Critica y reseña. Una cierta nostalgia: persistencia en el tiempo y en la memoria.





María Eugenia Ramos*. / Foto: Otoniel Natarén


Por: Gustavo Campos1.

Una cierta nostalgia se publicó por primera vez como libro en el año 2000, si bien una primera versión apareció en 1998 como separata en “Hondulibros”, el suplemento cultural dirigido por el poeta Óscar Acosta en el diario El Heraldo de Tegucigalpa. Escrito a lo largo de varios años, incluyendo un cuento que data de la primera juventud de la autora, cuando ni siquiera imaginaba en ese momento que se convertiría en libro, y mucho menos uno de los más importantes de la narrativa breve de Honduras, Una cierta nostalgia es testimonio de una vocación encontrada en un mundo entretejido entre el onirismo, lo fantástico y lo real, con el acompañamiento de las dotes de la paciencia, la corrección y la perfección.
La extrema sobriedad narrativa, su laconismo obsesivo, no entorpecen las tramas de sus cuentos; por el contrario, esa destreza es la que evidencia la altura literaria de Una cierta nostalgia y en especial algunos de sus cuentos, como “La muerte del abejorro”, “Para elegir la muerte”, “Domingo por la noche”, “Cuando se llevaron la noche”, que en distintos contextos y lecturas tendrán cada vez nuevos significados. Es un libro lleno de símbolos, de inaccesibilidad, de hondas angustias, de terrores manifiestos y contenidos, que expresan la preocupación interior al verse impotente ante las fuerzas del mundo exterior. Obras como Una cierta nostalgia se componen de pensamientos esquivos, de silencios, mutan y se disfrazan de rasgos kafkianos, haciendo que el lector vuelva una y otra vez a ejercer el verdadero acto de lectura, que es la relectura.
Madejado por un profundo proceso de extrañamiento en el que convergen desde ambientes de humor absurdo, a lo Stevenson o Chesterton, a los ambientes realistas de una época a la que su propuesta no fue indiferente, como la terrible herida de los desaparecidos, este libro ha estado sin embargo bajo la amenaza del silencio. Sin ser bien digerido ni comprendido por las “instituciones literarias” del patio, el libro tomó fuerza y desde el extranjero nos ha sido devuelto como un objeto de incalculable valor, no solo para Honduras sino para Latinoamérica.

La autora ha sido reivindicada gracias a la lectura desprejuiciada de lectores de mayor nivel. Sí, quizás solo dos o tres personas en Honduras pudieron descubrirlo. Y quizás sus juicios pasaron inadvertidos, pero no para un grupo de editores y organizadores de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que en 2011 la rescató y la propuso al mundo como uno de los “25 secretos literarios mejor guardados de América Latina”. El avezado ojo lector del escritor nicaragüense Sergio Ramírez hizo justicia.
Es difícil y riesgoso para los contemporáneos captar una obra en el sentido histórico del tiempo y de la sociedad. La academia sugiere un largo distanciamiento para hacer sufrir al creador mediante una absurda paciencia y tiempo de espera, para que su obra sea validada o descubierta como una fracción de nuestra sociedad. Si es cierta esa premisa de que el escritor o la escritora escribe para lectores cuyo juicio no sea enceguecido por una falsa conciencia literaria, este es el caso de María Eugenia Ramos, y es precisamente por esa razón que ella está condenada a que su obra sea sometida constantemente a la persistencia de la memoria y del tiempo.
María Eugenia Ramos es por el momento quien mejor representa a nuestra literatura nacional. Así como los personajes de sus libros, la autora aún no decide indagar más allá de los límites de la narrativa, que es al mismo tiempo su vocación, su legado y su condena.

1. Gustavo Campos, escritor, editor y promotor cultural hondureño (1984). Ha publicado poesía, relatos, novela y artículos periodísticos y de crítica literaria. Su obra figura en numerosas antologías de narrativa y poesía publicadas en Honduras, España, México, Estados Unidos y Francia. Ha obtenido diversos premios literarios, entre ellos el premio único en el VII Certamen Centroamericano de Novela Corta (2016), otorgado por la Sociedad Literaria de Honduras. La crítica y profesora universitaria guatemalteca Beatriz Cortez ha incluido una de sus obras en la cátedra que imparte en la Maestría en Literatura Centroamericana de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.

