Critica y reseña: Náufragos o el talento narrativo de Dennis Arita,por Hernán Antonio Bermúdez




Dennis Arita (Escritor Hondureño)




                                                Hernán Antonio Bermúdez


“náufragos que sólo alcanzan a reconocerse cuando logran
confluir en una danza o juego” (p. 96)
                                                                                                                       
En el 2008 Dennis Arita inició su trayectoria como narrador al publicar Final de invierno, libro que agrupa cinco cuentos, el último de los cuales le da el título al volumen. Cabe decir que su voz autoral no se parece a ninguna otra. Impregnado de atmósferas y personajes de clara estirpe onettiana, Dennis Arita pareciera trabajar en un taller secreto del lenguaje, fraguando una estética peculiar que traspasa las inflexiones de la lengua a su propia búsqueda expresiva.

El linaje de Juan Carlos Onetti en estos relatos se detecta por el clima de derrota, confinamiento y hastío de los personajes principales. Y aun cuando ocasionalmente puedan adoptar un inusual aire de liviandad, tiemblan y hacen relucir su fragilidad subterránea.

Lo que sucede en Final de invierno es un continuo fracaso, una comprobación tras otra de la inutilidad de actuar. La comunicación no tiene cabida en este universo cerrado y gélido (allí, además, para mayor énfasis, siempre hace frío y llueve), y se la rehúye de manera constante. Así, cuando se desencadena cualquier situación en que cabría esperar un diálogo, el protagonista se desconecta y deambula en un ámbito propio y ajeno. Las raras veces en que se intenta establecer una aproximación con algún interlocutor, ésta ineluctablemente fracasa o se malogra.

Aparte está el terrible aburrimiento o desazón existencial que domina a todos los personajes que siempre parecen querer desligarse del sombrío lugar en que se encuentran (“la vida está en otra parte”, como diría Milan Kundera). Estos gesticulan como mónadas aisladas, y, si acaso, los diálogos lacónicos marcan la distancia que escinde al protagonista de los demás personajes o, como suele decirse, “el mutuo enigma de un ser frente a otro”.

En el territorio literario de Dennis Arita refulge permanentemente la imagen de oscuridad. Se trata de una opacidad irremediable y de un misterio difuso que corroe el hábitat de estos cuentos. Es más, se está en presencia de una manera elusiva, oblicua, de narrar, donde la soledad resulta un fenómeno del todo pesaroso (desastroso quizá), pero sin bordear el patetismo. A veces con una trama próxima a la de los sueños, con su lógica alucinada y sus apariciones (y desapariciones) inexplicables.

En tal sentido, en los relatos de Final de invierno, emparentados por su textura depresiva y su crispación febril, la acción narrativa y el contexto que la rodea poseen una cierta condición onírica: las figuras se coagulan en torno a una lúcida y delirante obsesión de pesadilla.

En todos ellos, el protagonista, Figueroa en “El río”, Sierra en “Casas”, Peralta en “Monstruo”, Juan Mendoza en “Edificios después de la lluvia” y el de “Final de invierno” (cuyo nombre se escamotea), es un individuo angustiado o bien desmoralizado: se trata de sujetos exhaustos, desengañados, suspicaces, con los afectos rotos o al borde de la zozobra.

   Así en “El río”, “Figueroa no puede decir si acaba de perder la noción del tiempo y de las distancias o si ha sido siempre así” (p. 19) y “las sensaciones le llegan como atravesando distancias cubiertas de niebla” (p. 20). “Todo es para él como un río llevándoselo hacia la nada” (pp. 24 y 25).
  En “Casas”, “Sierra se sentía cada vez más lejos, como si se lo llevara la corriente de un río, igual que un tronco o una rama” (p. 47), y “es incapaz de recordar” (p. 46).
  En “Monstruo”, a Peralta “lo perturbó la sospecha de que por alguna razón estaba perdiendo contacto con la realidad” (p. 55) y “todo quedaría en el límite de lo indefinido” (p. 58).
  Mendoza en “Edificios después de la lluvia” se mueve en “la sombra verdosa y casi submarina en que parecían flotar los objetos” (p. 76).  

