Pagina 10. Alejo Carpentier: la verdad de la historia y la historia de la verdad.(Ensayo) Por Rodica Gregori. Plaza de las palabras

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Plaza de las palabras presenta un ensayo de Rodica Gregori, filóloga y ensayista rumana,   sobre el arte de la novela histórica o ficcional, analizando la obra de Alejo Carpentier. Novelista que solía dar a sus novelas una ambientación histórica. Y que se debatió entre lo real maravilloso  que asaltaba la realidad histórica. Ensayo bien hilvanado y documentado, en que da una visión sobre las novelas de Carpentier de quien comenta Rodica Gregori , “Había en él un modo de escribir capaz de incorporar, además de tradiciones culturales, una inventiva certera para poner un punto de inflexión a la historia novelada y crear un espacio de narración viva” Pero poniendo énfasis en la novela  El arpa y la sombra (1979), sobre la cual dice Rodica Gregor citando a Carpentier : He aquí lo que leemos en la “Advertencia del autor” a esta novela: “Este pequeño libro sólo debe verse como una variación (en el sentido musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo, por lo demás, misteriosísimo tema. Y diga el autor, escudándose con Aristóteles, que no es oficio del poeta (o digamos, del novelista) ‘el contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido’



RODICA GREGORI*

Alejo Carpentier / Foto tomada por Paolo Gasparini en La Habana, 1964.

