Páginas

La plaza de los poetas




Cuentos de J. Álvaro Cálix R.

 

Punto de partida

El soldado que se niega a servir en una guerra injusta es aplaudido por quienes aceptan sostener al gobierno injusto que hace la guerra. H.D. Thoreau (El deber de la desobediencia civil).
 
        Casi es tiempo de abordar, la vocecilla del altoparlante hizo el segundo llamado. Repaso por última vez la sala. Varios están leyendo el diario, como en cadena, varados en la penúltima página… Con grandes titulares y fotos a todo color, aparece el asesinato de turno. Es otra mañana de un lunes cualquiera, sí, porque mi partida es un suceso que, aparte de mi familia y algunos amigos, pasa muy bien inadvertido.
          Escucho ahora el estrépito de un avión que despega; ya me lo imagino horadando el aire tibio de la mañana y elevarse hacia el cielo de abril. Entre abrazos y consejos, descubro mi turbación. Son tan confusas las despedidas, sobre todo cuando vienen así, de repente. Un presentimiento se me revuelve en el estomago: intuyo que, quizás, no vuelva a ver a más de alguno de los que vienen a decirme adiós. 
            Sin poder evitarlo siento que la vida se parte en dos, un cruce de caminos, inesperado, constriñe a girar el rumbo. De seguro, este momento quedará grabado en mí como un paisaje sombrío del país ahora menos vivible que nunca. Aunque el viaje me alienta cierta esperanza, no parto porque se me antoja. ¡No!…, me han impelido las circunstancias.
            Confieso que todavía quedo boquiabierto al observar lo fácil que nos acomodamos al golpe de Estado…, a la disolución de la Asamblea y, unos meses después, como secuela, esta pasiva actitud frente a la guerra que está a la vuelta de la esquina. ¡Quién puede negar que la vida es una caja de sorpresas!… No pocos de los que ayer exaltaban el viejo régimen, picotean hoy las migajas que lanza el Dictador.
            Por las actitudes de muchos, supongo que los vientos de guerra con el país vecino se perciben como una circunstancia insalvable. Y no podía ser de otra manera, los micrófonos y las plumas mejor tasadas, como herreros, le han sacado filo a las palabras para arrojarlas aquí y allá, cargadas ya sea de elíxires heroicos para exaltar el ánimo, de jugos ponzoñosos para sacarse al punto a los opositores, o de sedantes para aplacar la conciencia de aquellos que andan sin ton ni son por las calles. Tal vez eso explica la naturalidad de la gente que, sin asombro, mira como va engrosándose la milicia con tierna carne de cañón de las barriadas y de los poblados tierra adentro. Y a los pocos que elevan la voz para invocar la objeción de conciencia, ¡lo sabré yo!, a más de tildarnos de ¡antipatriotas!, nos prodigan garrotazos y bartolina.
         Tal vez no tenga la edad para entender ciertas cosas, pero, bien sé que cuando comienzan a encapotarse los cielos de la libertad, pronto emerge el desasosiego, indetenible; sé además que antes de consumirse el último vestigio de la tarde, brota, desde los intersticios, un clima subterráneo, y aunque yo no esté de acuerdo, la sangre de unos y otros nos salpicará el rostro, y no bastarán pañuelos blancos para limpiarnos, ni nuestras lágrimas serán suficientes para diluir el tono rojizo que se pintará culpable en las mejillas.
            Verifico por enésima vez que llevo los papeles en regla… boleto, pasaporte e impuestos. Tengo hambre, no me basta el capuchino y la galleta de avena.  Huelo un aroma casero que proviene del fardo de empanadas que aliñó la abuela en mi alforja; la abro y encuentro el bulto, envuelto en papel manteca. Fueron horneadas en la mañanita, todavía están calientes; retiro la envoltura e intento con voracidad un bocado, pero algo me detiene, no es que crea que me voy a quemar la lengua, no es eso, más bien, un soplo de nostalgia enerva mi apetito y vuelvo a cerrar el paquete; quisiera tenerlo todavía conmigo cuando finalice el vuelo.          
         Un par de chiquillos pasa a mi lado, listo para abordar con su madre. Un hombre con aire de extranjero apresura el paso, mientras cierra el libro que lleva entre las manos. Al fondo, llanto, apretones y abrazos dilatados. Subo escaleras; risas de mujeres perfumadas me dejan al paso. Bien dicen que el mundo no se detiene… a pesar de todo…
            ¡Es tarde!... Tarde para darme la vuelta y desafiar la inercia.  Voy caminando por la manga que une el aeropuerto con la nave… un túnel gris, soporífero, que no parece estar en ningún lugar ni tiempo, es la antesala a la ruptura. Una sonrisa me espera del otro lado, la de la asistenta de vuelo en traje azul marino, que por supuesto no puede percibir mi vértigo, y dice: “Bienvenido”; apenas balbuceo una respuesta. Decenas de ojos me interceptan mientras avanzo por el pasillo del avión. Tropiezo, el rubor sube a mi cara, imagino que estoy dando manotazos en el aire para alcanzar mi asiento.
            Dicen que en la vida hemos de morir varias veces para asomar a la madurez. Hoy he muerto, como si lo sacasen a uno de raíz. Como un árbol deshojado por el otoño, me siento a la intemperie, en un desierto de fugaces miradas y sonrisas de témpano. Pero qué distinto efluvio transmite la atmósfera que me rodea: rostros animados, ejecutivos rimbombantes, el futbolista que se va a jugar a Italia, el ex ministro y el ex diputado, el turista que se larga a tiempo, maravillado por el sol y la playa, los primos del nuevo jefe de Estado y, no podían faltar, las señoras de tales que van de paseo a Miami. Una jungla diversa, de la que por supuesto formo parte.
             Abrocho el cinturón. Los motores han calentado, la nave comienza a moverse hacia la ruta de despegue. El pasillo se despeja, vuelve el vértigo, no quiero partir y, sin embargo, desde mi interior bulle una sensación de alivio. Cierro la ventanilla, compulsiones hacen temblar mi cuerpo; frente a lo cual, intento disimular mi estado; entonces, cierro los ojos para atrincherarme. Ahora los segundos se alargan, densos, mientras aumenta la velocidad del avión. Escucho los gritos de una niña asustada, la risa nerviosa de un anciano y, puedo escuchar también, mi llanto interior. Palpo el crucifijo y me persigno. El aire va tragando la aeronave.
            Tengo sed, una pesada aspereza recubre mis labios, apenas lubricada por el contacto ligero de la lengua. Pronto podré pedir un vaso de agua, aunque temo que mi sed sea más profunda. Para distraerme, de antemano cambió la hora del reloj para ajustarlo a mi nuevo destino. Quizás por la resequedad, estallo en un arranque de tos que sacude mi tórax con furia. Esta circunstancia no deja de avergonzarme, puesto que desentona con el silencio artificial que priva. Con discreción, trato de manejar el incidente, tapando con el puño mi boca hasta reducir el espasmo.
            No habiendo salido todavía del percance, me toma de sorpresa lo que veo; para confirmar que siempre hay excepciones, una mujer en indudable estado de preñez, desafía las reglas; se ha levantado para ir a pararse en medio del pasillo. Supongo que busca captar nuestra atención, aun sin mediar palabra de su parte. Con suavidad golpetea el dedo índice contra el respaldar de un asiento. Parece estar tomando aire, como preparándose  para un acto final. Con la otra mano acaricia el vientre abultado, una y otra vez en movimientos circulares. Decidida, se yergue y lleva sus manos a la altura del pecho, con las palmas tendidas; alza con parsimonia la barbilla, mientras los ojos se van cargando de una pasión contagiosa.
            Con voz firme nos increpa: “¡Recua de insensatos!…, ¡que sin remilgos lamen las botas del ‘Superhombre’!... ¡Como no es la de sus hijos… la sangre que se va a derramar…!”. Atónitos aún, vemos que con su índice comienza a señalar a uno tras otro pasajero, como si estuviera repartiendo culpas. No escapo del señalamiento, hecho que asumo con serenidad, aunque no dejo de lamentar que, tras el biombo, se quedaron sin reprimenda los pasajeros que viajan en primera clase.
            Al compás de las palabras de la dama, siento que la sangre corre desbocada por mis venas. Y aunque la mujer guarda silencio ahora, su voz retumba una y otra vez en mis oídos, como réplicas de un gran temblor. Sin pensarlo mucho, canalizo mi asombro en enérgicos aplausos que, al no hallar eco en los otros viajeros, como una campanada fugaz, van perdiendo poco a poco intensidad. Al menos, pude atraer su atención, y al encontrarme con su mirada, comparte conmigo una sonrisa afable, como si es que nos hubiésemos conocido de toda la vida; luego agacha la cabeza y coloca sus manos contra las sienes, alcanzando a taparse los ojos con la cuenca de las palmas. Presumo que se va serenando, ahora que adopta esa pose. Por mi parte, reconozco que algo de mi impotencia se ha tornado en esperanza.
         Dos miembros de la tripulación acuden pronto para poner a la mujer en cintura; sin resistencia de su parte, logran devolverla a su asiento. Nadie dice nada. Algunos se asustaron más de la cuenta al pensar que se trataba de un atentado. Sin embargo, ya las pantallas de televisión van deslizándose desde el techo para mostrar el comercial de moda; al tiempo que varios pasajeros reclinan los asientos y se relajan. Ha vuelto la calma.
            Abajo, entre contornos borrosos, una inmensa mancha azul perfila la costa y desaparece el país conocido. La diáspora comienza, mañana, varios cientos más serán desterrados. No obstante, contra lo que indican las circunstancias, tengo la certeza de que pronto caerá el telón de esta tragedia.
            ¡Nadie dude que ha comenzado un tiempo de Satyagraha!... [1]