El cuento titular del libro, “Final de invierno”, es a mi juicio el más logrado. No por casualidad éste dio su nombre al libro entero. Además, tanto en él como en “Edificios después de la lluvia” se destaca un “yo” más cargado de importancia individual: es el narrador. En efecto, estos dos relatos están escritos en primera persona del singular: cuentan las vivencias y las reacciones de figuras protagónicas (proto/agónicas) que son, de alguna manera, una delegación del autor aunque, por supuesto, sin confundirse con ellas. Es decir, el autor les presta su voz, su estilo, pero los personajes (como no podía ser de otra manera) poseen las dimensiones de creaturas literarias, con su peso específico propio.

En definitiva, los protagonistas difieren poco entre sí y parecen variaciones de un modelo compartido. Eso sí, la hilación de los hechos discurre lenta, lo que carga a la prosa de una dramaticidad a ratos exasperante. La valía de los relatos depende más de su ciclo verbal que de los consabidos componentes anecdóticos que puedan contener. Con todo, el último cuento es un prodigio de intensidad y de dosificación de los efectos, como un mecanismo destinado a culminar con el manotazo de la frase final.

Dennis Arita posee, en suma, una escritura depurada, precisión de vocabulario, pudor expresivo, continuos hallazgos descriptivos y casi ausencia total de tanteos o vacilaciones (las excepciones son minúsculas). Final de invierno es un excelente primer libro y le abre paso, además, a Música del desierto (2011) que confirma y consolida su enorme talento narrativo.

                                                                                         Tegucigalpa, marzo del 2014
Fuente El Arca http://el-arca-hn.blogspot.com/
http://el-arca-hn.blogspot.com/2014/03/naufragos-o-el-talento-narrativo-de.html