Gracias, Lempira, 18 de octubre del 2016.

*María Eugenia Ramos. escritora y poeta hondureña. Ha publicado Una cierta nostalgia,(2000),  libro de cuentos y El ultimo sol, (1989), libro de poesía, ediciones Paradiso. Algunos de sus piezas literarias (poesia y prosa) han sido antologadas, y ha  recibido varias premios y reconocimientos internacionales. 

Fotografía de cubierta: Lourdes Soto.


Fuente: La tribuna, La tribuna Cultural, 20 NOV, 2016 

Cuentos hondureños: Tortura por Ámbar Morales




Tortura*


Tenía tres o cuatro años cuando vi por primera vez la muerte de mi hermana. Una muerte lenta, arrastrante, que la seguía por todas partes. Al principio se mantenía algo distante, unos cuantos metros detrás de ella, pero, con el tiempo, se fue acercando.
No sabía qué era una muerte hasta que mi abuela me lo contó entre los olores de su cocina, mirando a Julia desde la ventana con los ojos entrecerrados.
—¿Julia se va a morir? —le pregunté—.
—No te preocupes por eso. 
Traté de no hacerlo. Ver las muertes se volvió algo normal. Estaban en todas partes. Eran de tan diversos colores como de tamaños. Algunas seguían a sus personas muy por detrás con paso lento y acompasado, como ancianos, y otras estaban pegadas a sus espaldas, con las extremidades rodeándoles el torso, el cuello y los brazos en un abrazo fatal, asfixiándoles el rostro. Como si trataran de engullirlas, absorber sus almas. Cuando se acercaban tanto, nunca las volvía a ver.
Muchas de las muertes, en su gran mayoría, eran rápidas. No te daban el tiempo suficiente para prepararte, o salir del shock de sus primeras apariciones. Un día estaban allí, al siguiente no. Así eran la mayoría de las que miraba todos los días, tan próximas que podías sentir en el aire la tensión de lo cerca que estaba esa persona de sus últimos segundos. Otras, como las de los ancianos, eran las que se acercaban con lentitud, más cerca cada hora, cada día, segundo por segundo. Estas tampoco me gustaban. Me hacían sentir una ansiedad indescriptible.
La muerte de mi hermana era así, como la de un anciano. Lenta, lejana y muy gorda. Se movía con pasos largos e indecisos, tratando de seguirle el paso al caminar frenético y alegre de Julia, siempre un poco rezagada, en algún rincón de una habitación, observando con su forma etérea. Una náusea horrible que empezaba en mi estómago y amenazaba con manifestarse en vómito me sacudía cada vez que la observaba, así que trataba de no hacerlo. Después de tantos años viéndola, intenté ignorarla.
No entendía muy bien por qué la muerte de Julia era así. Tan lejana. O por qué después de cinco, seis, diez años, seguía allí, sin terminar totalmente su trabajo. Algunas veces se me cruzó por la mente que estaba allí sólo para torturarme. Pero sabía que algún día sucedería. Todos lo sentíamos en el aire, aunque mis padres se esforzaban por ignorarlo. Cada año, esa sombra de color naranja rojizo se acercaba cada vez más, y se volvía más grande y más gorda.
A medida que fui creciendo, y el peso del significado de la muerte de mi hermana se fue haciendo más enorme, empecé a tener ataques de pánico. Despertaba de pesadillas horribles donde mi hermana cruzaba un túnel oscuro donde yo no podía seguirla. Pensar en ese día no me dejaba respirar en las noches. Boqueaba por aire, y empezaba a llorar, imaginándome un futuro donde no estuviera.
La posibilidad de un mundo sin ella era insoportable.
Llamaba a mi abuela inconsolable, y ella llegaba a mi cuarto corriendo, dándome cobijo entre sus pechos, susurrándome palabras de consuelo en los oídos, nunca cediendo a las lágrimas, nunca mostrando pesar ni desconsuelo. Terca, inamovible, dolida. Impotente.
Trataba de ser como ella cuando me encontraba con mi hermana. Intentaba con toda la fuerza de mi ser controlarme y no dar a conocer que cada vez que pasaba a su lado, cerca de esa muerte que le respiraba en la nuca, era como si llevara mil agujas en la garganta. De lo inútil que me sentía. Practiqué incontables veces en el espejo para que mi rostro no cediera, para que mis llantos no llegarán hacia su corazón ignorante, que mi alma llena de pesar no la rodeara como la estaba rodeando su muerte.
Para cuando tenía dieciocho años, y Julia dieciséis, su grotesca muerte ya le rodeaba el cuello y el torso con sus brazos largos y pegajosos. Verla atada a mi querida hermana me daba una repugnancia enorme. Tener que soportar todos los días levantarme a las cinco de la mañana, antes que todos los de la casa, y correr a su habitación para chequear su pulso me era imposible. El suspenso me mataba. Soñaba con su muerte todas las noches, con dagas y cuchillos, pistolas y sogas, píldoras y venenos. La seguía a todas partes, lloraba cuando salía sola, dormía en su habitación para sentir su calor y asegurarme que no despertara helada en las mañanas. Mis padres se empezaron a preocupar por mi comportamiento errático, por mis ataques de pánico a la mitad del día o de la noche, por mis gritos de ansiedad y mis ojos rojos, enloquecidos. No sabía qué hacer, nadie podía ayudarme. No podía hacer nada. Aunque lo supiera, no podía hacer nada.
Deseaba que todo aquello acabara pronto, que ya pasara mi salvación de toda esa pesadilla. Me carcomía por dentro, me dolía el corazón, no dormía, no hacía nada, nada más, no pensaba en nada más que Julianna, Julianna, Julianna.
Terminó pasando un fin de semana en la playa. Era de noche y estaba muy oscuro. En el cielo no había luna. Ella me invitó a nadar un poco antes de acostarnos, en ese momento que nuestros padres estaban dormidos, y yo accedí con gusto, con los ojos enrojecidos.
Corrimos hacia el muelle. En un lado de la bahía había una enorme pared de piedras donde las olas chocaban con violencia. El mar estaba bravo, así que decidimos no bajar a bañarnos en la playa. Sin embargo, siendo Julia tan temeraria como era, propuso ir a investigar entre las rocas. Caminamos un buen tramo entre las piedras enormes y negras mojadas cuando de improviso, ella se deslizó.
Mientras yo iba adelante, balanceándome con mis brazos, Julia cayó en lo que era una pequeña poza de agua sin hacerse daño, riéndose nerviosamente, y trató de escalar de nuevo hacia donde yo estaba. Las rocas eran muy lisas y planas, sin ningún resquicio donde sostenerse, así que no pudo salir sin ayuda. El agua de las olas iba llenando la poza poco a poco, y pronto la haría rebalsar, llevándose a Juli con ella.
—Ayúdame —me sonrió.

