Grandes cuentos del siglo XX: Un hombre bueno es difícil de encontrar de Flannery O 'connor: Post Plaza de las Palabras 1/2






(25 de marzo de 1925-3 de agosto de 1964)

Plaza de las palabras, en esta serie dedicada a la escritora norteamericana Flannery O' connor. Que consta de dos post entradas . El primero  post presenta el cuento más emblemático y citado,  y fiel representante de su estilo y del  realismo grotesco:  “Un hombre bueno es difícil de encontrar”, de su colección de cuentos del mismo nombre (1955), pero también se citan y se analizan con frecuencia otros excelentes cuentos como: “La buena gente del campo”, “El rio”, “Revelación”, “La Espalda de Parker”, “El pavo”,  y el cuento preferido de Flannery O'connor, y quien confeso que ese  cuento fue el que más le costo escribir.  “El negro artificial”. Aquí presentamos “Un hombre bueno es difícil de encontrar”,  que ejemplifica su estilo  y su temática. Y aun  con la dificultad de la traducción sobre todo por los acentos sureños. Cuento descarnado e implacable, tal era su estilo. En el diálogo entre El Desequilibrado y la abuela, perfectamente puede ser las líneas de una escena de teatro. Y uno como testigo ocular: ve,  toca y siente la presencia de los personajes dialogando. El sentido visual era importante en Flannery, como también lo era, para citar a dos latinoamericanos : los cuentos de Cortázar y Rulfo, en que el espacio visual y el movimiento de los personajes, son magistrales. En el  segundo post, de Plaza delas palabras, se presenta un perfil de la escritora Flannery O'connor: La escritora que le enseño a un pollo a caminar hacia atrás, post que también  incluye su texto: El arte de escribir cuentos.  



Un hombre bueno es difícil de encontrar


 