Analizando la obra de Borges, Octavio Paz señaló que sus cuentos debían leerse como ensayos y sus ensayos como cuentos. El escritor cubano Alejo Carpentier, por su parte, fusiona ambos géneros desde el ejercicio intelectual combativo, con predominio de la tensión narrativa y de la cotidianidad. La desolación del hombre es para el autor cubano un modo de exclusión social que, además, tiene raíces en la angustia de no comprender lo que verdaderamente pasa en este mundo. Por eso sus historias exhiben la lucha entre una modernidad que avanza y una realidad que, en muchos sentidos, se vuelve primitiva.
En el prólogo a El reino de este mundo (1949), una de sus obras más significativas, inspirada en un viaje que había hecho a Haití en 1943, aparece el sustento de su teoría sobre lo real maravilloso, una teoría que, no obstante la innovación, bucea en la realidad con áspera dureza. Parte del éxito de El reino de este mundo se debe a que su contenido resulta de la simbiosis entre la verdad histórica y la ilusión de olvidar los hechos para dar figura humana a los mitos. En medio de las tradiciones haitianas tienen lugar varios episodios insólitos que, a la vez, sirven para comprender mejor la realidad americana. En efecto, lo real maravilloso no surge de la distorsión, sino que, en el decir del propio Carpentier, “se encuentra a cada paso en las vidas de los hombres que inscribieron fechas en la historia del continente”.Así que podemos decir sin duda alguna que fue precisamente Alejo Carpentier —aunque también hay que citar por cierto a Miguel Ángel Asturias— quien sentó las bases sobre las cuales habría de erigirse el fenómeno del “boom” literario hispanoamericano de los años 60. Y la verdad es que es mucho lo que heredaron de él García Márquez, Carlos Fuentes, Vargas Llosa y también Juan Rulfo. A veces, la crítica ha discutido la paradoja de un autor que, en cierto modo, estuvo más cerca de lo europeo que de lo americano; pero los signos de su narrativa son la presencia latinoamericana y, en estrecha relación, el cultivo de una estética barroca.
De todas formas, a partir de su conocida novela El reino de este mundo, la mirada literaria de Carpentier ya era más que una concepción estética. Había en él un modo de escribir capaz de incorporar, además de tradiciones culturales, una inventiva certera para poner un punto de inflexión a la historia novelada y crear un espacio de narración viva. Su variada formación y sus múltiples intereses (la arquitectura, la música, la historia, el periodismo, las letras) le permitieron crear un mundo literario signado por la inquietud de quien ansía conocer. Todos estos aspectos pueden ser encontrados en la otra novela de Alejo Carpentier, El arpa y la sombra (1979), que trata sobre el intento del papa Pío IX de canonizar a Cristóbal Colón. Después, la intención inicial se convierte en un fascinante relato que une las intrigas del conquistador con las intrigas no menos audaces del Vaticano. Pero El arpa y la sombra no es una novela histórica al uso. Su propósito no es solamente el de reconstruirnos una época y unas costumbres (cosa que sabía hacer Carpentier cuando quería), sino el de introducirnos en el alma de un ser humano. Así que podemos decir que se trata de una obra de asunto histórico, lo que unido al hecho indiscutible de que es una novela parece no dejar lugar a dudas, y sin embargo el lenguaje es engañoso: cuando un lector de principios del siglo XXI lee la novela, piensa, por ejemplo, en las grandes novelas escritas por los anglosajones durante las épocas pasadas. Pero las novelas de Alejo Carpentier suelen tener una ambientación histórica: El siglo de las luces trata sobre los ecos caribeños de la Revolución Francesa, y El reino de este mundo sobre un levantamiento de la población negra en el Haití del siglo XIX, así que el tipo tradicional de novela histórica no se respeta en el caso de Carpentier.
En cuanto a la novela El arpa y la sombra, está dividida en tres capítulos. El primero, protagonizado por el papa Pío IX, nos da cuenta de las razones de retorcida geopolítica (no exentas de lógica) que le movieron a abrir tal expediente. El segundo está contado por Colón en primera persona y trata de la historia del descubrimiento; y el tercero, una portentosa y cruel bufonada, trata del juicio de canonización del Gran Almirante, al que éste asiste como espíritu incorpóreo e invisible. Sin embargo, el corazón de la novela está en el capítulo central: Carpentier hace de Colón un judío converso hijo de tabernero, mentiroso, pendenciero, visionario y, por si todo eso fuera poco, marinero. Desde luego, la historia de cómo llego a convencer a Isabel la Católica (a la que llama cariñosamente “Columba”), después de vagabundear por las cortes europeas, es maravillosa y demuestra el gran talento de Alejo Carpentier no solamente para reconstruir una época desde el punto de vista histórico, sino también para hacer lo que le gusta más: contar una historia. Además, como señaló Fernando Alegría, los personajes del escritor cubano representan a un hombre que está consumido por el vacío espiritual y la espantosa presión que genera la decadencia del mundo moderno. Y eso vale tanto para los personajes sin ética como para las víctimas. Por ejemplo, en El recurso del método se advierte la forma sutil en que Carpentier crea a un tirano cerebral, cuyo cinismo es el de alguien que extiende su acción a un sistema. Lo real maravilloso opera allí, también como en El arpa y la sombra, como descubrimiento y ausencia al mismo tiempo: el tirano ya está, sus actos son espantosos, pero nada es más cierto que el poder abstracto que envuelve la historia del continente; la situación será incluida de nuevo en la novela El arpa y la sombra y la idea es casi la misma: sólo queda seguir buscando, luego de releer sus páginas, en un argumento que no se disuelve, el origen de signos autoritarios que aún hoy continúan latentes a través de resabios. Además, el exilio, la lealtad a las utopías y el rechazo a una modernidad de exclusión condujeron a Carpentier y a otros autores latinoamericanos a pergeñar un universo literario, en algún punto, bastante efectista. Como lo era también el estilo neobarroco, que servía para proyectar en la escritura la exuberancia de los acontecimientos.
El interés de los escritores de la modernidad por la reconstrucción del pasado histórico se ha dirigido en buena parte al polémico tema del descubrimiento de América en un intento de revelar la cara oculta, no oficial, callada por la historiografía oficial. Desde El arpa y la sombra, novela publicada por Carpentier en 1979, a La vigilia del Almirante (1992), de Augusto Roa Bastos, ha aparecido una serie de libros que tienen como protagonista a Colón y sus viajes. Todos ellos presentan, más o menos, las características que establece Seymour Menton (citado por Rosa Pellicer) para la novela histórica: imposibilidad de conocimiento de la verdad histórica o la realidad, distorsión, ficcionalización de los caracteres históricos, metaficción, intertextualidad, lo paródico y lo carnavalesco.A las que puede añadirse, como señala Fernando Aínsa, la “abolición de la distancia épica”por medio de la narración en primera persona, la superposición de tiempos diferentes, la presencia del anacronismo, la reconstrucción o desmitificación del pasado por medio del arcaísmo, el pastiche o la parodia. Además, uno de los temas recurrentes en las novelas sobre Colón es el de la busca y hallazgo del Paraíso Terrenal en el tercer viaje, que servirá como ejemplo para caracterizar algunas de las variaciones sobre la vida del Almirante.
Las novelas sobre Colón suelen citar sus supuestas palabras, tan influidas por la Imago Mundi de Pierre d’Ailly y tal vez por Mandeville, que se utilizaran para configurar su visión del personaje y de la historia. Las novelas en que el protagonista no es el Almirante sino un personaje de ficción se limitan a aludir al motivo del Paraíso, situación perfectamente ilustrada por El mar de las lentejas, de Antonio Benítez Rojo, en la que la alternancia de distintos episodios, el desorden cronológico, la alteración de textos originales, desmantelan la autoridad del discurso histórico para reconstruir el origen del poder en términos políticos; la presencia de lo imaginario es más bien escasa. Muchos críticos reflexionan sobre la historia y la ficción, acentuando el carácter metaficcional de los libros del escritor cubano. Pero la relación con la historia que había mantenido Carpentier en las obras anteriores a Concierto barroco se invierte en El arpa y la sombra, al optar de forma irónica por la perspectiva del poeta en vez de la del historiador. He aquí lo que leemos en la “Advertencia del autor” a esta novela: “Este pequeño libro sólo debe verse como una variación (en el sentido musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo, por lo demás, misteriosísimo tema. Y diga el autor, escudándose con Aristóteles, que no es oficio del poeta (o digamos, del novelista) ‘el contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido’ ”. Analizando la importancia del descubrimiento de América, Germán Arciniegas concluye: “Con este momento la vida toma una nueva dimensión. De 1500 hacia atrás, los hombres se mueven en pequeños solares, están en un corral, navegan en lagos. De 1500 hacia delante surgen continentes y mares océanos. Es como el paso del tercero al cuarto día, en el capítulo del Génesis”.