[1] Satyagraha: la lucha por la verdad, en el contexto de la resistencia no violenta que planteara Gandhi.
 
       La soledad significa sentirse solo no de un modo agradable sino de un modo que atemoriza y vacía, a tal punto que significa exiliarse de uno mismo  (Thomas Merton).





            Recordado profesor. Sospecho que de inmediato va a pensar que algo anda mal conmigo. Sí, ya sé… que sólo lo busco cuando tengo problemas. Discúlpeme, pero no tengo a quien más contarle. Espero que vayan bien sus asuntos, y que su hija Emilia esté bien. ¡Cómo pasa el tiempo!… Hace casi dos años que salí del país. Creo que para navidad voy a estarme unas semanas en casa. Ya ve, apenas faltan unos meses para reunirme otra vez con la familia y, por supuesto, hacerle una visita a usted. Una buena noticia: ya le conseguí el libro de Emil Cioran que me encargó. Los estudios en la universidad ahí van.

         ¿Qué es lo que me pasa ahora? Estará usted intrigado. La vida universitaria en sí misma es fascinante; sin embargo, afuera del Campus me siento cada vez más extranjero; sobre todo, al olfatear el miasma de la mayoría de la gente que vive aquí. La ciudad me parece, cada vez más, una fría y gran altiplanicie con guetos de pobreza y de riqueza cosidos por hilos: desde amplias autopistas hasta maltrechas calles en las barriadas. Los parques se colman de locos y mendigos; pero también de jóvenes y viejos sin empleo, que en tropel van de aquí para allá, asumen poses y discursos, inventan posibilidades, maldicen gobiernos y luchan contra el desaire. Los crímenes están a la orden del día, si supiera usted. Camiones y tanquetas, repletas de bisoños soldados, pintan de verde olivo vastas áreas de la ciudad. Hay que andarse con cuidado. El miedo se respira de palmo a palmo y la desconfianza se nota harto en los semblantes. ¡Qué contraste!... con la sonrisa retocada de los rostros que exhiben los afiches proselitistas, que por doquier, irrumpen el espacio de la urbe. Lejos de exagerar, merodea un pánico indecible, que sólo se matiza un poco los domingos, cuando se llenan los estadios de fútbol… ahí, cuando estalla el hincha y se adormece -embriaga- el hombre-esclavo.

         Desde que apuré mis primeras vueltas por las zonas del comercio, me llamó la atención la gran cantidad de establecimientos defendidos por guardias privados… “La paz de los fusiles”, como dice un amigo poeta. No acaba ahí el asunto… Si uno por casualidad anda de visita por alguna zona residencial y, exhausto por el reflejo del sol en el asfalto, se detiene un segundo para tomar aire a la sombra de una arboleda, desde ese momento se le quedan viendo a uno con sospecha y, tras bastidores, los aparatos de seguridad comienzan a bregar, por si las dudas. No digamos si hay que ir a realizar alguna diligencia a las villas privadas; andando uno a pie le ponen una retahíla de trabas, interrogatorio cuasi policial de por medio, antes de obtener –si se camina con suerte- el permiso para entrar a esas áreas palaciegas. Parece que en la ciudad sólo está permitido ver los escaparates de las tiendas, prerrogativa incluso asequible para los habitantes de las barriadas, que faltos de espacios, ¡figúrese usted!, visitan por centenares los megacentros, en un ir y venir jubiloso por los pasillos, para ver, tras los cristales, las impagables mercancías.

         Si uno se toma el tiempo para recorrer la ciudad de extremo a extremo, se da cuenta que es como estar en varias épocas y en diversos países al mismo tiempo. Sé que allá en nuestra ciudad, profesor, es algo diferente, porque es todo tan angosto que no se puede ocultar la pobreza desde ningún sitio; parece un mosaico, o quizás mejor valga decir: un collage social. En cambio aquí… una metrópoli, se siente uno tan pequeño, insignificante, es como si la ciudad nos engullera.

        No en vano le relato esto. Tal vez no le suceda a todos, pero siento un desgarramiento, como una enfermedad que carcome el ímpetu. La vastedad de estos lares alienta en mí un vacío, un desasosiego que me asfixia. Sin duda, profesor, vivo en un exilio premeditado.

         Quizás, la gota que derramó el vaso, lo que me hizo asumir que estaba transformándome, sin saber yo en qué dirección, sucedió en los primeros días de junio. Con algunos compañeros estaba en una sala de estudio, discutiendo un texto sobre la fenomenología crítica; de a poco, las voces de mis compañeros se fueron apagando. Sólo podía mirar sus gestos. Observaba risas, expresiones de reproche, asentimientos, mientras yo quedaba petrificado con la mano izquierda deteniendo la sien.

     Entretanto, mi conciencia se posó en lo alto de la sala y con la mirada fui ampliando el panorama: la salita, el pasillo, estudiantes que iban y venían, catedráticos errabundos, y supuse que afuera: tráfico, sol, ciudad-prisión. Quería estar en todas partes, y no en algún sitio en particular; no me sentía parte de un mundo sino de pequeños mundos cargados de sinsentido. Me aterró el tener conciencia de mi finitud. Como un rompecabezas con piezas trastocadas, me vi fragmentado en pequeñas partes que no lograban concordar. Al volver en mí noté, a juzgar por la ausencia de extrañeza en mis compañeros, que nadie había advertido mi situación. Volvieron las voces, la agitación en los pasillos y el espeso aire del mediodía. Pero también escuché otro sonido en medio del avispero, filas de pentagramas desfilaban y se balanceaban en el aire, y yo sentía que venían hacía mí. Sin dar explicaciones, dejé el asiento y me marché.