 Flannery O`Connor
6307 palabras


La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto, léelo.
Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el periódico.
—Aquí, ese tipo que s'hace llamar el Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera.
Bailey no levantó la cabeza, así que la abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo. Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de un tarro.
—Los niños y'han estao en Florida —dijo la anciana señora—. Deberías llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
La madre de los niños no pareció oírla, pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con anteojos, dijo:
—Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa? Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de entretenimiento en el suelo.
—No se quedaría en casa aunque la nombraran reina por un día —dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
—¿Y qué harían si este hombre, el Desequilibrado, los agarrara? —preguntó la abuela.
—Le daría un puñetazo en la cara —respondió John Wesley. —No se quedaría en casa ni por un millón de dólares —afirmó June Star—. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
—Muy bien, señorita —dijo la abuela—. Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te ondule el pelo.
June Star dijo que sus rizos eran naturales.
A la mañana siguiente la abuela fue la primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero, con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el bebé se sentaron adelante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
La anciana se sentó cómodamente, se quitó los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un buen día para conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura, y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
—Pasemos Georgia a toda velocidad, así no tendremos que verla mucho —dijo John Wesley.
—Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia, colinas.
—Tennessee n'es más que un muladar lleno de pueblerinos y Georgia es también un estado asqueroso.
—Tú l'has dicho —dijo June Star.
—En mis tiempos —dijo la abuela entrecruzando los dedos, delgados y venosos—, los niños tenían más respeto por su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado ante la puerta de una choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar al negrito por la luneta trasera. Él saludó con la mano.
—Ese chico no llevaba pantalones —observó June Star.
—Probablemente no tiene —explicó la abuela—. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si supiera pintar, pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus historietas.
La abuela se ofreció a tomar al bebé y la madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
—¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela señalándolo—. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la plantación.
—¿Dónde está la plantación? —preguntó John Wesley.
—El viento se la llevó —dijo la abuela—. Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de leer todas las historietas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley dijo: «No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse por encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría un cuento si se quedaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco, movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita, la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia. Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien, un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para tomar unos bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que rezaban:
PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. ¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño, chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era una larga habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían. Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claqué. Entonces la madre de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a la pista de baile y bailó el claqué de costumbre.
—¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red Sam, inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
—Claro que no —contestó June Star—. No viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares. Y salió corriendo hacia la mesa.
—¡Qué graciosa! —repitió la mujer, estirando la boca con amabilidad.
—¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
—No hay manera. No hay manera —dijo, y se secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris—. En estos tiempos que corren, no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
—Desde luego, la gente ya no es como antes —sentenció la abuela.
—La semana pasada vinieron aquí dos tipos —explicó Red Sammy— que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el molino y ¿saben que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo semejante cosa?
—¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó de inmediato la abuela.
—Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en equilibrio sobre el brazo.
—No hay una sola alma en este mundo de Dios en la que se pueda confiar —dijo—. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie —afirmó mirando a Red Sammy.
—¿Han leído algo sobre ese criminal, el Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
—No me sorprendería na que llegase a atacar este lugar —dijo la mujer—. Si oye lo qu'hay aquí, no me sorprendería verlo. Si se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que...
—Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas a esta gente. Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
—Un hombre bueno es difícil d'encontrar —dijo Red Sammy—. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.
Él y la abuela hablaron de tiempos mejores. La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual. Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
De nuevo partieron en la tarde calurosa. La abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos pequeñas glorietas seguían en pie.
—Había un panel secreto en la casa —afirmó astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera—, y se contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero nunca la encontraron...
—¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo! ¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l'encontraremos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
—¡Nunca hemos visto una casa con un panel secreto! —chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá, ¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
—No está lejos d'aquí, lo sé —aseguró la abuela—. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula tan rígida como la herradura de un caballo.
—No —dijo.
Los chicos comenzaron a alborotar y a gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que su padre notó los golpes en los riñones.
—¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha hasta parar a un costado de la carretera—. ¿Quieren cerrar la boca? ¿Quieren cerrar la boca un minuto? Si no se callan, no iremos a ningún lado.
—Sería muy educativo pa ellos —murmuró la abuela.
—Muy bien —dijo Bailey—, pero métanse esto en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la última.
—El camino de tierra donde debes doblar queda dos kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi cuando lo pasamos.
—Un camino de tierra —gruñó Bailey.
Después de dar la vuelta en dirección al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
—No se puede entrar en esa casa —dijo Bailey—. No sabemos quién vive allí.
—Mientras ustedes hablan con la gente delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por una ventana —propuso John Wesley.
—Nos quedaremos todos en el coche —dijo la madre.
Doblaron por el camino de tierra y el coche avanzó a tropezones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
—Mejor será que aparezca ese lugar antes de un minuto —dijo Bailey—, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie había pasado por aquel camino desde hacía meses.
—No falta mucho —comentó la abuela, y apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su madre, con el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato —de rayas grises, cara blanca y hocico naranja— todavía agarrado al cuello como una oruga.
Tan pronto como los chicos se dieron cuenta de que podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche y gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha un ovillo bajo el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en Tennessee.
Bailey se quitó el gato del cuello con las manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la cuneta, con el chico, que no paraba de llorar, en brazos, pero solo había sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto. «¡Hemos tenío un accidente!», gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
—Pero nadie se ha muerto —señaló june Star con cierta desilusión, mientras la abuela salía rengueando del coche, con el sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
Se sentaron todos en la cuneta, excepto los chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
—Tal vez pase algún coche —dijo la madre de los niños con voz ronca.
—Creo que m'hecho daño en algún órgano —comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los dientes. Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que la casa en cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres metros más arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina; avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacía donde estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos tejanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un accidente de na.
—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram, prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los chicos—, ¿le importaría decirles a esos chicos que se sienten a su lao? Los niños me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos hacer? —preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como una oscura boca.
—Vengan aquí —dijo la madre.
—Verá usted —dijo Bailey de pronto—, estamos en un apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se levantó trabajosamente y lo miró de hito en hito.
—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he reconocío na más verlo!
—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—, pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle d'esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá? —dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
—No me gustaría na tener qu'hacerlo.
—Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé qu'eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que debes de venir d'una buena familia!
—Sí, señora —afirmó él—, la mejor del mundo. —Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos—. Dios nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d'oro puro.
El muchacho de la sudadera roja se había colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
—Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—. Sabes que me ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante él y dio la impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
—No hay ni una nube en el cielo —comentó alzando la vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
—Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—. Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
—¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Cállense todos y déjenme a mí arreglar esto! —Estaba en cuclillas como un atleta a punto de iniciar la carrera, pero no se movió.
—Muchas gracias, señora —dijo el Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
—Tardaremos una media hora en arreglar el coche —avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
—Bueno, primero tú y Bobby Lee lleven a él y al niño allá —dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley—. Los muchachos quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le importaría acompañarlos hasta el bosque?
—Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto. —Y se le quebró la voz. Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para ponerse bien el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo. Hiram levantó a Bailey tomándolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano. John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos. Se encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se dio la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
—¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame, mamá!
—¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela, pero todos desaparecieron en el bosque—. ¡Bailey, hijo! —gritó con voz trágica, pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba acuclillado delante de ella—. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno —le dijo con desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
—No, no soy un hombre bueno —repuso el Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su afirmación con sumo cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía mi viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d'estos últimos. ¡Va estar en to!»
Se puso el sombrero y súbitamente alzó la mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
—Perdonen qu'esté sin camisa delante de ustedes, señoras —añadió encorvando un poco los hombros—. Enterramos la ropa que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
—No pasa na —observó la abuela—. Tal vez Bailey tenga otra camisa en su maleta.
—Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
—¿Adónde se lo están llevando? —gritó la madre de los niños.
—Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—. No había quien l'engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía l'habilidá de saber tratarlos.
—Tú podrías ser honrado si te lo propusieras —afirmó la abuela—. Piensa en lo bonito que sería establecerse en algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en el suelo con la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
—Sí, siempre hay alguien persiguiéndote —murmuró.
La abuela reparó en cuán delgados eran sus omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
—¿Rezas alguna vez? —preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
—No.
Sonó un disparo de pistola en el bosque, seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una larga inspiración satisfecha.
—¡Bailey, hijo! —gritó.
—Durante un tiempo fui cantante de gospel —explicó el Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos vidriosos—. Hasta he visto azotar a una mujer.
—Reza, reza —empezó a repetir la abuela—, reza, reza...
—No era un chico malo por lo que recuerdo —prosiguió el Desequilibrado con voz casi soñadora—, pero en algún momento hice algo malo y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la atención de la abuela con una mirada fija.
—Fue entonces cuando deberías haber comenzado a rezar —dijo ella—. ¿Qu'hiciste pa que te enviaran a la penitenciaría la primera vez?
—Doblabas a la derecha y había una pared —explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes—. Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo, mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me quedaba sentado allí tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de hoy, no lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
—Tal vez t'encerraron por error —apuntó la anciana. —No —dijo él—. No hubo error. Había pruebas contra mí. —Tal vez robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.
—Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L'enterraron en el cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por sí misma.
—Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te ayudaría.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó ella, temblando de súbita alegría.
—No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules estampados.
—Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado.
La camisa llegó volando, aterrizó en su hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa camisa.
—No, señora —prosiguió el Desequilibrado mientras se abrochaba los botones—, comprendí que el delito da igual. Puedes hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche, porque tarde o temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y simplemente te castigan por ello.
La madre de los chicos comenzó a emitir sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
—Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
—Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado dormido, en el otro.
—Ayuda a la señora, Hiram —dijo el Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja—. Y tú, Bobby Lee, toma a la pequeña de la mano.
—No quiero que me dé la mano —replicó June Star—. Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la tomó de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
Sola con el Desequilibrado, la abuela se dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo. Finalmente se encontró a sí misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús t'ayudará», pero de la manera en que lo decía era como si estuviera maldiciendo.
—Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si le estuviera dando la razón. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma. Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu'haces y te quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu'has hecho y podrás contraponer el delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he soportao durante`l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de inmediato por un disparo.
—¿Le parece bien a usté, señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
—¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d'una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero que tengo!
—Señora —repuso el Desequilibrado mirando hacia el bosque—, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: «¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
—Jesús es el único qu'ha resucitao a los muertos —continuó el Desequilibrado—, y no tendría qu'haberlo hecho. Rompió el equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo to y seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su voz casi se había transformado en un gruñido.
—Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que se dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
—Yo no estaba allí, así que no puedo decir que no lo hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá hubiera estado allí —añadió golpeando el suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí, porque d'haber estao allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d'haber estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
—Llévensela y déjenla donde dejaron a los otros —dijo, y tomó al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
—Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y bajó a la zanja cantando.
—Habría sido una buena mujer —dijo el Desequilibrado— si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
—¡Pequeña diversión! —dijo Bobby Lee.
—Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—. No hay verdadero placer en la vida.






Créditos

Cuento  Un hombre bueno es difícil de encontrar. Ediciones DeBolsillo. Blog La maquina del Tiempo. Tambien se pueden encontrar cuentos de Flannery Oconnor en Ciudad Seva  y Literatura.us 

Fotografías

Fotografía de Flannery O'connor New Georgia Encyclopedia. Flannery O'Connor (1925-1964). Original entry by Sarah Gordon, Georgia College and State University, 07/10/2002

Fotografía Carro y carretera, Georgia 1950. Images Getty


Fotografia de portada de cuentos completos Catholic Pundit Wannabe DECEMBER.Peacock Memories: Flannery O'Connor and the King of the Birds TUESDAY, DECEMBER 29, 2015.


Pagina Diez. La ciudad y lo poético por Karel Kocik.(Ensayo). Post Plaza de las palabras





Plaza de las palabras, inicia con este post, una nueva sección dedicada al ensayo, con el titulo de Pagina Diez sobre los temas del arte, literatura y modernidad en el marco de la vida moderna y la globalización. Entradas que serán producto propio y otras en su calidad de textos invitados. En esta ocasión comenzamos con el ensayo/ artículo, del filósofo checo, Karel Kocik, (1926–2003).