Cuento: Punto de partida de Álvaro Cálix




El soldado que se niega a servir en una guerra injusta es aplaudido por quienes aceptan sostener al gobierno injusto que hace la guerra. H.D. Thoreau (El deber de la desobediencia civil).
            Casi es tiempo de abordar, la vocecilla del altoparlante hizo el segundo llamado. Repaso por última vez la sala. Varios están leyendo el diario, como en cadena, varados en la penúltima página… Con grandes titulares y fotos a todo color, aparece el asesinato de turno. Es otra mañana de un lunes cualquiera, sí, porque mi partida es un suceso que, aparte de mi familia y algunos amigos, pasa muy bien inadvertido.
            Escucho ahora el estrépito de un avión que despega; ya me lo imagino horadando el aire tibio de la mañana y elevarse hacia el cielo de abril. Entre abrazos y consejos, descubro mi turbación. Son tan confusas las despedidas, sobre todo cuando vienen así, de repente. Un presentimiento se me revuleve en el estomago: intuyo que, quizás, no vuelva a ver a más de alguno de los que vienen a decirme adiós. 
            Sin poder evitarlo siento que la vida se parte en dos, un cruce de caminos, inesperado, constriñe a girar el rumbo. De seguro, este momento quedará grabado en mí como un paisaje sombrío del país ahora menos vivible que nunca. Aunque el viaje me alienta cierta esperanza, no parto porque se me antoja. ¡No!…, me han impelido las circunstancias.
            Confieso que todavía quedo boquiabierto al observar lo fácil que nos acomodamos al golpe de Estado…, a la disolución de la Asamblea y, unos meses después, como secuela, esta pasiva actitud frente a la guerra que está a la vuelta de la esquina. ¡Quién puede negar que la vida es una caja de sorpresas!… No pocos de los que ayer exaltaban el viejo régimen, picotean hoy las migajas que lanza el Dictador.
            Por las actitudes de muchos, supongo que los vientos de guerra con el país vecino se perciben como una circunstancia insalvable. Y no podía ser de otra manera, los micrófonos y las plumas mejor tasadas, como herreros, le han sacado filo a las palabras para arrojarlas aquí y allá, cargadas ya sea de elíxires heroicos para exaltar el ánimo, de jugos ponzoñosos para sacarse al punto a los opositores, o de sedantes para aplacar la conciencia de aquellos que andan sin ton ni son por las calles. Tal vez eso explica la naturalidad de la gente que, sin asombro, mira como va engrosándose la milicia con tierna carne de cañón de las barriadas y de los poblados tierra adentro. Y a los pocos que elevan la voz para invocar la objeción de conciencia, ¡lo sabré yo!, a más de tildarnos de ¡antipatriotas!, nos prodigan garrotazos y bartolina.
Tal vez no tenga la edad para entender ciertas cosas, pero, bien sé que cuando comienzan a encapotarse los cielos de la libertad, pronto emerge el desasosiego, indetenible; sé además que antes de consumirse el último vestigio de la tarde, brota, desde los intersticios, un clima subterráneo, y aunque yo no esté de acuerdo, la sangre de unos y otros nos salpicará el rostro, y no bastarán pañuelos blancos para limpiarnos, ni nuestras lágrimas serán suficientes para diluir el tono rojizo que se pintará culpable en las mejillas.
            Verifico por enésima vez que llevo los papeles en regla… boleto, pasaporte e impuestos. Tengo hambre, no me basta el capuchino y la galleta de avena.  Huelo un aroma casero que proviene del fardo de empanadas que aliñó la abuela en mi alforja; la abro y encuentro el bulto, envuelto en papel mánteca. Fueron horneadas en la mañanita, todavía están calientes; retiro la envoltura e intento con voracidad un bocado, pero algo me detiene, no es que crea que me voy a quemar la lengua, no es eso, más bien, un soplo de nostalgia enerva mi apetito y vuelvo a cerrar el paquete; quisera tenerlo todavía conmigo cuando finalice el vuelo.          
Un par de chiquillos pasa a mi lado, listo para abordar con su madre. Un hombre con aire de extranjero apresura el paso, mientras cierra el libro que lleva entre las manos. Al fondo, llanto, apretones y abrazos dilatados. Subo escaleras; risas de mujeres perfumadas me dejan al paso. Bien dicen que el mundo no se detiene… a pesar de todo…
            ¡Es tarde!... Tarde para darme la vuelta y desafiar la inercia.  Voy caminando por la manga que une el aeropuerto con la nave… un túnel gris, soporífero, que no parece estar en ningún lugar ni tiempo, es la antesala a la ruptura. Una sonrisa me espera del otro lado, la de la asistenta de vuelo en traje azul marino, que por supuesto no puede percibir mi vértigo, y dice: “Bienvenido”; apenas balbuceo una respuesta. Decenas de ojos me interceptan mientras avanzo por el pasillo del avión. Tropiezo, el rubor sube a mi cara, imagino que estoy dando manotazos en el aire para alcanzar mi asiento.