         Como si fuese arrastrado por un oleaje, fui siguiendo un hilo de música de violín que, tenue, provenía de alguna de las aulas del edificio de enfrente. Cuando logré dar con el lugar del que brotaba la música, me quedé afuera del aula, escuchando la sonata, como quien oye en una playa el murmullo de las gaviotas. Sentado en el suelo y con la espalda contra la pared, me envolvió la duermevela, con la mente en ida hacia un viaje interior que mucho tenía de inédito y que, descombrando mis viejas resistencias, me llevaba dentro de una luz envolvente, cuyo reflejo permitía ver el yo de las sombras, y ahí estaba ese yo, agazapado, cautivo entre paredes enmohecidas, gimiendo sin consuelo. Me pareció después que durante ese lapso, cuyos detalles ignoro, pude reconciliarme con mi yo arcano, aspirando los efluvios de las entrañas para llevarlas conmigo a la superficie.  
            Había perdido la sensación corporal, no era consciente de mi propia densidad, podría decir que flotaba en un espacio sin lugar, hasta que una joven tocó mis hombros, despertándome, y luego preguntó si me sentía bien. Sí, muy bien, le dije, largando un suspiro de alivio, como si aquella frugal siesta me hubiese quitado un peso de encima. Después de aquella experiencia, varias cosas han cambiado; en cierta forma, estuve a pocos segundos de enfrentar mi soledad. O quizás la enfrenté, solo que de una manera que no alcanzo recordar. Pero la metamorfosis posterior no ha dejado de ser dolorosa.

         En alguna ocasión me he dejado arrastrar hasta el lado más profundo del foso, y, créame, es el infierno… la tierra del sin-deseo, ni siquiera asoma la rutina, es la desidia pura, que no se anda con rodeos. En verdad, hay momentos en que me agobia un tedio inescrutable. No quiero ver a nadie, ni siquiera el reflejo de mi cara en el espejo. Y si me descuido, después, aflora en mí una agresividad inusual, un repentino afán por lanzar los objetos contra la pared y gritar improperios. Empeora la situación si cedo a la tentación de embriagarme al tope con mi amargura, tengo que atarme, literalmente, para no ir a liarme a golpes con el primero que me lance una mala mirada.
   
          Mis peores momentos suelen transcurrir después de la jornada en la facultad. Como usted sabe, vivo en el cuarto piso de un modesto edificio de apartamentos, algo retirado de la universidad. Al llegar al edificio, fatigado, no sólo por la jornada de estudio sino también por el largo viaje en autobús, siento como si estuviese a punto de ingresar a un foso de concreto, chato y húmedo.

        Cuando abro el portón, creo dejar atrás, no la universidad, sino un mundo de rostros cetrinos que dando manotazos finalizan el día. Y luego de avanzar por un pasaje de gradas, que se abre paso como gusano en la estrechez, entro a mi pieza con la sensación de estar sepultándome en un nicho, en el que las sombras se dilatan con el resplandor mortecino del bombillo. Le cierro la puerta al mundo, y al mundo no le importa, no tiene tiempo para mí, es más, no sabe quién soy yo.

           En los días pico del malestar, me enervo tanto que enciendo la televisión y me echo en un mullido y destartalado sofá; tiro los cuadernos a la mesa que hace las veces de comedor y, como loco, hago desfilar los canales en busca de algo que me aturda y ayude a olvidar el peso de las horas. A veces, veo un rato los noticieros para tomarle el pulso a las crónicas del día, o peor, como espectador cómplice, disculpe usted, de ese teatro con juegos pirotécnicos que nos exhiben para disfrazar la guerra en Medio Oriente. Muy pronto me harto y busco videos musicales para terminar después embobado con alguna película. Si no me da sueño, ahí se complica más el asunto, tampoco me dan ganas de leer. Apuro algún bocado para medio cenar y tomo asiento para aguardar los regaños de la señora del cuarto de junto, que reprende a su hijo porque volvió a venir tarde de la calle.

         Como no tengo teléfono, no le puedo hablar a nadie para pasar el tiempo. Por lo que, ya hastiado del televisor o de la radio, me acuesto en la cama, boca arriba, y comienzo a revolver la maraña de pensamientos que me inquietan, o mejor dicho, comienzo a enfrentarme a mí mismo, contra ese “yo” relegado pero punzante que me aguarda hasta que alejo la última mediación. Antes, cuando estaba en el país, podía recurrir a usted e invitarlo a caminar linterna en mano por las orillas de la ciudad. ¿Recuerda que varias veces nos sorprendió el amanecer, mientras conversábamos hora tras hora sin apercibirnos del tiempo? Bueno, no tengo con quien hacer algo así por estos rumbos, y caminar solo, durante la noche, es arriesgado.

        En la mañana, despierto sin desearlo, y el sopor del mundo sobrepesa mis párpados. Solo el deber cotidiano logra ponerme en pie. Corro la cortina y observo el amanecer. La ciudad aún calla, parece inmóvil, sorprendida por los primeros rayos de luz. Pero, incluso dentro de esa quietud, temprano se ve a hombres y mujeres que, como hormigas, preparan el ritual del nuevo día, esa repetición autómata de un mundo que raya en lo absurdo, digo, la recreación de “un mundo para casi todos jodido”.

         Perdone si ahora desvarío, pero no puede imaginar usted, a menos que le haya sucedido, cuánto cuesta encontrarle sentido a este permanente abandono que hacemos de nosotros mismos, a ese refugio maniático en la idiotez, estirando los momentos cuanto podemos, sólo para terminar viéndolos estallar e inundarnos de agonía. Confieso que en esa tesitura, cuando pierdo hasta la mínima certeza y me abandona todo propósito, la impotencia me seca el ánimo… Dejo de ser peregrino, me convierto en hombre-ausente, y mi aliento sabe agrio, como la propia rutina que condeno.

        Quizás, a mi favor, soy de los que en la adversidad trato de buscar la luz al final del túnel. No sé cómo ni dónde buscar, pero trato de moverme a tientas, siguiendo algún reflejo, o mi propio instinto. Puede sonarle baladí, pero una noche, varios meses atrás, realicé un intento que tiene algo de embrionario, de huella para trazar una senda más larga. Fui al cine, a la penúltima función; al finalizar la película, todavía no tenía ganas de irme al apartamento. Pensé que si me metía a la otra sala del cinema, así pasaría el tiempo.

         Como no me atrajo el filme, sospeché que sería un fastidio quedarme. Fue entonces que por pura maña me acerque a la taquillera. Ya la conocía, habíamos cruzado algunas palabras un par de veces, suficientes para enterarnos de que vivíamos en la misma zona.

       El pasillo que da a la ventana, donde venden los boletos, estaba desolado; así que, luché contra mi usual estado de retraimiento, e intenté abrirle plática para después invitarla a caminar, porque ya iba a concluir su turno de trabajo. Con frío cálculo, anticipaba que era poco probable que aceptase ir conmigo; por eso la abordé desprovisto de ansiedad, con tono gentil, hasta cierto punto desinteresado. No tengo por qué mentirle… ¡Aceptó! Afuera, el viento soplaba suave pero frío. Le presté mi suéter y nos internamos en la avenida.

        Sin mucho rodeo, le fui hablando de mi estado de ánimo, del malestar reciente que sentía con la vida, de mi indiferencia hacia el mundo. Sin embargo, la noté ausente, Sin ganas de nada; me miraba por compromiso, quizás, porque le prometí llevarla a su casa. Pronto me cansé del monólogo, y se me ocurrió preguntarle si le pasaba algo. Metiéndose las manos en el suéter, y haciendo más lento el paso, me contó que su madre estaba enferma y que necesitaba con urgencia una operación, entiéndase que muy delicada. Dijo además, que en el hospital no tenían cupo para operarla sino dentro de cuatro meses. Las luces de los pocos autos que pasaban en dirección contraria a nuestra marcha, alumbraban por momentos su cara, así que pude mirar rastros de dolor en su expresión, al tiempo que se esfumaba, sin retorno, la sonrisa que en su rostro parecía inextinguible. Contrariado, decidí no hablar más. Ella tampoco lo hizo. Avanzamos varias cuadras en silencio hasta que la despedí enfrente de su casa, muy cerca de mi apartamento.