Resumen: La ciudad y lo poético, texto en que el autor reflexiona sobre la perdida y la claves de lo poético en la ciudad moderna. Punto central de esa estética de la ciudad: centrado en lo bello, lo sublime y lo íntimo. Pero que también aborda, lo poético de la vida en un sentido amplio que en un enredo sin par es atrapado  por la vorágine de la prisa de los tiempos modernos, el hombre ha perdido su capacidad de reflexionar y de asombro ante la cotidiano  de la vida. Decía  Kocis, casi al final de su ensayo: «Pero donde no hay tiempo, el hombre no puede habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética, y la memoria desaparece de la vida.»

Reflexión muy profunda y hermosa de este filosofo de la vida mítica poética, de la metafísica de lo cotidiano, y de dialéctica de lo concreto.  En la cual incursiona en el pensamiento de Hegel, Kant y Burke, Hofmannsthal, Tocqueville, Heidegger. Si bien los temas no son exclusivos de su pensamiento, si alcanza a deslindar, identificar y seguir la pista de algunas de las avenidas principales y las condicionantes de la vida moderna. Temas  colaterales que también otros autores modernos han tocado. Ya sea Walter Benjamín con su obra La reproductibilidad de la técnica en el arte (1936 ) y ese esbozo del hombre masa anunciado por  Ortega y Gasset: La rebelión de las Masas (1930 ).

Abstract: The city and the poetic, text in which the author reflects on the loss and the keys of the poetic in the modern city. Central point of that aesthetic of the city: centered on the beautiful, the sublime and the intimate. But it also addresses, the poetic of life in a broad sense that in an unparalleled entanglement is caught by the vortex of the rush of modern times, man has lost his ability to reflect and amaze at the daily life . Kocis said, almost at the end of his essay: "But where there is no time, man can not inhabit either the city or the land in a poetic way and memory disappears from life."

There are very deep and beautiful reflection of this philosopher of the mythical poetic life, of the metaphysics of the everyday, and dialectic of the concrete. In which he ventures into the thought of Hegel, Kant and Burke, Hofmannsthal, Tocqueville, Heidegger. While the issues are not exclusive to his thinking, if he manages to demarcate, identify and keep track of some of the main avenues and the conditioning factors of modern life. There is are   collateral themes that other modern authors have also touched. Whether Walter Benjamin with his work The Reproducibility of Technique in Art (1936) and that outline of the man mass announced by Ortega y Gasset: The Rebellion of the Masses (1930).




Texto completo 

Karel Kosik, otra de las víctimas del socialismo realmente existente que lo confinó en una celda y luego a trabajar como albañil, se interroga aquí sobre la disputa entre el soberano y el poeta por el dominio de la ciudad, y sobre lo que hoy son las ciudades, aquellos símbolos de la modernidad, en estos tiempos de destierro de lo bello, lo sublime y lo íntimo.

                                           Por Karel Kocik                                                                                                    

La viuda del gran poeta ruso Ossip Mandelstam, muerto en un campo de concentración, escribió un libro de memorias sobre su marido, en el que los acontecimientos y los hechos giran alrededor de una metáfora sorprendente: el poeta y el soberano luchan por la ciudad; el déspota expulsa al poeta de la ciudad, y éste intenta siempre regresar, hasta que finalmente, tras una serie de conflictos, el poeta es expulsado definitivamente de la ciudad y perece lejos de ella, en esta estepa.

Se plantea una pregunta: ¿no nos revela esta metáfora una característica del destino de la ciudad moderna? ¿El destino de la ciudad moderna no es eliminar lo poético? Esta metáfora que caracteriza la ciudad en la época moderna plantea tres cuestiones fundamentales: primera, ¿qué es lo poético, cómo debemos caracterizarlo; lo poético que está a punto de desaparecer de las ciudades modernas o que es desterrado y expulsado de ellas?; segunda, ¿en qué se convertirán las ciudades y cómo cambiarán si lo poético ya no encuentra acomodo en ellas?; tercera, ¿cómo caracterizar al poder y a la fuerza, o incluso al soberano que expulsa lo poético de la ciudad?

Lo poético que desaparece de las ciudades modernas abarca tres elementos: lo bello, lo sublime y lo íntimo.





Los pintores holandeses del siglo XVII nos han mostrado en detalle lo íntimo de sus naturalezas muertas. Los objetos de uso cotidiano, las cosas simples y aparentemente triviales el vaso, la pipa, el plato, el limón cortado, los pedazos de pan, el jarro, todos esos objetos habituales y utilizados por la gente sin dedicarles una reflexión o atención particular, reviven súbitamente en las telas de los pintores adoptando otra forma de vida, y muestran su lado oculto, producen un efecto mágico y nos cultivan por su desacostumbrada belleza. El nombre no nos lleva a error, esas cosas no están muertas, y la expresión alemana Still-leben (“vida tranquila”) refleja mejor la realidad: esas cosas banales se presentan en todo su esplendor, se diría que es solamente durante ese momento en el que descansan tras haber sido desechadas y permanecen al abrigo de los murmullos de las conversaciones y de las labores humanas, abandonadas a sí mismas, cuando se desvela su relación íntima con las personas; y éstas, rodeadas por esos objetos, viven gracias a ellas en un medio encantado y encantador que despierta alegría y placer.





El hombre del siglo XX pierde esta relación íntima con las cosas por dos razones: por un lado el ritmo de la vida se ha acelerado, la prisa y la precipitación empujan a las personas y no les permiten detenerse ni demorarse, ni guardar una admiración continúa por las cosas que les rodean. La prisa es enemiga de la confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible establecer una relación de proximidad y confianza mutua, ni tampoco con las cosas: en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y turbación que despiertan las cosas. Por otro lado, la gente de nuestro tiempo no está rodeada por cosas íntimas, pues la relación íntima sólo puede establecerse si el número de cosas es limitado y las cosas muy distintas. La modernidad, por el contrario, vomita cantidades inauditas de objetos, de productos prefabricados, de información y, en consecuencia, el hombre no está rodeado por cosas agradables y próximas, sino que es invadido y devorado por una cantidad innumerable de cosas (informaciones, goces). Las cosas no rodean al hombre, sino que fluyen a su alrededor como una corriente continua que desaparece rápidamente. Todos los días se fabrican multitud de cosas que tarde o temprano se convierten en desechos, las cosas se producen con rapidez y con la misma prisa y celeridad son usadas y reemplazadas por otras nuevas y acaban en la basura. Me parece característico que, tras la Segunda Guerra mundial, cuando el pintor quería expresar el encanto y el secreto de las cosas de la vida cotidiana, recurriera a objetos corrientes degradados por la evolución técnica moderna que los relega o a una posición marginal o al museo: la bicicleta, el arado, la barca (Georges Braque). Estos objetos del artista destilan confidencialidad e intimidad, pero también nostalgia por un pasado perdido he ido a partes iguales.



