haya con una barredera. No parecieron sorprendidos ni desagradados de verlo. La piscina de los Halloran era quizá la más antigua de la región, un rectángulo de lajas alimentado por un arroyo. No tenía filtro ni bomba, y sus aguas mostraban el oro opaco del arroyo.
–Estoy nadando a través del condado –dijo Ned.
–Vaya, no sabía que era posible –exclamó la señora Halloran.
–Bien, vengo de la casa de los Westerhazy –afirmó Ned–. Unos seis kilómetros.
Dejó los pantaloncitos en el extremo más hondo, caminó hacia el extremo
contrario y nadó el largo de la piscina. Cuando salía del agua oyó la voz de la
señora Halloran que decía:
–Neddy, nos dolió muchísimo enterarnos de sus desgracias.
–¿Mis desgracias? –preguntó Ned–. No sé de qué habla.
–Bien, oímos decir que vendió la casa y que sus pobres niñas…
–No recuerdo haber vendido la casa –dijo Ned–, y las niñas están allí.
–Sí –suspiró la señora Halloran–. Sí… –su voz impregnó el aire de una
desagradable melancolía y Ned habló con brusquedad:
–Gracias por permitirme nadar.
–Bien, que tenga un buen viaje –dijo la señora Halloran.

Después del seto, se puso los pantaloncitos y se los ajustó. Los sintió sueltos, y se preguntó si en el curso de una tarde podía haber adelgazado. Tenía frío y estaba cansado, y los Halloran desnudos y sus aguas oscuras lo habían deprimido. El esfuerzo era excesivo para su resistencia, pero ¿cómo podía haberlo previsto cuando se deslizaba por la baranda esa mañana y estaba sentado al sol, en casa de los Westerhazy? Tenía los brazos inertes. Sentía las piernas como de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor era el frío en los huesos y la sensación de que quizá nunca volviera a sentir calor. Alrededor, caían las hojas y Ned olió en el viento el humo de leña. ¿Quién estaría quemando leña en esa época del año?
Necesitaba una copa. El whisky podía calentarlo, reanimarlo, permitirle salvar la última etapa de su trayecto, renovar su idea de que atravesar nadando el condado era un acto original y valiente. Los nadadores que atravesaban el canal bebían brandy. Necesitaba un estimulante. Cruzó el prado que se extendía frente a la casa de los Halloran y descendió por un estrecho sendero hasta el lugar en que habían levantado una casa para su única hija, Helen, y su marido, Eric Sachs. La piscina de los Sachs era pequeña, y allí encontró a Helen y su marido.
–Oh, Neddy –exclamó Helen–. ¿Almorzaste en casa de mamá?
–En realidad, no –dijo Ned–. Pero en efecto vi a tus padres –le pareció que la explicación bastaba–. Lamento muchísimo interrumpirlos, pero tengo frío y pienso que podrían ofrecerme un trago.
–Bien, me encantaría –dijo Helen–, pero después de la operación de Eric no
tenemos bebidas en casa. Desde hace tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria y quizá su talento para disimular los hechos dolorosos lo inducía a olvidar que había vendido la casa, que sus hijas estaban en dificultades y que su amigo había sufrido una enfermedad? Su vista descendió del rostro al abdomen de Eric, donde vio tres pálidas cicatrices de sutura, y dos tenían por lo menos treinta centímetros de largo. El ombligo había desaparecido, y Neddy se preguntó qué podía hacer a las tres de la madrugada la mano errabunda que ponía a prueba nuestras cualidades amatorias, con un vientre sin ombligo, desprovisto de nexo con el nacimiento. ¿Qué podía hacer con esa brecha en la sucesión?
–Estoy segura de que podrás beber algo en casa de los Biswanger –dijo Helen–. Celebran una reunión enorme. Puedes oírlos desde aquí. ¡Escucha!
Ella alzó la cabeza y desde el otro lado del camino, atravesando los prados, los jardines, los bosques, los campos, él volvió a oír el sonido luminoso de las voces reflejadas en el agua.
–Bien, me mojaré –dijo Ned, dominado siempre por la idea de que no tenía modo de elegir su medio de viaje. Se zambulló en el agua fría de la piscina de los Sachs y jadeante, casi ahogándose, recorrió la piscina de un extremo al otro–.Lucinda y yo deseamos muchísimo verlos –dijo por encima del hombro, la cara vuelta hacia la propiedad de los Biswanger–. Lamentamos que haya pasado tanto tiempo y los llamaremos muy pronto.
Cruzó algunos campos en dirección a los Biswanger y los sonidos de la fiesta. Se sentirían honrados de ofrecerle una copa, de buena gana le darían de beber. Los Biswanger invitaban a cenar a Ned y Lucinda cuatro veces al año, con seis semanas de anticipación. Siempre se veían desairados, y sin embargo continuaban enviando sus invitaciones, renuentes a aceptar las realidades rígidas y antidemocráticas de su propia sociedad. Eran la clase de gente que discutía el precio de las cosas en los cócteles, intercambiaba datos acerca de los precios durante la cena, y después de cenar contaba chistes verdes a un público de ambos sexos. No pertenecían al grupo de Neddy, ni siquiera estaban incluidos en la lista que Lucinda utilizaba para enviar tarjetas de Navidad. Se acercó a la piscina con sentimientos de indiferencia, compasión y cierta incomodidad, pues parecía que estaba oscureciendo y eran los días más largos del año. Cuando llegó, encontró una fiesta ruidosa y con mucha gente. Grace Biswanger era el tipo de anfitriona que invitaba al dueño de la óptica, al veterinario, al negociante de bienes raíces y al dentista. Nadie estaba nadando, y la luz del crepúsculo reflejada en el agua de la piscina tenía un destello invernal. Habían montado un bar, y Ned caminó en esa dirección. Cuando Grace Biswanger lo vio se acercó a él, no afectuosamente, como él tenía derecho a esperar, sino en actitud belicosa.
–Caramba, a esta fiesta viene todo el mundo –dijo en voz alta–, hasta los
colados. Ella no podía perjudicarlo socialmente…, eso era indudable, y él no se
impresionó.
–En mi calidad de colado –preguntó cortésmente–, ¿puedo pedir una copa?
–Como guste –dijo ella–. No parece que preste mucha atención a las
invitaciones.
Le volvió la espalda y se reunió con varios invitados, y Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman le sirvió, pero lo hizo bruscamente. El suyo era un mundo en que los camareros representaban el termómetro social, y verse desairado por un barman que trabajaba por horas significaba que había sufrido cierta pérdida de dignidad social. O quizá el hombre era nuevo y no estaba informado. Entonces, oyó a sus espaldas la voz de Grace, que decía:
–Se arruinaron de la noche a la mañana. Tienen solamente lo que ganan… y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestásemos cinco mil dólares… –esa mujer siempre hablaba de dinero. Era peor que comer guisantes con cuchillo. Se zambulló en la piscina, nadó de un extremo al otro y se alejó.
La piscina siguiente de su lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si lo habían herido en la propiedad de los Biswanger, aquí podía curarse. El amor –en realidad, el combate sexual– era el supremo  elixir, el gran anestésico, la píldora de vivo color que renovaría la primavera de su andar, la alegría de la vida en su corazón. Habían tenido un affaire la semana pasada, el mes pasado, el año pasado. No lo lograba recordar. Él había interrumpido la relación, pues era quien tenía la ventaja, y pasó el portón en la pared que rodeaba la piscina sin que su sentimiento fuese tan ponderado como la confianza en sí mismo. En cierto modo parecía que era su propia piscina, pues el amante, y sobre todo el amante ilícito, goza de las posesiones. La vio allí, los cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua luminosa y cerúlea, no evocó en él recuerdos profundos. Pensó que había sido un asunto superficial, aunque ella había llorado cuando lo dio por terminado. Parecía confundida de verlo, y Ned se preguntó si aún estaba lastimada. ¿Quizá, Dios no lo permitiese, volvería a llorar?
–¿Qué deseas? –preguntó.
–Estoy nadando a través del condado.
–Santo Dios. ¿Jamás crecerás?
–¿Qué pasa?
–Si viniste a buscar dinero –dijo–, no te daré un centavo más.
–Podrías ofrecerme una bebida.
–Podría, pero no lo haré. No estoy sola.
–Bien, ya me voy.