        Supongo que en apariencia ella y yo fuimos descorteses esa noche; ninguno reaccionó con empatía a la pena del otro. Quizás los dos nos sentimos como tontos luego de nuestras actitudes. No obstante, en el fondo creo que para ambos significó un desahogo, aunque fuese por un momento, ya que desafiamos el silencio que impone nuestra anónima presencia en la ciudad. Pero bien… uno va intentado aquí y allá, con tal de buscarle alguna salida al letargo, unas veces resulta, otras no.

        Todo lo que hasta ahora le he contado no tendría mayor sentido si omito lo que resta. ¡Profesor!, frente a esa sensación de extrañeza que siento de mí mismo, frente a la idea de que la vida no es más que un accidente, encontré algo que me hace lidiar contra la monotonía. ¡Vea!, este quehacer, al que me voy a referir, ha sido reconfortante; sé que no es gran cosa, pero ha venido muy bien, a estas alturas de mi fiebre. Confieso que… por la pena, me sería difícil hacer esto en mi país; pero aquí, como nadie me conoce, no hay problema. Bien, me pongo unas alpargatas viejas y me voy a una pequeña plaza los domingos en la tarde, llevo libros de poesía, sin olvidar a mis favoritos: Machado, León Felipe y Vallejo, y por supuesto Baudelaire, no se vaya usted a resentir. Cuando considero que es el momento, comienzo a leer con en voz templada. Allí va juntándose la gente, en ocasiones unas ocho personas; en otras, se suman casi las veinte. Leo por intervalos de quince minutos, a veces, en la pausa, aprovecho para tomar una taza del café que vende al aire libre una señora de negras trenzas largas, después reanudo la lectura.

        A algunos los he visto asistir más de algún sábado… ya llevo cerca de dos meses. Siempre me preguntan si soy extranjero, porque me notan acento. Y preguntan si soy poeta, si tengo poemas propios. Me da tristeza desilusionarnos, pero les digo que lo mío es leer, no escribirlos. A algunos les gusta la idea. Hay una jovencita, estudia historia en la misma universidad a la que asisto, que me acompaña durante la jornada, e incluso una vez aceptó mi petición de que ella misma hiciese la lectura. Fue así que comenzó leyendo una de mis favoritas: Alturas, de León Felipe… Se recuerda profesor… “Yo no distingo ya/ desde un piso cuarto/ un cetro de oro/ de un bordón de palo…”

        Empero, lo que más me asombró de la estudiante de historia fue que, al cuarto sábado, me preguntó si podía ensayar en público un monólogo, escrito de su puño y letra. Por supuesto que no me molesta, le dije, y la animé a hacerlo. Llamé a la gente que estaba cerca y les anuncié el acto. Me pidió una pequeña colaboración: que acurrucara el cuerpo, sin moverlo, y me dejara poner encima una manta gris. En una suerte de exordio, dijo que yo, es decir, el cuerpo que cubría la tela, era “la verdad”, cincelada en bronce, pero oculta bajo ese trapo decolorado. Sus metáforas apuntaban a decir que la verdad era la búsqueda permanente de sentido, y la manta, apuntilló, semejaba las taras de la humanidad, de una humanidad vencida por las falsas convenciones.

          No dejó de parecerme muy abstracta y comencé a preocuparme, pensé que iba a aburrir a los parroquianos. Pero eso jamás sucedió, la verdad que no. Aunque no vi su gesticulación, noté la consistencia que adquirió su voz, y el silencio del público me hizo suponer rostros entre expectantes y conmocionados. Si bien yo sentía un poco de malestar en las piernas, entumecidas por la posición, esa circunstancia no fue impedimento para que se me grabaran las últimas palabras. Profesor, tras una brevísima pausa de suspenso, cuando ella hubo lanzado sus frases frenéticas, a manera de epílogo y con el tono de voz más sosegado, dijo: “un poeta es un pez de agua dulce, lanzado arbitrariamente al mar”.

        Después, se desplomó. Sólo unos momentos más tarde comprendí que aquel suceso no había sido fingido. Al parecer, exhausta, se quedó sin aliento. Escuché el rumor de la gente, confundida, supongo, dudando si aquello era parte del acto o no. Me quité la sábana y vi a un par de mujeres ayudándola. Me acerqué. Ella tenía los ojos abiertos, resplandecientes, en tanto pulso y respiración eran normales. En cambio, su expresión distante y la sonrisa congelada, la hacían ver como si fuese un ser de otro reino, imbuida del paroxismo de una sinfonía. Desde aquel hecho, la plaza adquirió un aura peculiar, reverdecida por el soplo de una prodigiosa espontaneidad. 
        No puedo asegurarlo, pero creo que ella experimentó algo parecido a lo que yo viví, el día que la conocí en un pasillo universitario, cuando al quedarme adormilado al influjo de la música del violín, ella, que pasaba por ahí, me despertó para saber si estaba bien. Por discreción, me abstuve de preguntarle qué había sentido una vez concluido el monólogo. Hay circunstancias en que la observación basta.

        Sabe, he animado a varios compañeros de la Facultad, ¡hombre!, para que se den una pasada los sábados, pero todavía no ha llegado ninguno. También invité a la taquillera del cine, a la vecina que regaña al adolescente, y al adolescente bocazas también. No me lo va a creer… ellos ya fueron a la plaza. No sé cuánto tiempo voy a continuar con las lecturas; por ahora, confieso que me siento tan comprometido como satisfecho.

         El sábado pasado llegó un par de músicos, los cuales ofrecieron acompañar algunas de las poesías a ritmo de charango y quena. Poco a poco, fueron acudiendo varios amigos de los músicos y el ambiente se puso bueno. No sólo estaban ya mis libros, sino también otros que los muchachos iban sacando, y mejor aún, hubo tiempo para leer poemas inéditos. Por turnos, fuimos leyendo embelesados hasta que el policía que cuida la plaza se asustó de ver a tanto joven con el pelo largo, camisas de manta y sandalias. Le aclaramos que no ocupábamos “polvo” para extasiarnos, que se tranquilizara, nadie de nosotros iba a causar disturbio. Le compartimos café con pan; él, mientras tanto, se sentó un rato a escucharnos.

        Estoy consciente, reitero, que esta inquietud a la que he dado alas, no es gran cosa. Cualquiera podría decir: ¿qué significan diez o veinte personas convocadas por el verso? De acuerdo, no es algo descomunal, pero es un hálito que mantiene mi ilusión por la vida, una esperanza para que la ausencia no me despoje. Aun así tengo que luchar contra un gusanillo que me escarba las ideas, que me hace recordar aquel poema de Vallejo en el que dice, entre otras dagas, que un albañil muere al caer del techo y ya no almuerza, y se pregunta entonces por el sentido de innovar, de abstraerse en el tropo, en la metáfora…

    No tengo respuestas a esa inquietud, pero la intuición me dice que la poesía es más que un alarde. Creo que es antes que nada pasión, y sé que hay de pasiones a pasiones. El verso para mí es pulsión, sangre caliente que me arroja a la vida y me salva del hielo. Es una vertiente, como podrán sin duda existir otras, que me hace palpar los amaneceres y los crepúsculos, la tristeza y el júbilo de la gente, que me induce a juntar mis manos y mi voz con otras manos y otras voces. Es por eso que me siento poeta.. aun sin escribir versos.

  Con franqueza, no puedo negarle que en este quehacer he encontrado sentido a mis horas bajas… y le cuento, en confianza, que me entra una tentación de leer los poemas en el recorrido del autobús, para ver si se levanta un poquito el ánimo de los pasajeros. Bueno, voy tomando valor, en medio de esta vorágine. Yo creo que, al fin, he encontrado un punto de partida.