Y dado que la ciudad moderna es fábrica, aljibe y depósito de esta incesante oleada de cosas breves que aparecen y desaparecen súbitamente, este hecho desencadena consecuencias sobre el perfil y la atmósfera de la ciudad: presa de la afluencia precipitada de cosas y personas, la ciudad pierde la proximidad y la confidencialidad, su ambiente está cada vez más determinado por la extrañeza y por la indiferencia sin encanto ni misterio.

Antes de la Primera Guerra mundial, el escritor austríaco Hugo von Hofmannsthal, durante su estancia en Grecia, describió su encuentro con las esculturas antiguas del siglo VI antes de Cristo en Augenblicke in Griechenland. Citaré un amplio pasaje de este texto que constituye una introducción penetrante a lo sublime y revela lo que supone para el hombre toparse con lo sublime (das Erhabene). Hofmannsthal entró en la sala de un museo en el que cinco estatuas femeninas vestidas con largos ropajes (Gewänder) estaban dispuestas en semicírculo. El poeta prosigue:

En ese momento, algo se apoderó de mí: un terror sin nombre que no procedía del exterior, sino de una remota sima; era como un flechazo…los ojos de las estatuas estaban fijos en mí y sus rostros reflejaban una sonrisa desconocida… estaban ante mí extrañas, pesadas, petrificadas, con los ojos oblicuos… Son de tamaño enorme, esculpidas de una forma entre animal y divina, con formas pesadas. Sus semblantes son extraños, los labios apretados, las cejas dignas, las mejillas poderosas, el mentón revela vitalidad. ¿Son siempre los suyos rostros humanos? Nada de ellos me recuerda el mundo en el que vivo y respiro. ¿No estoy quizá ante algo que me resulta del todo extraño? ¿Acaso el horror eterno al caos no mira a través del rostro de estas jóvenes? Sus cuerpos se alzan sobre unas piernas extraordinarias y vigorosas. Su aspecto festivo no tiene la menor traza de simulación.






¿Quiénes son estas estatuas?, pregunta el poeta austríaco, y prosigue: “Estos cuerpos, respondo con la seguridad del sonámbulo, albergan el misterio de lo infinito. Aquel que estuviera a su altura debería afrontarlos de otro modo que con los ojos, más respetuosa y audazmente. Y sus ojos deberían ordenarle mirar, mirar y después agacharse y caer ante ellos como un vencido”.

Quisiera resaltar dos cosas en este texto del poeta: Hofmannsthal describe su impresión y su experiencia del encuentro con lo sublime precisando al mismo tiempo qué es lo sublime. El encuentro con lo sublime arranca al hombre de las relaciones cotidianas y ordinarias para transportarlo a un mundo radicalmente distinto, desconocido, misterioso. Aquel a quien le ha sido dado aproximarse a lo sublime y percibirlo se siente poseído por el asombro y el horror, contempla lo sublime pero no soporta la carga de esa mirada y cae de rodillas, vencido por la fuerza misteriosa de lo sublime, pero vencido de tal manera que a pesar de estar hundido se remonta hacia lo alto, se siente atraído por lo sublime y transportado hacia las alturas. No puedo evitar recordar y subrayar la trascendencia de la frase de Hofmannsthal: los cuerpos de piedra de estas mujeres albergan el “misterio de lo infinito”, y el que las contempla soporta, en cuanto ser finito, lo infinito.

He considerado necesario y útil citar este amplio pasaje del escritor austríaco, redactado en 1908, que expresa de forma sugestiva e inteligible el fenómeno de lo sublime. Se trata del mismo fenómeno descrito por Kant, el filósofo alemán, de una manera tan reveladora y genial, pero en una prosa filosófica y, por tanto, poco comprensible. No puedo evitar una observación sobre los vínculos históricos. En 1756 el inglés Edmund Burke publicó su célebre obra sobre lo sublime y sobre lo bello (A Philosophical Inquiry into The Origin of our Ideas on the Sublime and Beautiful) en la que no sólo deslinda lo bello y lo sublime, sino que opone ambos por tratarse de ámbitos diferentes. Kant, Schiller y Hegel fueron los primeros en extraer conclusiones filosóficas de esta distinción revolucionaria: mientras lo bello nos vincula siempre al mundo sensible, lo sublime representa una conmoción repentina que nos libera de la tela de araña de la realidad, nos hace trascender nuestra torpeza y nuestro carácter efímero para tocar, en tanto que entes finitos, lo infinito. La experiencia de lo sublime tiene una estructura extraordinaria, es un acontecimiento que se inicia con la sorpresa, con el horror, con el dolor, con el miedo, seguidos por una segunda fase caracterizada por el alivio, la alegría, la elevación. Durante el encuentro con lo sublime, el hombre experimenta primero miedo y horror, pero ambos, el miedo y el horror, lo impulsan hacia lo alto, con lo que lo sublime se revela como un poder que libera al hombre y lo eleva.



Al experimentar lo sublime, el hombre no queda aprisionado en el sentimiento de horror y espectacularidad que lo arrastraría continuamente hacia abajo, hacia el espíritu prosaico, sino que es proyectado por aquéllos hacia las alturas. Kant precisa que el sentimiento de lo sublime tiene una estructura similar al sentimiento moral del respeto (die Achtung) si yo manifiesto respeto hacia la ley moral, me someto a ella, y en la relación con esta ley, soy la persona que actúa con la preocupación de no violar la ley, lo mismo que actúa el que se preocupa por la vida de otro: sin embargo, al someterse a la ley, el hombre se libera. El hombre que presta oídos a la ley moral y se somete a ella, se convierte en un hombre libre, su sumisión se transforma en elevación y en liberación. Esta particular vinculación entre sumisión, dependencia, miedo, horror, sorpresa y liberación, despegue, alivio y elevación, genera la estructura de lo sublime, así como del respeto y de la dignidad.

Hegel añade dos observaciones a los análisis de lo sublime efectuados por Kant. La primera relativa a la definición. Lo sublime, dice Hegel, es ante todo un intento de expresar lo infinito. Y como lo infinito carece de los rasgos de la materia y no puede ser comparado con ésta, lo infinito permanece inexpresable en su infinitud, rebelde a cualquier intento de expresarlo por medio de lo finito. Por esta razón, nosotros, en rigor, no podemos considerar los fenómenos naturales, las montañas, el mar, el ocaso del sol, o las obras humanas como las esculturas, los templos o los monumentos fenómenos sublimes, pues lo sublime no es mensurable por acontecimientos u objetos finitos: lo sublime simplemente se proyecta, se trasluce a través de las formaciones naturales y de las creaciones humanas, pero no se incorpora ni se materializa en ellas. El hombre tiene el sentido de lo sublime, y este sentido lo incita a percibir las formaciones naturales como expresiones de lo sublime y lo capacita para crear obras por medio de las cuales intenta reflejar lo infinito.