Por su parte, Alejo Carpentier vuelve sobre esa nueva imagen de América donde se sobreimprimen la fisura temporal, la impronta genesiaca y el sentido de la imagen previa del mundo. La cultura de los pueblos que habitan en las tierras del mar Caribe (1978) y El arpa y la sombra, textos aparecidos en la última etapa de la vida del escritor cubano, significan este camino de regreso, modulando, como bien dice Gabriela Tineo en su ensayo sobre “variación cubana y las tierras del mar Caribe”, “desde el ensayo y la ficción, respectivamente, los alcances de un proyecto de escritura decididamente interesado en releer y reescribir —en clave proyectiva— los orígenes”.En la novela, el retorno a los umbrales hará de la figura de Colón, y de los escritos colombinos, los vectores de una doble travesía. Carpentier crea un Almirante movido por la codicia, el reverso de los que quieren, sin éxito, elevarlo a los altares: Pío IX y León XIII y sus exégetas Roselly de Morgues y Bloy. Es muy conocido el fragmento de El arpa y la sombra en que, antes de morir, al repasar la relación de su primer viaje, alude a las veces que aparece la palabra “oro”: “Es como si un maleficio, un hálito infernal, hubiese ensuciado ese manuscrito, que más parece describir una busca de la Tierra del Becerro de Oro que la busca de una Tierra Prometida para el rescate de millones de almas sumidas en las tinieblas nefandas de la idolatría”. Además, es bien sabido que la presencia de oro anuncia la cercanía del jardín del Edén. Por esta razón, aunque Colón se lamente de no haber encontrado las riquezas esperadas, se vanagloria del hallazgo del Paraíso: “¡Encontraré nada menos que el Paraíso Terrenal!”. Este Colón, que no halla la mina buscada y tratará de hacer fortuna con la venta de indios caníbales en España, como tributo a la “historia” mantendrá en el cuarto viaje la idea de utilizar el posible oro existente de lo que cree tierra firme en la reconquista de Jerusalén, aunque a renglón seguido Carpentier le haga dudar de la sinceridad de sus intenciones.
El escritor cubano elige regresar a los comienzos, explorando esa escritura que le confiere “existencia histórica a América”,como bien lo dice Noé Jitrik. El título de la novela reenvía al epígrafe que la cifra en todo su espesor, La leyenda áurea, y jerarquiza la presencia de los dos términos que habrán de desplegarse sobre el orden composicional: “En el arpa, cuando resuena, hay tres cosas: el arte, la mano y la cuerda. / En el hombre: el cuerpo, el alma y la sombra”. Arpa y sombra se constituyen, pues, en los soportes connotadores de las dos perspectivas —mitificadora y demitificadora— desde las cuales, en un juego de alto contraste, se recupera a Cristóbal Colón y tienden por ello a ser reconocidos como los puntos de partida y de llegada que recorre la imagen.
Resulta muy interesante analizar el proceso de ficcionalización de la voz del Almirante, pronto a morir en Valladolid, a la espera del confesor, para revelar la trama oculta de una vida y de una experiencia de escritura que ni la versión hagiográfica ni la condenatoria lograron desentrañar. Sin embargo, en la intrincada red urdida por las “textualidades” de la novela, no todas se dejan oír con el mismo grado de intensidad. El Arcipreste, la picaresca, Quevedo, García Lorca, resuenan “con acabada contundencia”,como demuestra Gabriela Tineo en el ensayo ya citado. Y todas estas actualizan el interés del cubano por fijar el carácter dinámico de una tradición, cuyo eslabonamiento sostenido en la selección y reelaboración de los textos más significativos del pasado pulsa el deseo de legitimar su lugar de pertenencia. Desde esta perspectiva, podemos decir que Cristóbal Colón (como personaje de Carpentier) se convierte en lector del propio Cervantes, abrevando en su ámbito imaginario para reconocer en esta fuente inagotable el principio propulsor de su desenfrenada búsqueda de un “más allá geográfico”. Y Carpentier parece autorizarse legatario de ambos, se filtra en la voz del navegante y rinde tributo a la imaginación cervantina, apoderándose y transformando el impulso por “domesticar lo exótico”(para utilizar la expresión de Said) que orienta la travesía escrituraria del Almirante. “La construcción imaginaria”,analizada por Beatriz Pastor en sus ensayos, que trae de la edad áurea de la literatura pagana la visión de un Paraíso perdido que había que “recobrar o encontrar” se permea de esa “dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados”, como considera Alejo Carpentier. En efecto, los pasajes destinados a recuperar esos momentos prodigiosos en los cuales el navegante confiesa haber asistido a la celebración del encuentro entre lo imaginado y lo real son numerosos en la novela El arpa y la sombra; pero se despojan de las connotaciones “bizantinas” deudoras del Persiles de Cervantes. Podemos pensar en la escena del espectáculo montado por Colón antes las cortes para mostrar al mundo sus descubrimientos. En inflexión expurgatoria, el almirante viejo y sin gloria confiesa: “...cuando me asomo al laberinto de mi pasado en esta hora última, me asombro ante mi natural vocación de farsante, de animador de antruejos, de armador de ilusiones. Fui un trujamán de retablo, al pasear de trono en trono mi Retablo de Maravillas”.
Por su parte, el mar Caribe, como sitio paradisíaco, comienza a prefigurarse ante los ojos del lector de Carpentier; matices resplandecientes sugieren su cercanía, totalizando de inesperadas iluminaciones la percepción desde las naves del almirante: “Y de pronto, es el alba: un alba que se nos viene encima, tan rápida en ascenso de claridades que jamás vi semejante portento de luz en los muchos reinos conocidos por mí hasta ahora...”. La mirada colombina es la dimensión sobre la que recala la novela para revelar los mecanismos de construcción de esos pasajes y contribuir al trastrocamiento de la visión a veces llamada “maravillada” por la crítica literaria hispana. Una de las estrategias recurrentes en los documentos es la que reduce los indicios de lo diverso a un modelo de comprensión establecido. El Colón carpenteriano, distanciado del momento de la escritura, reflexiona sobre esa práctica, desenmascara el engaño: “Digo que la hierba es tan grande como la de Andalucía en abril y en mayo, aunque nada parece aquí, a nada andaluz” y los explica con ironía: “...me esmeré en describir las maravillas de las arboledas, que me recordaban (a buen entendedor) las delicias del mes de abril en Andalucía... (a buen entendedor, nuevamente)...”.
Si el legado de Cervantes es el que, dijimos, lidera la construcción del mundo imaginado por el desfalleciente Colón de la novela de Carpentier y nutre de avatares las andanzas de su vida aventurera, un juego anacrónico alternativo se privilegia a la hora de ficcionalizar sus ansias frustradas de hacer nombrar lo diverso. En estos pasajes, es tanto el universo reflexivo del cubano como el que cobra cuerpo en la materialidad barroca de su escritura el que resuena en la voz del moribundo almirante, alternando ostensiblemente aquellas zonas de los documentos donde se imprimen las primeras imágenes de América.
Así que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que El arpa y la sombra privilegia la reinvención textual de la geografía americana; hay aun reminiscencias bíblicas en la novela en cuanto a una cuestión central de la meditación de Alejo Carpentier, es decir la tarea onomástica del escritor-navegante: “¿Y no era yo un nuevo Adán escogido por su Criador, para poner nombre a las cosas?”. La contemplación y la escritura colombina inmovilizadas por asombro (“un poeta acaso, usando símiles y metáforas, hubiese ido más allá, logrando descubrir lo que no podía yo descubrir”) se rinden ante la majestuosidad del escenario de las tierras cubanas. La mirada colombina es una mirada que recorre, atraviesa y aproxima los objetos hasta hacerlos tangibles y hasta alcanzar su punto culminante en la captación totalizadora de la constelación insular: “Islas, islas, islas... De las grandes, de las ariscas y de las blandas; isla calva, isla hirsuta, isla de arena gris y líquenes muertos; islas de las gravas rodadas, subidas, bajadas. [...] isla donde canta el viento en la oquedad de enormes caracolas, islas en tan apretada constelación. [...] Islas, islas, islas”.
Las islas son “resplandecientes” pero una se destaca: Cuba. He aquí su descripción en las palabras del almirante: “Era recia, alta, diversa, sólida, como tallada en profundidad, más rica en verdes-verdes, más extensa, de palmeras más arriba, de arroyos más caudalosos, de altos más altos...”. La singularidad de esta isla se enlaza con el gesto del navegante moribundo que la inscribe como única verdad en el vasto territorio de sus mentiras: “Fui sincero cuando escribí que aquella tierra me pareció la más hermosa que ojos humanos hubiesen visto”. El encuentro del lugar prodigioso (el Paraíso Terrenal) redunda en expresiones que depositan, en la facultad de mirar, la excepcionalidad de la experiencia: “Lo vi. Vi lo que nadie ha visto”. Como “una variación (en el sentido musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo por lo demás misteriosísimo tema”,10 definía el cubano El arpa y la sombra. 
El escritor también establece el enlace con la literatura cervantina: “Cervantes, con el Quijote, enfatizaba en Alcalá de Henares Alejo Carpentier al recibir el prestigioso Premio Cervantes en 1978, instala la dimensión imaginaria dentro del hombre, con todas sus implicancias terribles o magníficas, destructivas o poéticas, novedosas o inventivas, haciendo de ese nuevo yo un medio de indagación y conocimiento del hombre, de acuerdo con una visión de la realidad que pone en ella todo y más aun de lo que en ella se busca”.11 Pero no tan sólo en el sistema de creencias y expectativas alimentando el sueño del lector, la invención cervantina se revela como herencia: es también en las operaciones a través de las cuales la textualidad carpenteriana se inscribe en una perspectiva barroca para emplazar su interrogación al pasado.
Gabriela Tineo llama al proceso “una perspectiva prismática que puede validar el magisterio de una visión descompresora”,12 abierta a la investigación permanente. Es decir, que podemos hablar de una manera de mirar, de asediar que, si en el viaje de regreso a los orígenes del “descubrimiento” opera propulsada por un movimiento relativizador de las fijezas: donde batallan la apariencia y la realidad, la verdad y el engaño, las versiones consagradas y las contra-versiones, un Colón instrumento de la Divina Providencia y otro Colón, condenado por el juicio de la Historia, en el viaje de retorno a las imágenes primigenias, fundantes de la representación de América, el movimiento, la “variación”, serán portadores y desencadenantes de otros sentidos. Allí, en este proceso complicado que no eclipsa la escritura primera sino que vuelve a ella para imprimirle una nueva dirección hacia el futuro, es exactamente donde lo barroco (el que se amasa en el universo teórico y filosófico carpenteriano) deviene renovado. Y en este punto se encuentran tan bien los caminos de la historia y de la verdad, transformándose en una maravillosa y única historia textual, de una verdad para siempre estética.