          ¿Hasta cuándo vas a permitir que te siga tratando así? ¡Reaccioná, Miguel, por Dios Santo reaccioná! Quién se ha creído que es… Sólo por ser el Jefe no le da derecho…  Pensá cuántas veces ha sucedido lo mismo durante el mes… ¿tres, cuatro? ¡Basta ya!, hazle saber que tenés carácter. Sino, va a seguir abusando de vos cuando se le antoje. ¿Cómo pararlo en seco?, descuidá, algo se te va a ocurrir. Ahora, más importante es que estés decidido a cortar de tajo esta situación. ¿Por qué vacilás? ¿Le tenés miedo? ¿Es por el temor a perder el trabajo?... Ah, y entonces de qué van a comer los hijos… ¿Es eso?
            Sí, se le pasó la mano ayer. Decirte que no vales  nada, que te fueras al carajo, si querías. Pero no te confundás,  ha dicho eso para intimidarte, para asustarte. Aunque es cierto que a muchos afuera se  les cae la baba por tu empleo, el Jefe no es ningún tonto, sabe que un tipo como vos no se le va a encontrar así nomás. Durante cinco años le has aguantado sobre turnos sin cargo a horas extras, jamás le has tocado un centavo y eres de los que menos pedís aumento, ¡vaya ganga que saliste!
            ¿Pegarle un puñetazo? Se lo merece. ¡Bah¡, pero no arreglás nada. Ni le pongás duda que a los días te meten en el bote. Recordá los conectes del Jefe. Además, no se trata de rebajarte y mostrarte como un mal educado. Entonces, ¿perdonarlo?, sí, pero no te dejés engañar por que hoy te saludó con una sonrisa de oreja a oreja, como si nada. Ahí está el problema, ni siquiera una disculpa, como si a uno la memoria se le borrase de un día para otro.
            Es cierto, uno debe aguantar, pero tampoco se trata de pasarse de manso. Se entiende, es difícil describir lo que sentís.. Como un perro flaco, sí, te sentís como un perro flaco de la calle Boquín. Pronto la vida te enseña que “el Jefe es el Jefe”, pero, existen límites Miguel. Lo peor del caso es que no sólo a vos te abochorna. Sin decir agua va a cualquiera de los empleados le desenvaina su mal genio.
            Miralo ahora, está hostigando a la recepcionista. Hasta aquí se oyen los gritos. Ella sólo baja la cabeza. No es con vos, pero es tu compañera de trabajo. ¿Qué vas a hacer Miguel? ¿Vas a permitir que él siga…? Ah, te preguntás si Mónica metió las cuatro y quizá se la merezca, la pobre es tan chiflada. Puede ser que haya pifiado, pero de llamarle la atención a trapear con ella, existe un buen trecho.
            Bueno, es cierto, después andan diciendo que te creés el Salvador del Mundo, que para qué te metés en lo que no te llaman. Pero el caso es que sigue ofendiéndola, y parece que Mónica ya comenzó a chillar.
            ¿La ves?, está llorando. El Jefe ya salió de la planta. Nadie se acerca a Mónica, por temor a que él entre de improviso para ver quién está reprochando sus maneras. ¡Está bien!, no lo pensés tanto, acercate, ofrecele el pañuelo, aunque no crucés palabra con ella.
            ¡Bah!, no es tu día de suerte... Lo que temías, él ha entrado de nuevo. Comenzás a transpirar helado. Ni modo, ahora es cuando, no podés dar marcha atrás. No hay que detenerse en explicaciones, vos sólo le prestaste el pañuelo para que se secara las lágrimas. ¿Quién no lo haría?
            Él te ha quedado viendo, se acerca. No te dirige la palabra, únicamente una seña con el dedo índice, que vengás con él, luego señala con el mismo dedo hacia su oficina… que entrés con él al cubículo. Le ves la expresión severa de costumbre, uno intuye que está a punto de reventar.
            Siempre rehuís entrar a la oficina del Jefe. Es como si desde su ancho butacón dominara al que se sienta enfrente. Reconocés ese jamaqueo nervioso en la silla, nada bueno te va a decir. Lo mirás de reojo, disimulás entretenerte con las fotografías sobre el escritorio. Así te enterás que el jefe recién anduvo por las islas del Caribe. A pesar de todo, no temés el despido, tampoco creés que vas a portarte grosero. Al contrario, vas a agradecer la oportunidad que se te dio de trabajar en la empresa. Le desearás suerte y, sin rogarle, saldrás sin tirar la puerta, pasarás por tu puesto, le sonreirás a Luisa, sacarás tu mochila y saldrás con la frente en alto, como si nada, sin ponerte en plan de víctima, sin decirle a tus compañeros que a partir de hoy otro tendrá que apagar las luces.
            ¡Basta de elucubraciones!, ve que sus palabras toman otro giro. No parece estar bromeando. ¡Vos no lo podés creer!, sobre todo por lo de ayer, por lo de hoy. El Jefe, palabras breves pero concisas, te acaba de lanzar la pelota, te propone un ascenso, para que ocupés la vacante del supervisor de planta, el que se fue la semana pasada. Dice que para ese puesto tiene más confianza en vos que en ningún otro.
            ¿Qué vas a hacer Miguel? ¿Qué le vas a contestar? “Hoy puedes irte más temprano, piénsalo, mañana me respondés”, te ha dicho, mientras extendía la mano para dar por terminada la charla.
            Hace mucho tiempo que no salís del trabajo antes de que oscurezca. Sentís la brisa de la tarde en el rostro. La garzas blancas se posan en el viejo cedro frente a la estación del tranvía. En lo que vas por la calle, alguien que te va siguiendo toca tu espalda. Es la recepcionista, que te agradece el gesto y devuelve el pañuelo que habías olvidado. Le decís que no es nada. Dudas en invitarla a un café. Mejor no. Se despiden, ella cruza la calle para esperar el autobús. Vos seguís andando, una marejada te rompe la cabeza. No podés describir muy bien cómo te sentís ahora… te parece estar  flotando en el aire. Un cero más  a la derecha de tu cheque mensual, Mónica hecha  añicos, la tarde pausada y el Jefe viajando en Crucero a las islas del Caribe.
            ¿Qué vas a hacer Miguel? ¿Qué le vas a contestar al Jefe?

         Puerto Azul

           Hacía mucho tiempo que él no recorría esa parte de la ciudad. Llevaba puesto el capote y notábanse plastas de lodo en los zapatos. A paso lento, apoyado en el bastón, redescubría matices de aquel ambiente de tabernas y cabarés de poca monta. A lo lejos, como el murmullo de un río, escuchó una tonada que reconoció en el acto: era un bolero. Se acercó al bar del que provenía la música.  Sacudió los zapatos y entró para escuchar el resto de la canción que salía de la rocola. Cuando la pieza terminó, depositó de inmediato una  moneda y volvió a escogerla.
            El único cliente que estaba en el bar levantó la cabeza y no ocultó su gozo al oír de nuevo el bolero, y dijo:
            —¡Véngase, hombre!, tomémonos una cerveza. Sin pena... Yo invito.
            —No, gracias. Ya no bebo  —contestó  el hombre del bordón.
            Al concluir la música, salió del local; sintió un golpe de viento  frío y volvió a cerrarse los broches del capote. De nuevo se metió en las calles escandalosas de la ciudad. Tras un par de horas de vagabundeo, la noche lo sorprendió. Aunque leve, la lluvia no cesaba. En una esquina, hacia el poniente, creía haber leído mal, se desempañó los ojos, pero se convenció de que en el rótulo decía Puerto Azul.
            Era el mismo nombre del lugar en el que cantó en sus años mozos, pero aquel Puerto Azul, estuvo ubicado en otra zona de la ciudad y le constaba que lo habían cerrado hace años. ¡Qué coincidencia!, ¿Cómo puede ser? Tenía que averiguarlo, no podía hacer otra cosa.  Entró