Lo sublime no está primitivamente encarnado en  el   objeto  externo a  nosotros,    sino que,    por su  esencia misma, es un movimiento que nos arranca de lo  cotidiano y de lo banal,  transforma  nuestra dependencia hacia el sistema de necesidades materiales en deseo metafísico de verdad, de belleza, de bondad, de poeticidad. El poder de lo sublime no consiste en arrastrar al hombre hacia lo irreal, hacia el ámbito de una fantasía estéril, sino que reside en un respeto  fecundo y frontal   que hace al mundo habitable y lo protege contra  la caída en lo  prosaico. Lo   sublime no desprecia los acontecimientos, sino que es un poder que libera a los seres del yugo de los estereotipos,  de  la    esterilidad,    de la imitación.

Esto nos lleva a examinar la segunda observación de Hegel, referente a la cuestión de saber si todas las personas y todas las épocas han tenido el sentido de lo sublime. Ejemplos clásicos de lo sublime, escribe Hegel, nos los proporcionan los amos del Antiguo Testamento. Admiramos en ellos la idea capaz de proyectarnos hacia lo alto. Los antiguos griegos manifestaron su sentido de lo sublime, y así lo atestiguan los coros y las catedrales. Pero el sentido de lo sublime, ¿está presente en nuestra época? He aquí la cuestión clave.

La época que carece de sentido de lo sublime pierde también la vía de acceso a lo infinito y, para enmascarar esta pérdida, propone una sucesión continua, interminable y embrollada de promesas y de metas finitas, de objetos y de productos prefabricados finitos, de informaciones y de historias finitas. La ausencia de lo infinito es reemplazada por la exuberancia y la eclosión del falso infinito, de una gran cantidad de finales provisionales y superficiales. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre sucumbe a lo finito y a la futilidad, y se convierte en su rehén. Al perder el sentido de lo sublime, el hombre pierde el poder capaz de liberarlo del embrollo de la trivialidad y del prosaísmo, de las metas y fines puramente pragmáticos.

Lo sublime, del que al principio de esta exposición afirmaba que constituye lo poético junto con lo bello y lo confidencial, desaparece de las ciudades modernas de un modo extraño. No es erradicado por la fuerza, no es expulsado fuera de las ciudades por la fuerza de las armas, sino que desaparece de otra forma: en una confusión de la que muy pocos son conscientes. Las construcciones del siglo XX no son el rasgo o expresión de lo sublime, sino una prueba y un testimonio visible de la condescendencia, es decir de la arrogancia del hombre moderno. En la construcción de las ciudades, lo sublime liberador es reemplazado por su propio sucedáneo, por un remedo de sí mismo, es decir, por lo grandioso que maniata y engaña. La ciudad moderna está dominada por lo imponente y por lo colosal. Cuando la prisa y la precipitación lo dominan todo y dirigen el ritmo de la vida, las personas no tienen tiempo de detenerse, el tiempo y el espacio ya no existen para lo sublime. La prisa y lo sublime se excluyen.




El asombro que se apodera del hombre tras su encuentro con lo sublime, que le corta la respiración y lo deja clavado en el sitio, es algo completamente distinto al horror glacial de lo   grandioso, de lo imponente, de lo colosal que devora al hombre, le priva de la reflexión crítica y de la distancia para instalarlo en el proceso inexorable de la prisa en el que se precipitan sin interrupción  montones de gente, montones de cosas, montones de informaciones, montones de  eslóganes,  montones   de goces.

¿Qué sucederá si la banalidad y la ordinariez, el funcionamiento cotidiano que  proporciona a la gente no sólo todo lo que es útil, sino también lo abundante y lo inútil, si la banalidad y la  ordinariez se alzan y se materializan en las imponentes  construcciones  de las  ciudades  modernas , y  en  esta imponente grandiosidad y “belleza” que ofrecen la  ilusión  de  lo  sublime?   ¿Qué  sucederá si la banalidad se eleva por encima de todo y, como una arrogancia (superbia) moderna,   reemplaza a lo sublime, adopta su  aspecto y  reclama  honores y  reconocimiento?  En ese momento,   cuando lo verdaderamente sublime desaparece en las ciudades y es reemplazado por formas  altaneras masivas, por la arrogancia de la banalidad, se produce una confusión fatal.

¿Cuál es la forma normal, habitual, de erradicar lo poético de las ciudades modernas para sustituirlo por lo no-poético y por lo antipoético? La forma usual y más extendida de privar a las ciudades de lo poético es la metamorfosis humillante y degradante: lo bello es reemplazado por lo bonito y por lo grato, lo sublime por lo imponente, la intimidad de las cosas por la agresividad.

Lo poético, que es erradicado de muchas maneras de las ciudades modernas, no es una decoración exterior que vendría después a embellecer la prosa de lo real. Lo poético es un poder sintetizante y conectivo, y cuando es erradicado, la comunidad, el municipio (polis) se desintegran y la degradación se convierte en la medida dominante de todo: el municipio y la ciudad se degradan en un sistema grandioso y creciente de necesidades (System der Bedürfnisse). Cuando el sistema de necesidades se erige en dictador, la necesidad metafísica de lo poético, de lo verdadero, de lo sublime, se debilita o incluso desaparece y la vida de las personas se reduce y se agota en la persecución de objetos, disfrutes, informaciones, para asegurarse la comodidad y el lujo.

Si lo poético es erradicado de las ciudades y de la convivencia de sus habitantes, la alianza de lo finito y lo infinito se quiebra, los hombres pierden el acceso a lo infinito y quedan aprisionados en la agresividad ostentativa y trivial y en lo finito pragmático. Todo es invadido por la transformación patológica que degrada a las cosas y a la gente.

¿En qué se convertirán las ciudades si lo poético es erradicado de ellas y desaparece de sus muros? Si desaparece lo poético, la ciudad pierde al mismo tiempo la arquitectónica. La ciudad, privada de la arquitectónica, es una pura imitación o caricatura de sí misma: en realidad, se ha convertido en una anti-ciudad.



¿Qué es la arquitectónica? La idea y la acción arquitectónicas determinan lo esencial y lo secundario, definen la finalidad (telos) gracias a la cual se produce todo. La arquitectónica es una fuerza que no solamente diferencia lo esencial de lo secundario, sino que determina asimismo el lugar y lo define como el sentido de toda acción. La arquitectónica es una articulación y un ritmo de la realidad que reparten la vida entre el trabajo y el ocio, entre la guerra y la paz, entre las actividades necesarias y útiles por un lado y las sublimes, bellas por otro. La esencia misma de la arquitectónica es subordinar una cosa a la otra. Lo accidental existe gracias a lo esencial: la guerra para la paz, el trabajo para el ocio, las cosas útiles para las cosas bellas, como dice Aristóteles en La política (VII, 1333a).