Rodica Grigore
Filóloga y ensayista

Notas
1-. Alejo Carpentier, Ensayos (Lo barroco y lo real maravilloso), Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984, p. 109.
2-. Rosa Pellicer, “Colón y la busca del paraíso en la novela histórica del siglo XX (de Carpentier a Roa Bastos)”, en América sin nombre: boletín de la Unidad de Investigación de la Universidad de Alicante, Nº 5-6/2004, p. 182.
3-. Ibíd., p. 190.
4-. Germán Arciniegas, Biografía del Caribe, Editorial Porrúa, México, 1983, p. 11.
5-. Gabriela Tineo, “Variación cubana. Las tierras del mar Caribe en ‘El arpa y la sombra’, de Alejo Carpentier”, en Istmo, revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, Universidad Nacional de Mar del Plata, 2000, p. 4.
6-. Noé Jitrik, Historia de una mirada. El signo de la cruz en los escritos de Colón, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1992, p.
7-. Gabriela Tineo, obra citada, p. 7.
8-. Edward Said, Principios. Intención y método, Ediciones Libertarias, Madrid, 1990, p. 49.
9-. Beatriz Pastor, Discurso narrativo de la conquista de América, Casa de las Américas, La Habana, 1983, p. 74.
10-. Alejo Carpentier, Ensayos (América ante la joven literatura), edición citada, p. 185.
11-. Ídem, Ensayos (Cervantes en el alba de hoy), edición citada, p. 230.
12-. Gabriela Tineo, obra citada, p. 9. 

Bibliografía
Alejo Carpentier, El arpa y la sombra, Alianza Editorial, 1998.
—, Ensayos (Lo barroco y lo real maravilloso), Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1984.
Germán Arciniegas, Biografía del Caribe, Editorial Porrúa, México, 1983.
Noé Jitrik, Historia de una mirada. El signo de la cruz en los escritos de Colón, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1992.
Beatriz Pastor, Discurso narrativo de la conquista de América, Casa de las Américas, La Habana, 1983.
Rosa Pellicer, “Colón y la busca del paraíso en la novela histórica del siglo XX (de Carpentier a Roa Bastos)”, en América sin nombre: boletín de la Unidad de Investigación de la Universidad de Alicante, Nº 5-6/2004.
Edward Said, Principios. Intención y método, Ediciones Libertarias, Madrid, 1990.
Gabriela Tineo, “Variación cubana. Las tierras del mar Caribe en ‘El arpa y la sombra’, de Alejo Carpentier”, en Istmo, revista del Centro de Letras Hispanoamericanas, Universidad Nacional de Mar del Plata, 2000.