            Dicen que en la vida hemos de morir varias veces para asomar a la madurez. Hoy he muerto, como si lo sacasen a uno de raíz. Como un árbol deshojado por el otoño, me siento a la intemperie, en un desierto de fugaces miradas y sonrisas de témpano. Pero qué distinto efluvio transmite la atmósfera que me rodea: rostros animados, ejecutivos rimbombantes, el futbolista que se va a jugar a Italia, el exministro y el exdiputado, el turista que se larga a tiempo, maravillado por el sol y la playa, los primos del nuevo jefe de Estado y, no podían faltar, las señoras de tales que van de paseo a Miami. Una jungla diversa, de la que por supuesto formo parte.
            Abrocho el cinturón. Los motores han calentado, la nave comienza a moverse hacia la ruta de despegue. El pasillo se despeja, vuelve el vértigo, no quiero partir y, sin embargo, desde mi interior bulle una sensación de alivio. Cierro la ventanilla, compulsiones hacen temblar mi cuerpo; frente a lo cual, intento disimular mi estado; entonces, cierro los ojos para atrincherarme. Ahora los segundos se alargan, densos, mientras aumenta la velocidad del avión. Escucho los gritos de una niña asustada, la risa nerviosa de un anciano y, puedo escuchar también, mi llanto interior. Palpo el crucifijo y me persigno. El aire va tragando la aeronave.
            Tengo sed, una pesada aspereza recubre mis labios, apenas lubricada por el contacto ligero de la lengua. Pronto podré pedir un vaso de agua, aunque temo que mi sed sea más profunda. Para distraerme, de antemano cambió la hora del reloj para ajustarlo a mi nuevo destino. Quizás por la resequedad, estallo en un arranque de tos que sacude mi torax con furia. Esta circunstancia no deja de avergonzarme, puesto que desentona con el silencio artificial que priva. Con discreción, trato de manejar el incidente, tapando con el puño mi boca hasta reducir el espasmo.
            No habiendo salido todavía del percance, me toma de sorpresa lo que veo; para confirmar que siempre hay excepciones, una mujer en indudable estado de preñez, desafía las reglas; se ha levantado para ir a pararse en medio del pasillo. Supongo que busca captar nuesta atención, aun sin mediar palabra de su parte. Con suavidad golpetea el dedo índice contra el respaldar de un asiento. Parece estar tomando aire, como preparándose  para un acto final. Con la otra mano acaricia el vientre abultado, una y otra vez en movimientos circulares. Decidida, se yergue y lleva sus manos a la altura del pecho, con las palmas tendidas; alza con parsimonia la barbilla, mientras los ojos se van cargando de una pasión contagiosa.
            Con voz firme nos increpa: “¡Recua de insensatos!…, ¡que sin remilgos lamen las botas del ‘Superhombre’!... ¡Como no es la de sus hijos… la sangre que se va a derramar…!”. Atónitos aún, vemos que con su índice comienza a señalar a uno tras otro pasajero, como si estuviera repartiendo culpas. No escapo del señalamiento, hecho que asumo con serenidad, aunque no dejo de lamentar que, tras el biombo, se quedaron sin reprimenda los pasajeros que viajan en primera clase.
            Al compás de las palabras de la dama, siento que la sangre corre desbocada por mis venas. Y aunque la mujer guarda silencio ahora, su voz retumba una y otra vez en mis oídos, como réplicas de un gran temblor. Sin pensarlo mucho, canalizo mi asombro en enérgicos aplausos que, al no hallar eco en los otros viajeros, como una campanada fugaz, van perdiendo poco a poco intensidad. Al menos, pude atraer su atención, y al encontrarme con su mirada, comparte conmigo una sonrisa afable, como si es que nos hubiésemos conocido de toda la vida; luego agacha la cabeza y coloca sus manos contra las sienes, alcanzando a taparse los ojos con la cuenca de las palmas. Presumo que se va serenando, ahora que adopta esa pose. Por mi parte, reconozco que algo de mi impotencia se ha tornado en esperanza.
Dos miembros de la tripulación acuden pronto para poner a la mujer en cintura; sin resistencia de su parte, logran devolverla a su asiento. Nadie dice nada. Algunos se asustaron más de la cuenta al pensar que se trataba de un atentado. Sin embargo, ya las pantallas de televisión van deslizándose desde el techo para mostrar el comercial de moda; al tiempo que varios pasajeros reclinan los asientos y se relajan. Ha vuelto la calma.
            Abajo, entre contornos borrosos, una inmensa mancha azul perfila la costa y desaparece el país conocido. La diáspora comienza, mañana, varios cientos más serán desterrados. No obstante, contra lo que indican las circunstancias, tengo la certeza de que pronto caerá el telón de esta tragedia.
            ¡Nadie dude que ha comenzado un tiempo de Satyagraha!... [1]




[1] Satyagraha: la lucha por la verdad, en el contexto de la resistencia no violenta que planteara Gandhi.