Se zambulló y nadó a lo largo de la piscina, pero cuando trató de alzarse con los brazos sobre el reborde descubrió que ni los brazos ni los hombros le respondían, así que chapoteó hasta la escalerilla y trepó por ella. Mirando por encima del hombro vio, en el vestuario iluminado, la figura de un joven. Cuando salió al prado oscuro olió crisantemos y caléndulas –una tenaz fragancia otoñal– en el aire nocturno, un olor intenso como de gas. Alzó la vista y vio que  habían salido las estrellas, pero ¿por qué le parecía estar viendo a Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de mitad del
verano? Se echó a llorar.
Probablemente era la primera vez que lloraba siendo adulto y en todo caso la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y desconcertado. No podía entender la dureza del barman o la dureza de una amante que le había rogado de rodillas y había regado de lágrimas sus pantalones. Había nadado demasiado, había estado mucho tiempo en el agua, y  ahora tenía irritadas la nariz y la garganta. Lo que necesitaba era una bebida, un poco de compañía y ropas limpias y secas, y aunque hubiera podido acortar camino directamente, a través de la calle, para llegar a su casa, siguió en dirección a la piscina de los Gilmartin. Aquí, por primera vez en su vida, no se zambulló y descendió los peldaños hasta el agua helada y nadó con una brazada irregular que quizá había aprendido cuando era niño. Se tamboleó de fatiga de camino hacia la propiedad de los Clyde, y chapoteó de un extremo al otro de la piscina, deteniéndose de tanto en tanto a descansar con la mano aferrada al borde. Había cumplido su propósito, había recorrido a nado el condado, pero estaba tan aturdido por el agotamiento que no veía claro su propio triunfo. Encorvado, aferrándose a los pilares del portón en busca de apoyo, subió por el sendero de su propia casa.
El lugar estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que todos se habían acostado? ¿Lucinda se había quedado a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Las niñas habían ido a buscarla, o estaban en otro lugar? ¿O habían convenido, como solían hacer el domingo, rechazar todas las invitaciones y quedarse en casa? Probó las puertas del garaje para ver qué automóviles había allí, pero las puertas estaban cerradas con llave y de los picaportes se desprendió óxido que le manchó las manos. Se acercó a la casa y vio que la fuerza de la tormenta había desprendido uno de los caños de desagüe. Colgaba sobre la puerta principal como la costilla de un paraguas; pero eso podía arreglarse por la mañana. La casa estaba cerrada con llave, y él pensó que la estúpida cocinera o la estúpida criada seguramente habían cerrado todo, hasta que recordó que hacía un tiempo que no empleaban criada ni cocinera. Gritó, golpeó la puerta, trató de forzarla con el hombro y después, mirando por las ventanas, vio que el lugar estaba vacío.





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