*RODICA GREGORI Filóloga y ensayista rumana (Sibiu, 1976). Licenciada (1999) y doctora (2004) en filología románica por la Universidad Lucian Blaga de Sibiu. Ha publicado cinco libros de crítica literaria y ensayo: Despre carti si alti demoni (De libros y otros demonios, 2002), Retorica mastilor în proza interbelica româneasca (Retórica de las máscaras en la narrativa rumana moderna, 2005), Lecturi în labirint (Lecturas en laberinto, 2007) Masti, caligrafie, literatura (Máscaras, caligrafía, literatura, 2011) y În oglinda literaturii (En el espejo de la literatura, 2011). Además, ha traducido al rumano el libro de ensayos de Octavio Paz, Hijos del limo (2003), una selección de la obra poética del autor colombiano Manuel Cortés Castañeda, con el título general Oglinda celuilalt (El espejo del otro, 2006) y el libro de narrativa breve del escritor norteamericano de origen rumano Andrei Codrescu, A Bar in Brooklyn (2006). Realiza también la antología de textos y las traducciones para el Festival Internacional de Teatro de Sibiu (2005, 2006, 2007, 2008, 2009, 2010, 2011). Enseña literatura comparada en la Universidad de Sibiu.

CREDITO

También ha sido publicado en LETRALIA. La revista de los escritores hispanoamericanos  en internet. Enlace https://letralia.com/255/ensayo03.htm


Fotografía Alejo Carpentier / Foto tomada por Paolo Gasparini en La Habana, 1964.De PANORAMA CULTURAL.com. 

El Último Lenca* Post Plaza de las Palabras.



Mario A. Membreño Cedillo

Ellos caminaban como sombras
 al abrigo del manto invisible de la noche.
La Ilíada, Homero  




La noche mágica

Él habló en lenca, movió sus manos con la pesadez de las piedras. Su voz reposada cayó  como la sombra de una montaña; y se deslizo entre la bocanada del viento como si un pez se escurriese sobre las aguas de un rio. El poderío de sus palabras eran flechas lanzadas del arco de su boca. Lenguaje cadencioso, ascendiendo en olas musicales hacia los astros luminosos, que parecían islas reposando en un océano de sosiego. Ella, permaneció en quietud. Luego sus labios se abrieron en  los pétalos de una flor, y de su boca irrumpieron palabras lencas que volaron sobre el campo figurando una bandada de pájaros. La metáfora de la noche envolvió cada palabra con el manto de su largueza; las sembró en los jardines ancestrales de su morada, y las regó con la ternura de una mirada eterna. 
Los personajes de la noche

Primer rostro

Su pelo cenizo le caía a las sienes, cubriéndole la mitad de las orejas. Sus rasgos eran finos, pero su rostro estaba cruzado de arrugas. Las de su frente modelaban líneas de ferrocarril y las que le cercaban su boca y le llenaban sus mejías, eran un sin número de veredas esparcidas sin rumbo. Sus ojos eran lejanías y montañas. Su voz era suave y pausada, y sus movimientos eran casi intemporales. Él  estaba sentado en el suelo, irguió su espalda y entonces su sombra ascendió como un árbol que brota, contra la pared blanca de la cocina. Y al mover sus manos que perecían de piedra, extendía sus dedos y sus sombras en la pared rayaban  pájaros  en vuelo. El cerró sus puños, puso sus manos sobre sus rodillas y estiró a lo largo sus piernas, tocando con los talones de los pies el suelo. Y después de estirar sus brazos, desde los cuales le saltaban las venas como si fueran ríos. Se inclino hacia adelante, bajo su mano  y con su dedo índice dibujo tres círculos en  la tierra.

Segundo rostro

La mujer estaba agachada y sentada sobre la tierra. Ella permanecía callada y desterrando las sombras.  Su cabello era negro y liso. Sus pómulos salientes, su nariz fina descendía como una ladera y sus labios eran ríos que se encontraban al amanecer. De su cuello le pendía un collar hilvanado de piedrecitas verde opaco. La luz de la fogata iluminaba a ratos su rostro. Sus ojos semejaban  hondonadas metálicas, y cuando la llama del fogón subía, sus pupilas eran dos lucecitas que flameaban invictas de cara al viento.  Era cuando su rostro se trasfiguraba según revoloteaban las llamas. A veces la llama iluminaba un perfil de su rostro y el otro permanecía disimulado como un valle de figuras fugitivas. Ella alargo su mano y tomo un ocote encendido, dejo quemar el ocote en sus manos; y con el cabo dibujo tres rayas en la tierra.  

La trama de la noche

Ellos caminaban en la oscuridad, sus siluetas apenas se perfilaban contra el tono más claro de la noche. Marchaban por un sendero cercado que avanzaba hasta perderse tras la colina. La luz de la luna hacia que los postes de alambre parecieran manchas y trazos de líneas flotando en el aire. El camino no se distinguía. Ellos avanzaban a paso rítmico acostumbradas a caminar entre el filo de las penumbras y el valle de las sombras. Eran un centenar de indios y su paso era constante y envolvía el silencio y los ojos múltiples de las estrellas.  Adelante, muy adelante uno de ellos iba guiándolos con una linterna. Ellos seguían a lo lejos la linterna y a veces cuando el guía tomaba una curva, su luz se perdía asaltada por la curvatura  del camino; y ellos  caminaban más rápido. A veces el guía volvía a retroceder y los esperaba, y al unisonó  todos volvían a avanzar. Ellos viajaban en silencio, con el fondo del viento, que a veces les abanicaba el rostro.  Ellos ya no veían los postes de alambre, ni se distinguían los contornos del monte y del campo. Entonces el guía tenía que ir más cerca, y todos escuchaban su respiración. Y de repente se juntaban en una legión de sombras, que tomaban aliento y se armaba una reunión de voces. El tiempo se fundía en la intensidad muda del negro.  Y de pronto la marcha compacta volvía a ponerse en movimiento.