Adentro, un aire de pasado lo calentó; se sentía bien, y le resultaba familiar el olor del aserrín esparcido en el piso. El sitio era más o menos similar al de su juventud. Se pellizcó el brazo.
—Disculpe…¿Quién es el dueño de este negocio? —preguntó al cantinero.
            —¡Dueña!, querrá decir —replicó el empleado— Se llama Adelina, y bueno... también está Luisa.
            Ambos nombres revolotearon en su mente, sonrió.  Qué broma es esta, se dijo, y evocó a las dos mujeres que antaño conoció.
            Convenció al cantinero para que le dijera dónde estaban ellas.
            —¿Puedo subir a verlas?
            —No creo. A la patrona no le gustan las visitas, menos a la hora de la cena.
            —Iré de todas maneras —desafió.
            —No hace falta —dijo una mujer que estaba tomando un vaso de ron en una de las mesas cerca de la barra—. ¡Allí viene doña Adelina!
            La vio bajar por  la escalera. Para ser veinte años más vieja, los cambios eran más bien discretos. En cambio, es seguro que a ella le costó reconocerlo; los años le habían pasado encima: sin carnes, la mar de canas, las ojeras imborrables y, por si fuera poco, el defecto en su pierna.
No se abrazaron ni nada, solo una mirada larga, hasta que él dijo: sí, soy yo, Pedro, Pedrito el trovador.
            Subieron por el pasaje de gradas y luego caminaron por un pasillo hasta llegar a una habitación espaciosa que olía a sándalo. Entraron. Ella puso el cerrojo a la puerta, “para que no nos molesten”, alcanzó a decir. El bullicio del primer piso ahora se desvanecía, una luz débil perfilaba sus rostros. Se sentaron en un sofá verde de pana.
            —Envejeciste demasiado, Pedro. 
Él se encogió de hombros.
—No pensé que te vería de nuevo —dijo ella —¿Este negocio?... No podía olvidar los viejos tiempos. Lastima que Luisa no esté aquí, imaginate cuánto se hubiera alegrado.
            —Pero, ¿cómo?... si el cantinero la mencionó...
            —La pobre murió a los pocos meses de irse con el bruto que se la llevó al  Sur. Imagino que para vos fue difícil que nos desapareciéramos, como si nada. Pero, creeme, ella nunca quiso dañarte.
            A Pedro Ramírez jamás se le había cruzado la idea de que Luisa estuviese muerta.
            —Falleció al dar a luz. Murió sola y su alma, ese bárbaro la abandonó en cuanto supo que estaba embarazada.
—¿Embarazada? —dio un brinco Pedro. Ella asintió con la cabeza.

            Un silencio turbio horadó la habitación. Adelina había dicho la verdad a medias, bien supo doblegar un cosquilleo que le venía del pecho a la garganta. Ella parecía ahora distante, se entretenía observando cuán gastados estaban los tacones de sus propios zapatos.
            Pedro dejó el sofá y fue a pararse atrás de la ventana, corrió la cortina y se puso a ver hacia la calle. No había nada que observar, a no ser la penumbra de estos lares y el despecho de la luna ocultándose del hemisferio. Mantenía la mirada fija en dirección a la ciudad que se dibujaba en sus ojos, no la de ahora, más bien la de antes... "su ciudad”. Amagó como si fuera a chocar el puño contra la pared; se contuvo, lo estrelló contra la palma de su otra mano.
            —¿Y su hijo...?
            —Hija, querrás decir… ¡Se llama Luisa!, la recogí desde recién nacida. Para ella soy su madre —contestó, al cabo que se iluminaba su cara—. A ella se refería Arnoldo, el cantinero. ¡Pobrecito!… te confundiste.
            —Me gustaría conocerla, se le ha de parecer mucho.
            —Bueno, ahora no puede ser —alegó—. Agarró una gripe, ¡estos cambios de tiempo!, la pobre, tiene calentura y… hace ratos que se durmió.
            —Tenés razón, además la muchacha no es de mi incumbencia.

            Pasaron las horas, la conversación iba y venía, remontando las capas de los años. Una tasa de café y una galleta de arroz fue la cena de Pedro, pero tampoco es que tuviese apetito. Cuando el ritmo de las palabras iba cayendo ora en la monotonía, ora en frases entrecortadas que competían con el silencio, ella se fue a recostar en la cama, con las almohadas contra la pared a modo de respaldar. Él se acomodó mejor en el sillón, y ya casi no hablaba. Adelina, sin freno, tomaba de nuevo aire y volvía a repetir con detalle cómo había sido capaz de montar el negocio, embelezada y orgullosa de su propia suerte, sobre todo al compararla con la de Pedro. Una batería de ronquidos la advirtieron del porqué Pedro ya no respondía. No quiso despertarlo, apenas, terminó de acomodarlo en el sofá; buscó una sabana en el armario y lo tapó. Pedro dormía, como una rosca, con los zapatos puestos. 
            Destellaron las primeras luces del alba, pero la ciudad aún no se despabilaba. Él se despertó, pasmado, al darse cuenta donde estaba. Como una centella vinieron a su mente los incidentes de la noche anterior, con un inocultable sabor amargo. Dobló la sábana y la puso en el extremo del sofá. Pretendía salir sin despedirse, para no incomodar a la mujer que dormía en la cama, pero Adelina ya estaba despierta, o quizás, no había pegado los ojos en toda la noche. Al avanzar para abrir la puerta, ella le dijo adiós, sin moverse de la cama. Un adiós amable pero sin visos de continuidad, como si lo que platicaron durante la noche bastaba para no verse durante otros veinte años. O nunca más. Pedro no se volvió para verla, sólo alcanzó a contestarle también con un adiós seco, desalentado, como queriendo dar a entender que sería muy distinto si en lugar de ella, fuese a Luisa a quien hubiese encontrado. Ni siquiera insistió en conocer a la muchacha. Le dijo que otro día vendría a visitarla, aunque lo expresó con desgano.
            Pedro Ramírez volvió a las calles bajas. Como no eran más de las siete de la mañana, nada parecía vivir allá afuera; apenas, el paso de uno que otro vehículo y ladridos lejanos de perros. Desandando el camino que lo había llevado hasta el Puerto Azul, encontró de nuevo el mismo bar en el que ayer escuchó el bolero. Para su sorpresa, continuaba abierto. Adentro, solamente estaba un cliente: un hombre que no parecía estar en sus cabales, tumbado en la silla de madera con la cabeza recostada sobre la mesa. La música volvió a sonar, la misma canción, esta vez escogida por Pedro. El parroquiano reaccionó y alzó la cabeza, reconoció de inmediato la figura contrahecha del hombre del bordón. 
            —¡Otra vez usted! ¡Vaya que nos gusta la canción! —dijo, emocionado. Enseguida, con un quiebre en la voz que denotaba ruego, agregó—: ¿Ahora no me va a rechazar la invitación?
            —Muy amable, pero sólo deseo escuchar la música —se rehusó otra vez.
            Cuando salió del bar empezó a sentir el ardor del sol, aunque todavía el pavimento se veía mojado por las lluvias del sábado. Compró el diario en la esquina, cerca de una terminal de buses, en medio del jaleo de la gente que compraba billetes de lotería para el sorteo de las diez. Reparó en que aún quedaban algunas monedas en su bolsillo, se acercó a un puesto de frutas y le ajustó para un pedazo de sandía, caminó algunas cuadras hasta una pequeña plaza en forma de triángulo. Se acomodó en una de las bancas y sin perder tiempo sacó un lápiz para ponerse a llenar el crucigrama. Pero no podía concentrarse, una inquietud lo espoleaba desde hacía un par de horas. Pensaba si valía la pena regresar algún vez donde Adelina, y por qué no, conocer a la hija de Luisa.
            Al terminar de comerse la fruta, lanzó la concha al tonel que estaba a unos pasos de la banqueta, al tiempo que dijo:
            —¿Por qué no?...