Yo le sonreí de vuelta, pero no me moví de donde estaba.

—¿Mari?

Observé su muerte, que ahora le tapaba la mitad de la cara y que formaba una especie de máscara naranja que se movía con sus expresiones. La observé muy detenidamente. Por un momento pensé que si salvaba a mi hermana tal vez la muerte por fin desaparecería. Jamás había visto una muerte desaparecer. Una vez que se dictaba, no podías escapar de ella.
No iba a desaparecer.
Si la ayudaba, no iba a desaparecer. Y yo seguiría viéndola por todos lados. Y seguiría sufriendo.
Me quedé allí, observando cómo el agua llenaba el pozo, hasta que la corriente se llevó a mi querida hermana al mar embravecido. Observé cómo pataleaba contra el agua, tratando de nadar, y luego como las olas la hundían hacia el fondo. Incluso allí bajo el agua, aún creía ver lo que era el resplandor naranja característico de su muerte.

Pero de seguro sólo era un reflejo.


Ámbar Morales, artista pictórica y  escritora hondureña Actualemente reside en Guatemala.  



Fuente: La Tribuna Cultural, Diario La Tribuna, domingo, 11 de junio de 2017.
También publicado en El blog de Gustavo Campos, acompañado de una magnifica reseña critica.  Enlace: http://gustavo-campos.blogspot.com/2017/06/el-debut-de-ambar-morales-joven.html