Pronto será media noche”, dijo uno de los que caminaban. Pero nadie contesto. Ellos iban bastante separados unos de otros, para no chocar en la oscuridad. Formaban una larga fila, de pequeños grupos. Como una cadena de hombres, ellos caminaban rápido y sin hablar. Con sus ojos pelados para distinguir las siluetas de las sombras. Y solo  se guiaban  por la luz que siempre llevaban por delante de ellos.  Acompañado por ráfagas de viento que esparcían los olores del bosque y el olor de tierra mojada, porque antes había llovido.  Cuando salieron, bajando de las altas montañas eran cien indios  que paso a paso luchaban contra la oscuridad, ellos avanzaban con la rapidez de un ejército. Adelante,  cuatro  hombres cargaban una camilla en que iba una mujer, que llevaban a la   partera de las hondonadas grises.  La mujer iba en completo silencio y solo se oían el paso  uniforme de los indios, que también marchaban en incondicional silencio. Mientras que al avanzar los bosques oscuros apabullaban la cercanía y alargaban la profundidad. Y las nubes en lo alto se desplazaban y la luna permanecía descubierta, y su resplandor repelía la negrura. Desde lejos, contrastaba, el perfil de los hombres en movimiento contra las sombras de los árboles y  de las ramas. Y entre lo definitivo de los arboles y el movimiento de las ramas, imitaba  el choque desordenado de diez mil guerreros enceguecidos.  

Ellos continuaron avanzando entre el mutismo de la noche y el plumaje de las nubes,  hasta que  empezaron a escuchar el rumor de aguas. Apenas el balbuceo incesante de una corriente que penetraba en sus miradas.  Luego era un torrente de agua  que descendía con pies presurosos  desde las montañas. Rumor de aguas y perfil de sombras.  Antes de llegar a la correntada, el sendero descendía y era cortado por una hondonada, luego subieron y el murmullo del agua desencadeno su poderío.  Al  pasar se oyó el chasquido colosal del agua y el chapotear implacable de los pies al avanzar contra el agua. El arroyo corría frenético  sin detenerse como si fuesen una caravana de horas inapelables. Y los indios pasaban en formación implacable. El ruido y chasquido del agua los persiguió como una constelación de rumores por un largo tramo.  Hasta que el sendero terminaba en una explanada: un pedazo de montaña y en una franja de cielo ennegrecido. 

Cuando el hombre que llevaba la linterna se detuvo, comenzó a hacer señales, moviendo con su brazo en alto la linterna de un lado a otro. Y los demás indios fueron llegando a él. Él estaba al fin del sendero en que había una bifurcación en el camino. Hubo un encuentro de palabras: Irrumpieron palabras y  movimientos de manos. Una docena   de ellos  conversaban reunidos alrededor del hombre de la linterna.  Luego un gran grupo dio marcha atrás y el resto de ellos siguieron por un camino de tierra: ancho y largo y profundo.  Adelante iba el hombre con la linterna que  era un reflejo minúsculo de la luz de la luna. El ladrido de lo perros había roto la nitidez del paisaje; y   corría desbocado a la par de las sombras. Los indios caminaban rápido y con cuidado  curveando el camino; esquivando los simulacros de las sombras y los ladridos de los perros. Hasta que toda voz, ladrido y ruido se  apagaron  y los sonidos del silencio fueron rotundos y concluyentes.  

No llegaremos a tiempo” exclamó el viejo indio que iba tras la camilla. Y tras de él una cadena de hombres. Él llevaba los ojos negros fijos contra la oscuridad, él conocía bien el camino. Él pensó cuantas veces había pasado  por ese camino,  y cuantas veces había regresado; pero ahora era distinto, era otra cosa. Era el tiempo definitivo.   Conocía cada vuelta, cada roca, cada hondonada, cada sombra,  y el mapa de las nubes. Y todo lo veía  como si fuera de día. Y mientras tanto, las voces trepaban con la habilidad de una enredadera el muro de  la noche. Entonces el viejo indio pensó que de  joven había corrido por las laderas y senderos, y recordaba lo que había pensado en cada curva del camino. Sus pies y mil pies más de su pueblo habían labrado pacientemente ese camino. Y ahora los indios perpetuaban su caminar; sitiados en la oscuridad que cada vez era más negra.  El ladrido de los perros a veces crecía ladrándole a las sombras y a la luna. Ellos avanzaban en espíritu persiguiendo una silueta, conquistando un recodo, conquistando una vuelta.

El hombre de la linterna a veces desaparecía y a veces volvía al centro de la mirada.   Entonces los indios empezaban  a  hablar, para guiarse por las voces que alumbraban el camino. Arriba la luna era cubierta por las nubes y la luna se convertía en un nido de nubes. Y las formas de las nubes revelaban como un espejo el lenguaje de la noche. Pero ese era un lenguaje indescifrable para los indios.  Y  solo las palabras al viento los guiaban. Y adelante ante sus ojos la cuadratura del cosmos exhibía su imperio total. Y poco a poco la música de la naturaleza abría de par en par sus puertas, y al fondo el tambor de la tierra redoblaba numéricamente sus pasos;  y una noche sorprendida, abría intacta sus venas. Mientras que a lo lejos en un cuadrante del horizonte. Y muy lejos, una partida de relámpagos iluminaba  una parcela de mirada, y desnudaba los perfiles de las montañas;  y en seguida una avalancha de  nubes cubría la musculatura de las montañas. Y los perros de nuevo entre ladridos y ladridos, volvían a revolverse como un viento negro.    
     
Y tras la vuelta del camino apareció de frente la lucecita, que ya hace tiempo venia viendo.  El  viejo indio sabía donde estaba y recordó la fachada de la casa y se acordó de quién era esa casa.  “Pronto llegaremos”  dijo el indio. "Llevamos ya mucho caminando,  el camino no puede ser tan largo". Y verdaderamente que la noche se había achicado, y el tiempo se había encogido, y el camino se había acortado. Ellos viajaban en las alas de la noche y el plumaje de las nubes batía sus formas infinitas. Y el viejo volvió a decirlo “pronto llegaremos”. Pero ninguno de los indios  contestó. Sin embargo, la voz del viejo seguía resonando en la memoria con la autoridad de un trueno. Su voz era la de un viejo, pero era una voz venerable. Y entre curvas y curvas del camino, entre lunas y lunas, las voces de los indios se escuchaban  y el  viento las reproducía y las alargaba.  Y  ellas luchaban entre ellas para salir victoriosas, y se producía un choque titánico de palabras que por momentos  desembocaba  en cantos. Pero solo era un gesto. Las palabras al final se perdían, salían derrotadas, se desmayaban; y ya no volvían a la lucha por la vida. Y quedaban  sepultadas por el ruido de las sombras.  Y entre palabras y palabras: La india hace rato iba despierta, y a veces los indios que llevaban la camilla, se detenían y le secaban el sudor de la frente y le daban agua. A esa hora  la oscuridad también peinaba el paisaje como si las nubes amorfas estuvieran cuajadas de sueños. Y el perfil de las montañas, invencible y total, esculpía entre muecas, la sonrisa fugaz de la inmortalidad. Y todo se volvía tan sencillo y tan portentoso.