Saetas de Junio


Aunque me cuesta quitarme las cobijas, esta vez tuve cuidado de llegar a tiempo. ¡Y vaya que me costó!, que lo diga mi madre, a quien pedí que me despertara –estuvo a punto de chorrearme la jarra de agua. Por supuesto no le conté adónde iba ni, mucho menos, le solté cuál era ese “asunto urgente” que exigía “madrugar”. Valga decir que eran quince kilómetros los que tenía que andar para llegar a la cita, una cita con la historia, puede agregarse con propiedad. Con la camisa empapada de sudor -nada a tono con las formalidades académicas-, tras algo más de una hora de faena, llegué, como dije, a tiempo.


Encadené la bicicleta a uno de los barrotes de la barda perimetral, saqué el bote de agua y fui a buscar el sitio más conveniente para sentarme. Se suponía que iban a arrancar a las siete y media, justo la hora que marcaba mi reloj cuando llegué al Campus. “Para variar”, no comenzarían a la hora. La mañana aún era fresca, aunque se advertía que iría calentando hasta merodear los treinta grados.


Poco a poco la gente iba colmando el local, entre poses y movimientos precipitados en busca de los mejores puestos; lo cual, desde mi leal saber y entender es una decisión de suyo relativa, sobre todo cuando de bancas de cemento se trata. Pero quién no conoce a los humanos y sus afanes por marcar territorio. Enseguida fueron llegando mis compañeros, a los que, para hacer tiempo,  intenté repasar uno a uno.


Como es costumbre, desde ya asomaban los camarógrafos, para acomodar tomas desde la parte alta del escenario o en los patios con grama del edificio. El ambiente comenzaba a teñirse con el ropaje negro de la ocasión. Se veían muchos rostros ávidos en espera de que el acto iniciara y, justo es decirlo, no dudo que también desearan que acabase pronto. No diría lo mismo de algunas madres (pensé en la mía sin poder evitarlo) cuyos ojos brillaban, ubicuos, succionando de los segundos la eternidad.


A las ocho y minutos el Coro rompió el murmullo de la gente, entonaba con épicos arrestos el himno nacional. Un aire solemne dominaba mientras se escuchaba el cántico, como si las notas descendiesen del cielo; y así, con el pecho henchido, algunos  sentíamos -supongo que no sólo a mí me ocurría- la presencia de un halo que por momentos nos libraba de los bajos pensamientos. Sí, pero lo bueno es siempre breve, al concluir la intervención del Coro, el bullicio volvió a la carga como un agitado avispero.


No faltaron personas del público que fueron sacando sombrillas, fulminadas por el sol que acaba de librarse de un banco de nubes. El maestro de ceremonias continuó con el programa. En algún momento casi no le prestaba atención, y a hurtadillas me fui por un rato a cuando el Profesor de Derecho Romano nos decía: “Hoy ingresan a esta Facultad... donde no faltarán escollos, mas para los de vocación genuina, serán apenas los primeros trazos en la senda de un jurista”. Palabras muy inspiradas, qué duda cabe. ¡Ah, pero cuánto se esconde detrás de un decálogo y una Constitución!


Ahí comencé a conocer estos compañeros que habitan el recuerdo de mis años de estudiante, años de idilio, cuando con ingenuidad creíamos que el saber se resumía en un discurso inspirado, en la teoría de Kelsen balbuceada por algún catedrático o, simplemente, en la euforia de un examen aprobado.


Los suspiros de aquel tiempo tenían la enjundia de quien nada teme, nada debe; acorazados por la hidalguía, templados por la sangre caliente que nos arroja al cauce de los sueños. Sin embargo, entre día y noche, se fueron moldeando nuestras siluetas; mudando la piel que nos tornara en tal o cual clase de adultos, presionados por esa voz entre las sombras, ésa que nos pedía camuflearnos con el traje gatopardo de la fiesta.


Me pongo a observar a Martínez, el de bigote recortado, en la segunda fila, si uno comienza a contar desde la parte baja del anfiteatro. De los más inteligentes. Yo diría que su interés está en la política más que en el derecho. Hijo de un encumbrado dirigente de uno de los partidos que malgobiernan el país. Muchacho en sus cabales... cuando de amigos se trata. Lo veo con una firme carrera por delante; estudioso de la sicología de masas, hábil para colarse en los entramados de poder. Tiene casta el hombre para esos caminos enrevesados. Sin embargo, huelga decir, debe ser cauteloso, ya que ahora muchos se perfilan – al precio que sea- en esas arenas de  banderas y pancartas. Muchas anécdotas inolvidables con Martínez, cualquier cantidad de buenos momentos.  Excepto, cuando tocaba hablar de política.


Allí esta Marcelo, nadie discute su vocación: “¡Se equivocó de carrera!, él nació para ser poeta”, él que se defiende: “No dejo de serlo por ser Abogado”. Marcelo, el joven bardo, que si le daban orilla, retocaba en fina prosa hasta el más destemplado discurso. Lo conocí desde la clase de Filosofía; hablaba poco, casi no daba la vista de frente. Sí, era esquivo y creo que lo que no decía… lo escribía. A pesar de eso, ¡Cuánto decía cuando se animaba! Con él, … pocas experiencias; casi siempre me pareció una sombra que vagaba por los pasillos de la Facultad, siempre observando, como si grabase cada detalle, momentos que los demás suelen ignorar.

Armando es el de lentes oscuros, en la misma fila de Marcelo, siempre bien rasurado, la piel alba y ese aire enjuto. Fue de los mejores alumnos; siempre tan concentrado, tan puntual para acertar con su afinado análisis jurídico. Desde antes de terminar las clases, una firma de abogados de buena aureola lo acogió como procurador. En sus ojos brillaban los códigos, y desde su figura arropada en saco y corbata, nada costaba vislumbrar a un prominente hombre de leyes.

No me llevé mucho con él; prefería codearse con personas de otro olor; era inusual verlo en un círculo que no fuese el de las oficinas alfombradas, los autos elegantes y los regios portafolios. Muy serio el Armando; siempre tan leal, tan incapaz de decir algo en contra de lo establecido. No alcanzamos a ser amigos, lo confieso; prejuicios a lo mejor, pero nunca terminó de agradarme.

Unas filas más arriba, cerca del pasaje de gradas que conduce al escenario, allí vemos a María Luisa; se gradúa porque Dios es grande, o mejor dicho, porque ella tiene el don de saber mirar; me refiero ciertamente, a la temible capacidad que poseía para alcanzar a ver las respuestas en los exámenes de los compañeros. No importaba si estuviesen correctas o no, de cualquier modo les sacaba provecho. Se ve tan alegre, lista para sentir el orgullo de portar el título entre sus manos, en honor a tan descomunal esfuerzo.

Ya me fijé en Ramiro, el del pueblito del sur; le costó un mundo venirse a estudiar a la universidad, no porque él nos lo haya contado; lo hemos visto con nuestros ojos. Sin embargo, ahí fue saliendo adelante, a veces trabajando, a veces... a veces no sé como sobrevivió, que prestame diez, te los pago mañana, en efecto, los paga mañana, que prestame otros veinte para fin de mes, y ahí estaba a la semana siguiente sin deberte nada. Insistente el muchacho, hoy más que nadie siente en el alma este momento.