La arquitectónica significa que las personas dan preferencia a algo en sus vidas, y únicamente si saben vivir la diferencia viven con dignidad. La arquitectura determina y prescribe que hay que trabajar y dirigir guerras, y sobre todo que es preferible la vida de paz y de ocio, que hay que hacer cosas necesarias y útiles, pero que hay que preferir los asuntos bellos en el sentido del término griego: es decir, bello en el sentido moral, noble, digno.

¿Qué sucederá si lo secundario, lo auxiliar, lo instrumental se sublevan contra el telos, contra el sentido, se apoderan del mando y domeñan a las actividades denominadas bellas por Aristóteles para ponerlas a su servicio? En ese momento, en el momento de esa conmoción, la arquitectura se derrumba, y la época sucumbe al saber y al acto antiarquitectónicos, es decir, a un caos tal que las personas dejan de distinguir entre alto y bajo, entre vanguardia y retaguardia. Así ha caracterizado Robert Musil al siglo XX en su obra El hombre sin atributos. Las ciudades modernas no son un testimonio y un símbolo de este derrumbamiento de la arquitectónica, y ésa es la razón de la crisis de las ciudades.

Sin embargo, el derrumbamiento y caída de la arquitectónica se manifiestan también de otra manera. Después de Aristóteles, es en la filosofía de Kant, pensador de la época moderna, donde la arquitectónica ocupa el papel clave. La parte final de su obra capital. Crítica de la razón pura, se titula “La arquitectónica de la razón pura”. Aquí la arquitectónica significa que nuestro conocimiento no puede ser un simple conglomerado de conocimientos, sino su unión sistemática e íntima. Y este conocimiento no debe ser rapsódico, inconexo y fragmentario, sino que debe generar la unión de las experiencias variadas y dirigidas por la idea. En su sentido primario, la arquitectónica de la razón significa que el hombre está determinado por una conexión interna y por la dependencia de un número finito de preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, ¿qué me gusta?; y estas preguntas, tomadas en conjunto o por separado, no pueden reducirse a una unidad sistemática de conocimientos; quedan siempre, en cuanto preguntas, fuera del sistema y no pueden ser transferidas a él.





Esta vacilación y falta de claridad que caracterizan lo que entendemos por la arquitectónica, un sistema creciente, articulado del interior, permiten presagiar que la arquitectónica se identificará con este sistema, y perderá entonces su determinación primaria. Pues constituye también para la arquitectónica una forma de difuminarse y de transformarse en un sistema que se perfecciona y crece. En nuestra época, las ciudades ya no se crean, pero las creadas tiempo atrás se extienden, se amplían, invaden los espacios vacíos. Y cuando se crean ciudades nuevas sobre la tierra, ya no se trata del acto solemne y sagrado de antaño; se construyen según los planes de la razón técnica como aglomeración de edificios administrativos, industriales y culturales.
La razón únicamente es arquitectónica si procede sistemáticamente y se ejecuta como arte de sistemas, pero consciente de que su punto de partida estará constituido por la conexión íntima de las cuatro preguntas mencionadas arriba que son irreductibles a un saber sistemático. La arquitectónica de la razón es un conflicto productivo de la razón, máxime si ésta sabe que no debe sucumbir a su inclinación hacia el sistema hasta convertirlo en su única actividad. Por este motivo retorna siempre a las preguntas y a la interrogación como fuente de toda su actividad. En el momento en que las cuatro preguntas básicas dejan de inquietar a la razón y su única actividad es el sistema siempre creciente del saber, la razón pierde la arquitectónica y sólo la razón del sistema continúa funcionando, desprovista de la arquitectónica: la razón arquitectónica se reduce entonces a la razón sistemática y creadora de sistema.





La ciudad moderna vive como un sistema en funcionamiento: la ciudad vive funcionando. Las canalizaciones, la electricidad, la distribución del gas, la recogida de basuras, los transportes, funcionan. Si el funcionamiento de todos estos servicios mutuamente ligados se detiene, la ciudad deja de vivir, muere. El conflicto entre el soberano y lo poético se desarrolla en las ciudades actuales como un conflicto entre el funcionamiento que domina, ocupa la ciudad y arrastra a los habitantes de este funcionamiento, y lo poético que no funciona, que simplemente existe y como rehúsa someterse a la dictadura del funcionamiento, retrocede y es erradicado de la ciudad, se refugia en los oasis y albergues esporádicos en los que sobrevive: en los museos, galerías, bibliotecas, teatros, pero carece de fuerza para atravesar la ciudad y dejar constancia de su presencia, que cada uno podría adivinar y que inspiraría las actividades de todos.

En los años veinte y treinta de este siglo, el dictador cuyo nombre todo el mundo conocía perseguía al gran poeta ruso Mandelstam. Logró lo que se proponía expulsándolo de Moscú, y luego enviándolo a morir en un campo de concentración. Pero, ¿cuál es el nombre del poderoso dictador que expulsa lo poético de las ciudades a lo largo y ancho de todo el planeta, impone a las ciudades lo prosaico, las transforma en sistemas de expansión y ayunos de la arquitectónica? ¿Sabemos el nombre del dictador que siempre detenta el poder? ¿O somos más bien incapaces de darle un nombre y nos sentimos impotentes para desenmascarar su existencia, e impulsados a atribuir la prolongada crisis de las ciudades a factores secundarios o fortuitos? La particularidad de este dictador que decide el destino de las ciudades modernas radica en que también ejerce su poder en los países democráticos, en los países con gran tradición democrática. Sin embargo, ninguna de las democracias ha hallado aún una defensa eficaz contra él, pues es más poderoso que todas las democracias juntas. ¿Proviene su fuerza del ocultamiento, del anonimato, o del hecho de que nosotros no hemos sido capaces, hasta hoy, de describirlo y de identificarlo?

Uno de los primeros en identificar a este dictador sin nombre fue Alexis de Tocqueville. Este aporta una prueba de su pensamiento crítico y persuasivo cuando dice: “El asunto es nuevo… Las antiguas palabras como despotismo y tiranía se han quedado cortas”. La opresión que amenaza a todas las democracias modernas no se parece a nada de lo anteriormente existente. Tocqueville subraya: “El fenómeno es nuevo, y por tanto es preciso intentar definirlo, dado que no puedo designarlo”. Este dictador moderno oculto y anónimo posee un poder extraordinario de “degradar a los hombres sin torturarlos”, y Tocqueville pergeña una imagen del futuro de las personas y de las democracias modernas: “Me imagino los nuevos perfiles que el despotismo moderno podría adoptar en el mundo: veo una multitud inconmensurable de hombres parecidos e iguales que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma”. Y el autor de La democracia en América añade: “Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga de garantizar sus goces y de velar por su destino. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y grato”.