La noche yacía suspendida, como si el tiempo se hubiera comprimido: en el canto de un pájaro, el aria del viento, la asimetría del rumor de las aguas. Al fondo del horizonte hacia el perfil de una montaña, se divisaba una lucecita fija, el viejo indio la había venido viendo desde hace tiempo. Y  los perros volvieron a ladrar y luego de repente,  volvían a callar.  Pero repentinamente se escuchó un galope fuerte  de caballos, que venia ascendiendo,  cada vez más fuerte y más fuerte, batiendo la discreción del incólume llano. Fue entonces que se escuchó una ráfaga de relinchos. Y parecía que los relinchos empujados por el viento iban persiguiendo el galope sonoro de los caballos. Pero los indios no se detuvieron. Porque ahora oían el tambor de la tierra que los seguía guiando.
 
Entonces el viejo indio recordó el rostro de su padre y la del padre de su padre y los veía caminar y sentarse en círculo al atardecer, y prender fogatas y pasar bajo el veredicto de las estrellas viendo el movimiento de las nubes y señalando las estrellas.  Y también  recordó la   noche del sueño, cuando él dormía y llegó su padre y le despertó. Él se estremeció porque venían otros indios con su padre, quienes lo sacaron de la casa y lo llevaron al campo  y ahí cantaron y hablaron lenca. Y esa noche fue cuando por primera vez vio los ojos de un jaguar, ojos incandescentes que lo miraba fijamente a él. Y comenzó a respetar a los jaguares, porque eran los diez mil ojos de la noche que vigilaban el  firmamento.
Los indios avanzaban impecables contra la fragilidad de las sombras y el poderío de lo invisible.  Y el viejo indio volvía a ver a la india en la camilla, y se figuro que ella era la bella durmiente. Y  entonces pensó en la criatura  que estaba por nacer.  Y  lo imagino grande y lo vio correr  por el campo, saltar los arroyuelos y cazar las siluetas de las sombras;  pero el niño todavía no había  nacido. Entonces, un dolor inmenso recorría su pecho y volvía a pensar que aún quedaba  camino por alcanzar. Pero sabía que el camino que restaba era generoso porque el reino de lo incorpóreo los había albergado, y que los  cuadrantes de la noche iban rompiendo las ondulaciones de las montañas que se alargaban empujadas  por el viento. Entonces la india se movió bruscamente y  gritó, y los indios se abalanzaron sobre ella, y le dieron de beber agua y le secaron el sudor de la frente.  Solo fue un solitario suspiro, una fugaz mirada, un efímero sueño.

Después de eso, la mujer avanzo en fortaleza y belleza y tranquilidad.  Fue en aquel momento que el viejo indio vio hacia un costado del perfil de la montaña, una luz que a veces asomaba  y otras veces se desvanecía. Nadie sabía qué era y nadie dijo nada.  Y en la alta montaña una luz se apagaba y se prendía con  las pulsaciones de un  símbolo. Y los sonidos del silencio huían como visiones; mientras que sobre la montaña se levantaba el Alto Vigilante del Tiempo. Y cuando empezaron a subir la empinada cuesta, los asalto una horda de neblina que flotaba y progresaba con ellos,  y los indios la iban atravesando como si ellos fuesen de puro aire. Pero al avanzar la neblina comenzó a disiparse y abrirse de nuevo un horizonte que comenzaba a exhibir un sembradío de miles de matas de maíz, que visto en perspectiva era un ejercito temible de sombras que agitaba sus brazos enérgicos al compas de las flautas del viento y el canto de un pájaro.  Poco después, precedido de un breve silencio, un portal se había abierto: y el caudillaje de naturaleza,  iba emergiendo y dando vía franca a un coro polifónico de todas las cantilenas de la noche.   

Entre claros oscuros y el olor de los pinos el viejo lenca, volvió a recordar su niñez, el olor del fogón, y de la tierra húmeda, vio los cielos limpios y atrapó la velocidad del venado, escuchó la voz del rio y el   canto ensamblado de los pájaros.  Se recordó en una noche iluminada por un circulo de voces y de fogatas, y vio entre luces y sombras los rostros de  los ancianos de su pueblo. Sabía que todo era una repetición ancestral. El humo de las fogatas le llegaba a los ojos. Siempre había vivido al filo de la noche y  la  claridad del amanecer.  Entre el incienso del copal y las luces de la candela. Recordó sus idas y regresos. Sus escapadas por el curso de los ríos, su inquietud por seguir la silueta de las montañas. Pero nada de eso era real, eran solo recuerdos. “las piedras son piedras”, pensó muy adentro. “Y a veces las nubes son más sólidas que una montaña”. Mientras tanto, el coro polifónico de la noche lo había envuelto en un gran manto. Entonces recordó,  el  nacimiento de su hijo y su entierro  en un robledal. Sus ojos se humedecieron. Pero eso era el pasado. Ahora había que vivir en el futuro. Había que abrir la metáfora del amanecer.
Poco a poco se iban cerrando los candados de la noche y abriéndose tímidamente los portales del amanecer. La india no volvió a gritar ni los indios a abalanzarse sobre ella; en cambio ellos solo miraban hacia adelante, esperando en cada vuelta ver las primeras luces del poblado, que cada vez se volvían más frecuentes, y desde lejos armaban un pesebre lleno de puntitos manchando confusamente el horizonte. Mientras tanto, otro grupo de indios habían decidido abandonar la peregrinación. Solo quedaba un puñado de ellos que avanzaron hasta llegar al caserío, que los recibió en penumbras y absoluto silencio.  La  casa de la partera era una vieja construcción de ladrillos,  de tres piezas con un par de corredores.  Ellos entraron a la pieza pequeña, había una puerta abierta que comunicaba a otro cuarto más grande que estaba iluminado y derramaba su luz a la pieza pequeña.  Ellos tuvieron que esperar hasta que  salió una mujer vestida de blanco, llevaron a la india con cuidado a una cama de la pieza grande, y la recostaron. Después de  examinarla, la partera  les dijo que esperaran afuera en el corredor. Pero el viejo indio no le hizo caso y se quedo en el cuarto pequeño, y ahí se sentó en el suelo contra una pared, casi instintivamente toco el suelo que era de cemento y estaba frio, y áspero y húmedo.   

Ahora lo asalto el presencia de  la cofradía, y el rostro de su padre aquella noche en que lo sacaron del cuarto y veía su rostro diciéndole las primeras palabras lencas que el pronuncio y así fue aprendiendo palabras. Un día llegó a hablar en lenca con su padre, pero ellos solo hablaban entre ellos. Y  un día su padre lo llevo con los ancianos y todos hablaron en lenca; y fue cuando él paso a formar parte de la cofradía de la Vara de Moisés.  Y aprendió de su padre palabras terribles y hermosas; y entendió el vuelo del cenzontle y el murmullo del rio y la cumbre  de la noche; y él se sentía feliz siendo lenca y escuchando las historias y los actos indestructibles de su gente. Gestos, palabras  y símbolos  pasados de generación en generación, de noche en noche, de piedra en piedra. Pero ellos solo se reunían una vez por año, al abrigo intemporal de una noche indeterminada, larga y definitiva. Nadie sabía en dónde ni por qué. Algo que siempre se antecede a la palabra,  algo que no ha ocurrido y que repentinamente se manifiesta, y  seguirá aconteciendo intermitentemente.  Entonces él aprendió de su padre lo mismo que su padre aprendió de su padre. Y así  hasta llegar a las raíces de la  fundación del mundo.
Amanecía y el canto de los gallos iluminaba el horizonte. Ahora el viejo indio estaba aquí, acompañando a la joven mujer india que había luchado, que había soñado. Oyó voces en el cuarto grande. El seguía sentado en el piso y reclinado contra la pared. El era sueño y lejanía, y casi como en sueños, oyó el llanto de un niño. De golpee, erguió su espalda, y levanto ligeramente su cabeza: vio entre movimientos y luces las siluetas que iban y venían. Aunque sabía, en el fondo, muy en el fondo; que eso ya no importaba. “Ese es el misterio de la vida” murmuro el indio. Luego, pronuncio unas palabras en lenca. La luz del día a contrapelo empezaba a colarse progresivamente  por los resquicios de las tejas  y por las fisuras del contramarco de una ventana. En penumbras el indio vio una sombra entrar al cuarto, y de repente se abrieron las  hojas de una ventana  de par en par. La silueta de la sombra salió y volvió al cuarto grande. El indio creyó firmemente  que había sido la partera. 

Por la ventana  abierta asomaban ya  tímidamente los contornos  de las montañas, que cada vez es eran más definitivos y menos difusos.  Sobre el borde de la ventana se había posado un pajarito, que en un destello alzo vuelo y permaneció fijo aleteando en busca del equilibrio del aire. El pajarito liviano,  ágil y sagrado; miraba  inmutablemente al viejo indio,  pero éste  ya no alcanzo a verlo porque antes había cerrado sus ojos como si se hubiese quedado dormido eternamente, y con la boca ligeramente abierta como si estuviera punto de pronunciar una sola y única palabra.  

Solo quedaba una ventana con visión: la historia laberíntica de las nubes, el  fondo inmemorial de una montaña, y el aleteo inmortal de un espíritu.



 *Cuento del libro Cuentos Iluminados. © Mario A. Membreño Cedillo.

Antecedentes: El cuento deriva de un ensayo intitulado,  100 Reflexiones sobre el pasado, presente y futuro de Honduras. En que se reflexiona sobre la perdida de la lengua lenca y se parte de ello para repasar el pasado, presente y futuro de Honduras. Algunas de esas reflexiones (20 reflexiones), fueron publicadas en el diario  El Heraldo, en la sección PAGINA DIEZ, 18,19 y 20 de octubre de 1993. El cuento es posterior, posiblemente  fue escrito en su primera versión entre 1998 y 2000. Versión que con el transcurso del tiempo ha sufrido varias correcciones, recortes  y cambios.       

Ilustraciones (Por orden de aparición)

Ellos caminaban como sombras. Dibujo Plaza de las palabras


Nota de Plaza de las palabras

 “El término Lenca se originó en 1853, cuando el Arqueólogo Americano E.G. Squier escuchó que los indígenas de Guajiquiro, La Paz llamaban Lenca a su lengua y al encontrar coincidencias lingüísticas con otros grupos del mismo departamento, Squier comenzó a llamar Lenca a este grupo para diferenciarlos de los demás grupos indígenas. (…) “En 1940 el Lenca ya estaba en estado crítico de extinción según lo publicó el investigador Richard Adams en el libro “Cultural surveys of Panama, Nicaragua, Guatemala, El Salvador, Honduras en 1957”. Sus palabras fueron: “la lengua indígena de esta región ha prácticamente desaparecido. En Guajiquiro se ha reportado que algunas personas todavía hablan lenca”. Grupo Indígena Lenca de Honduras Xplorhonduras Enlace: http://www.xplorhonduras.com/grupo-indigena-lenca-de-honduras/. Por otra parte “los investigadores Británicos Alan King y Jan Morrow se dieron a la tarea de investigar y reconstruir el Lenca hondureño para intentar rescatarlo. Ambos estudiaron e investigaron por dos años documentos históricos obtenidos en bibliotecas y museos de todo el mundo y con esto lograron ( en 2017) la edición del primer libro de aprendizaje de la lengua Lenca llamado: Kotik molka niwamal! Lengua lenca de honduras,  Xplorhonduras. Enlacehttp://www.xplorhonduras.com/lengua-lenca-de-honduras/