En 1897, cuando se emprendieron en Praga las tareas de saneamiento y modernización, dos escritores checos, los hermanos Mrstik, publicaron una obra titulada sintomáticamente Bestia triumphans en la que demostraban que el progreso necesario para la reconstrucción, saneamiento y modernización de las ciudades implicaba la demolición de edificios feos, pero también de joyas arquitectónicas. En aquella época, hace cien años, los escritores parecían defender lo antiguo frente al progreso y frenar la modernidad en nombre del pasado vencido. Ahora bien, parece que gracias entre otros a ellos, Praga sigue siendo la joya de la arquitectura románica, gótica y barroca, y no ha sucumbido del todo a la parcialidad y a la ceguera. Dos valientes escritores checos del pasado comprendieron que la construcción de edificios aburridos, inhabitables y feos que se parecen como dos gotas de agua y a los que les cuadra el nombre ridículo de die Wohnmaschinen (“maquinas para habitar”), no es asunto de los arquitectos y no los exime de culpabilidad, sino que surge al dictado del espíritu de la época: un espíritu que es negación del espíritu y anti-espíritu. En las relaciones humanas, afirman estos escritores checos, la “deshonestidad, la venalidad, la corrupción y la astucia” se van imponiendo paulatinamente y las gentes son impulsadas por la “violenta pasión de la hipocresía”, quedan cegadas por los eslóganes y por la apariencia de cultura mientras la auténtica cultura perece. Mientras los tiempos modernos sigan dominados por la bestia triumphans que se impone por la nivelación de todo, incluyendo la cultura y la arquitectura, dentro del ritmo acelerado del sistema en funcionamiento, la poesía, la belleza, lo sublime, lo íntimo, quedarán condenados a la marginalidad. Hace cien años, estos escritores checos pidieron a las personas que aprendieran de nuevo a integrar la poesía en las construcciones de casas y de ciudades, para que sus habitantes deseasen no sólo quedarse en ellas, sino también y, sobre todo, vivir en ellas poéticamente





Una voz importante, de 1824, debería igualmente resonar en este diálogo entre los representantes de diferentes naciones y generaciones que intentan dominar y caracterizar el poder que determina la modernidad y forja la fisonomía de las ciudades actuales. En sus conferencias consagradas a la filosofía de las religiones, Hegel opone la realidad de la Grecia clásica, a la que considera la “religión de lo bello” (Religión der Schönheit), a la de la Roma imperial, para la que reserva nombres ignominiosos: “religión de la finalidad, del egoísmo, de la codicia” (Religión der Zweckmässigkeit, der Selbssucht, des Eigennutzes). La Grecia clásica, con su filosofía, su tragedia y su comedia, su escultura y su arquitectura, era un modelo sin parangón para Hegel, mientras que la Roma imperial, en su opinión, personificaba la decadencia. Dentro de este contexto, Hegel expresa una opinión notable: la evolución de Europa tras la Revolución Francesa se parece cada vez más a la antigua Roma imperial y el filósofo justifica su pensamiento de la siguiente forma: “Antes y ahora, en la antigua Roma y en nuestra época, el sofista es el que se convierte en el personaje principal, el que determina el contenido de la acción, del razonamiento, del sentimiento y de la creación”. El hombre es la medida de todas las cosas, pero un hombre empobrecido y reducido al status de productor y consumidor, que considera cuanto existe un material del que se sirve para facilitar su vida, para asegurar su bienestar y para consumar sus fines egoístas, tanto individuales como colectivos. Cuando este egoísmo, enmascarado bajo frases moralizantes, se alza sobre un pedestal para imponerse como valor supremo, toda la vitalidad bella y moral desaparece forzosamente, la realidad se descompone en una enorme amalgama de codicias, metas e intereses particulares, en pequeñas eclosiones de goces y humores. La realidad, caracterizada por la descomposición de la comunidad humana (polis), halla un nombre adecuado en Hegel: “El reino animal humano” (das menschliche Tierreich).




El sofista, personaje principal de los tiempos modernos, construye la ciudad para que se parezca a él y por su propia necesidad, de ahí que la conciba como un conjunto de casas funcionales, como un sistema prolífico de servicios, diversiones, consumo de cosas y de información, cuya dependencia implica desterrar lo poético, es decir, lo bello, lo sublime, lo íntimo. Todas las épocas construyen ciudades y casas a su imagen y semejanza, de ahí que los resultados de sus actividades constructoras sean un espejo que refleja el tiempo. Pero ciertas ciudades no reconocen o se niegan a reconocer su verdadera faz y se refugian en ilusiones infundadas de su belleza y grandeza. La ciudad, contrariamente a lo que creían el clasicismo y el romanticismo alemán, no es música petrificada ni un monumento de musicalidad, sino que en su forma moderna es más bien una expresión perceptible, es decir, visible, audible y sensible, de la esencia de los tiempos modernos, unos tiempos que han perdido la arquitectónica o han renunciado a ella, para reemplazarla por otra cosa por un sistema en funcionamiento.



El destino y el futuro de los tiempos modernos, y en consecuencia de las ciudades actuales, dependerá de si la arquitectónica perdida es recuperada o si su sucedáneo, representado por el sistema sempiterno y omnipotente, se mantiene. La esencia de los tiempos modernos está constituida por el conflicto entre el sistema seguro de sí mismo, y a punto de convertirse en la realidad dominante, y la esperanza latente de salvar el mundo: la arquitectónica. ¿Qué es esta arquitectónica que tanto echamos de menos y sin la cual el hombre no puede llevar una vida digna? La arquitectónica del mundo es vínculo hecho de tiempo, de espacio y de movimiento, en cuyo seno cada uno de los tres elementos se une a su opuesto: el tiempo de la arquitectónica es una conexión de lo permanente con lo temporal. Si lo temporal excluye y suprime lo duradero, la arquitectónica se viene abajo. La arquitectónica une lo sublime, lo patético, lo monumental, con lo corriente, lo trivial, lo banal, y en esta unión permite asimismo a lo trivial vanagloriarse de su propia poética. Pero desde el momento en que lo sublime desaparece para ser reemplazado por lo racional y lo técnico impuesto, lo trivial y lo banal se transforman en un mal gusto vulgar y la arquitectónica se derrumba. El movimiento arquitectónico incluye la ascensión y la caída, lo provisional de la prisa, así como la posibilidad de rezagarse, la marcha hacia adelante y el eventual retroceso. Pero si la aceleración del sistema se convierte en la única forma de movimiento y las personas se acomodan a su ritmo, la arquitectónica se viene abajo.





La construcción de las ciudades, en cuanto acto solemne que renueva y confirma la arquitectónica del mundo, es un acontecimiento: si las ciudades ya no se crean sino que se agrandan, se amplían y se multiplican, esto constituye una prueba de la desaparición del acontecimiento en cuanto asunto inútil y superfluo y, además, demuestra que la arquitectónica ya no tiene sitio en esta realidad: ha sido privada de él, y por tanto, es una arquitectura en el vacío. La ciudad es un lugar en el que se produce un acontecimiento. La ciudad en cuanto lugar es un acontecimiento. El francés, al contrario que el alemán y las lenguas eslavas, expresa con toda naturalidad la íntima conexión entre lugar y acontecimiento: lugar (lieu), tener lugar (avoir lieu). La ciudad, en sentido primitivo, es un acontecimiento ubicado, un acontecimiento que ha tenido lugar en cierto sitio: la ciudad es un acontecimiento que ha tenido lugar para diferenciar lo esencial de lo no esencial, lo sublime de lo trivial. El hombre con apego a este lugar no está ligado a un trozo de tierra natal o a paisajes paganos sino que, mediante esa ligazón al lugar, participa en las acciones y acontecimientos que deciden el destino de la libertad y de lo sublime, de la belleza y de la poesía. En ese apego al lugar, se reconoce responsable de los acontecimientos que allí suceden. Este apego al lugar no maniata a las personas, sino que las invita a asumir una responsabilidad liberadora y las hace afrontar la cuestión de saber si la ciudad seguirá siendo el lugar de los acontecimientos y de la historia, o si se convertirá en un sistema que funciona. Las ciudades no son puntos o espacios geométricos, sino lugares de acción y de acontecimiento. Las ciudades modernas están amenazadas por el hecho de que lo poético, la arquitectónica, lo sublime son sitiados, engullidos y ahogados en las olas de lo trivial y de lo pragmático: la iglesia, el templo, el ayuntamiento, el teatro como símbolos de lo espiritual son desplazados y cercados por construcciones prosaicas destinadas al consumo y a la administración, y así lo ha demostrado de manera expresiva el arquitecto checo Karel Honzík: antes una iglesia, un templo, una alcaldía, un teatro dominaban la ciudad, mientras que en la actualidad estos puntos dominantes han sido engullidos y ensombrecidos por otros edificios dominantes prosaicos y banales, aunque imponentes y grandiosos.

La ciudad es un testigo vivo y perceptible para todos de lo que es nuestra época: la época está personificada por la ciudad. En el destino de la ciudad moderna se puede leer la situación de la época entera. Los acontecimientos de las ciudades son el reflejo elocuente de lo que sucede en la época entera. El dictador al que me refería al inicio y que determina la fisonomía, el funcionamiento y la vida de las ciudades modernas, es, al mismo tiempo, el dictador de la época: el destino de las ciudades y de los tiempos está en manos de un único dictador, que, al contrario que los dictadores nominales, expulsados, muertos y medio olvidados del siglo XX, reina por siempre y parece invencible.

¿Qué nombre dar a semejante dictador? ¿Deberíamos acuñar para él la denominación de bestia triumphans, o quizá sería más acertada la de “sofista moderno”? ¿O tal vez deberíamos utilizar el término intraducibie de Martin Heidegger para decir que los tiempos modernos, incluyendo en ellos las ciudades, están dominados por das Gestell?. Yo prefiero adherirme a la opinión de Alexis de Tocqueville: no nos apresuremos a dar nombre al poder de este dictador, intentemos primero analizarlo y describirlo.

Si mis deducciones son acertadas, sólo se puede extraer una conclusión: si toda la época ha perdido la arquitectónica, los esfuerzos de arquitectos de talento, por grandes que sean, no pueden por sí mismos cambiar el destino de las ciudades modernas. Para que las ciudades vuelvan a ser lugares de articulación arquitectónica y para que los ciudadanos puedan permanecer en ellas como la cuna de lo banal y de lo poético, es decir de lo sublime, de lo bello y de lo confidencial, la época contemporánea debe desembarazarse del dictador anónimo que se comporta a la vez como un embaucador y como un ocupante.
Este dictador anónimo es responsable de la invasión de las vidas de las personas por una oleada continua de informaciones, impresiones, productos prefabricados, cosas que tarde o temprano se pierden en un proceso que se acelera sin cesar. En esta prisa, no hay tiempo para quedarse ver-weilen. Pero donde no hay tiempo, el hombre no puede habitar ni la ciudad ni la tierra de manera poética, y la memoria desaparece de la vida. Primitivamente, la memoria no es la capacidad de evocar con el pensamiento las cosas y acontecimientos pasados. La memoria significa en su origen que el hombre piensa en lo que sucede, piensa en los acontecimientos de la realidad, mientras que la pérdida de memoria significa que el pensamiento de las personas está ocupado por asuntos secundarios que bloquean y paralizan las actividades de socorro de la auténtica memoria. Por esta razón, el hombre debe liberar su memoria del aluvión de cosas secundarias y recordar lo que él es; y en este recuerdo, en este despertar de la memoria, logrará que el primer paso hacia la salvaguarda o la creación de ciudades sea la renovación de la arquitectura del mundo.


Karel Kosik

Filósofo checo. Es autor del estudio clásico Dialéctica de lo concreto (1963).



(1926 –2003)

Texto


Karel Kocik, Revista Nexos, febrero 1998, Vol. 21, Número 243, paginas 67-73, versión en duro, México. Versión en virtual, enlace: http://www.nexos.com.mx/?p=8795


Créditos ilustraciones por orden de aparicion (Selección de Plaza de las palabras)

La ciudad y el mar,  Anbrogio Lorenzetti, c.1335
Bodegon Desayuno, FLORIS CLAESZ VAN DIJCK. DE FLORIS CLAESZ VAN DIJCK (HACIA 1575–1651) - THE YORCK PROJECT: 10.000 MEISTERWERKE DER MALEREI. DVD-ROM, 2002. ISBN 3936122202. DISTRIBUTED BY DIRECTMEDIA PUBLISHING GMBH., DOMINIO PÚBLICO, HTTPS://COMMONS.WIKIMEDIA.ORG/W/INDEX.PHP?CURID=150586
BODEGÓN DE DESAYUNO, 1613, ÓLEO SOBRE TABLA, 49,3 X 78,3 CM, HAARLEM, MUSEO FRANS HALS.
Desnudo bajando las escaleras, Marcel Duchamp, 1912, Museo de arte de Filadelfia
Mi Bicicleta, Georges Braque. 1941, terminado  en 1960 
Venus de Arles, Louvre, Photographer de MARIE-LAN NGUYEN
Miedo Colectivo, Rafael  Canogar, 1970. Pagina oficial
La Masía, Joan Miró, 1912     
New York, Georges Bellows, National Gallery of Art, 1911
Escultural construcción de ruido y velocidad,  Giacomo Balla, 1914-1915. Museo Hirschhorn   
La Espera o La Esperanza  de Rafael Canogar, 1970. Pagina oficial   
Metrópolis,  George Grosz, MUSEO THYSSEN-BORNEMISZA, MADRID
INV. NR. 569 (1978.23) GROZC 1917
París desde la ventana  Chagall, 1913
Waterfall, 1961, M.C.Escher
El  falso espejo, René Magritte, 1928
City, Ferdinand  Lager, 1919
Foto de Karel Kocik,Wikipedia