Quisiéramos ver a Hipatia, simpatías aparte, la de los ojos claros. Pero eso no es posible. La noticia nos cayó como plomo. Quién iba a  pensar que no se estaría graduando hoy; cómo haber imaginado que moriría tan joven. Hipatia, la que desafiaba con buen tino los dogmas con los que algunos profesores querían herranos. Mientras se coció nuestro tiempo de Universidad, tómenme la palabra, nadie tuvo jamás su talante. “El derecho”, solía decir, “oscila entre pulir la chapa del caballero o afilar la espada de Themis… De nosotros depende…”, decía Hipatia.

En el día de sus funerales, qué pena, no asistió ningún compañero, con eso de que todos se confiaron a que el otro iría..., ¡bah!, todos tenían miedo a que la policía los asociase con ella, porque era indudable que la policía iba estar husmeando por ahí. Detesto los funerales pero, y sé que está de más decirlo ahora, me arrepiento de no haber ido al suyo.

No sé, a lo mejor exagero, aún así me atrevo a pensar que vidas como la de Hipatia son un espejismo, un trazo subreal que solo podría caber en el interior del Campus. Fuera de ahí, la realidad desgarra cualquier ideal. Ojalá que yo estuviese equivocado en esto. Tal vez no esté bien pensarlo, pero desafío a la vida para que me muestre lo contrario…

Es una digresión, lo sé, de seguro, ecos del espíritu de Hipatia, pero admito, sin rodeos, que la ausencia de rumbo ha perdido ya en mí su encanto; empero, ni se me cruza en la mente, ¡por Dios!, ponerme al cuello el lazo de este mercado que es la vida; debo seguir huyendo; mientras, quién sabe, encuentre una ruta que valga la pena.

Casi sin advertirlo, infalibles, han pasado los minutos, la graduación está a punto de terminar. Cada uno ha sido llamado para recibir su título, menos yo, por supuesto. Sin embargo, aquí estoy, desde las afueras del anfiteatro, observando la escena con mi par de binoculares. Está de más quebrarme la cabeza en justificar los motivos por los cuales tuve que abandonar la carrera, aunque a leguas se entiende que me faltó tomar los estudios en serio, lo cual no es fortuito, si se toma en cuenta, reitero, que nunca pude encontrar incentivos para someterme a la rutina. Pero no se malentienda, mi condición no implica, en lo absoluto, que lleve prejuicio hacia aquellos que lograron adaptarse… De ninguna manera. 

El calor es sofocante, mucho más para los que llevan puesta la toga, pero aún resta el acto final, algo que si bien no está en el programa se ha vuelto parte de la tradición. Así, jubilosos, los titulados, se quitan los birretes para lanzarlos al aire, por encima de sus cabezas; no obstante, contra lo que debería esperarse, impulsados por un vendaval, los birretes, tal si fueran cometas, con las borlas amarillas a manera de colas, comienzan a elevarse más y más, sin que regresen ya a las testas vacías. Puedo observar la angustia de todos, menos la mía... claro está.




Sonata antes del fin





            La ventana del cafetín lucía empañada por la llovizna. El coro de voces de los parroquianos se le desoía cada vez más, a intervalos que iban en paralelo con sus ganas de pasar inadvertido; y no había ya cuartilla que no hubiese leído en el periódico que pidió prestado en la barra. Por la calle iban y venían rostros cabizbajos, evadiendo mirar al cielo, sorprendidos por la lluvia. Sorbió un poco del café, sin azúcar, enfriado por las dilatadas pausas que él tomaba entre trago y trago. Nadie parecía  identificarlo;  tampoco él reconocía a nadie. Lo único que le sugería un aire familiar era la copia de un Chagall -“La caída de Ícaro”-, que seguía colgado junto a la puerta. Como solía pasarle antes, hundió la mirada en el óleo, pleno de éxtasis ante el desplome del  alado, en medio de la expectación de la multitud.


También le resultaba extraño el corre y corre de las calles , nada que ver con el ritmo perezozo de dos lustros atrás, cuando tuvo que marcharse. Advirtió que ya no estaba, al frente del cafetín, el pequeño hotel en el que solía hospedarse cuando venía a esta ciudad. Habían demolido la casa antigua para construir una sucursal bancaria. Recordó que más de alguna vez el dueño del hospedaje, amigo de tertulias, le permitió usar el sótano para reunirse con otros disidentes.


            Se preguntó, con una inquietud morbosa, qué estaba haciendo a esa hora, apenas una semana atrás… “Regresando al pabellón”, se dijo, imaginando la custodia de los gendarmes, después de la jornada en la granja.  Aunque no podía explicárselo, extrañaba aún la rutina del encierro, la vida fuera de las rejas se le revelaba como un rayo deslumbrante. Rehacer su vida no iba a ser un bocado fácil, atando cabos de aquí a allá, afanado en juntar las piezas enmohecidas de un rompecabezas.

            Si bien no parecía afligido, tampoco se le veía contento; asumía impávido lo que se le figuraba como un viaje, un viaje a la tiniebla de los días idos. En rigor, estaba ahí para cumplir con la visita que le prometió a Alicia, en la carta que envió semanas antes de quedar libre.
            ¿Llegaría ella?... no quería entrar en el laberinto de las probabilidades. ¿Le habrán llegado las cartas?, ¿viviría todavía en el barrio de las Camelias?... o al menos: ¿estaría aún con vida…? Entendía que flotaban en el aire muchos  presupuestos de los que pendía la consumación de la cita.
            Volvió a observar tras la ventana. La lluvia amainaba, la gente volvía al trajín de las calles. Agradeció el gesto del mesero de limpiar los cristales. Tres niños pequeños se le aparecieron en la acera de enfrente, donde antes estaba el hotel. Al punto distinguió a una dama junto a los chicos, acompañada por un hombre mayor. Ella volteó hacia el Café.
            Él se acercó a la ventana, limpió sus lentes y aguzó la mirada. No sintió nada, es decir, ninguna de las sensaciones que por tanto tiempo imaginó que sentiría si la volviese a ver. Y a pesar de desconocer –no tenía por qué ni cómo saberlo- lo de los hijos y el marido, cayó en la cuenta de que era algo a todas luces normal.
            Retornó a su mesa, una vez que la escena se esfumó. Terminó su café. Pagó la cuenta y salió sin olvidar el ramo de crisantemos que traía por si acaso. Alcanzó la Plaza Mayor, se entretuvo en la fuente y buscó después la vieja avenida ribeteada de acacias. Se dirigía al margen norte de la ciudad, a la terminal de autobuses.
            Compró el boleto de regreso, aunque tendría que esperar casi una hora antes de la salida. Afuera, en la esquina de una de las calles de acceso a la terminal, dos hombres, con talante extranjero, alardeaban con sus guitarras un contrapunto de payadores. Se sumó al puñado de personas que hicieron rueda a los copleros, para ver si con esa distracción alejaba la idea, tenue, pero no por ello inocua, de querer deambular por la ciudad a ver si por casualidad se topaba con ella. El cielo se despejaba de a poco, pronto oscurecería.
            Una mano le palmeó la espalda. Agitado, se volvió.
—¡Caramba, hombre!, te dábamos por muerto —le dijo alguien  a quien no identificó de momento, pese a que el sujeto lo miraba con notable familiaridad— ¡Soy Marcos!, excompañero de viejas luchas… Estúpidas luchas, ¿no?
      No contestó, se sintió fulminado. Hubiera querido decirle traidor. Tenía la certeza de que él fue uno de sus delatores.
—Lo que perdimos por dárnoslas de revolucionarios insistió el hombre—. Yo tuve que sentar cabeza. Me salí del bando, monté un negocio y… veme ahora… ni la sombra de aquel tonto mozalbete... Soy “Don Marcos”, inversionista en bienes raíces y distribuidor de licores importados… A tus órdenes…
—Ya veo.
—Y a tí… ¿qué te pasó…? Ésos del Partido no amagan… Sé que te cogió la Guardia… pensé que te habían volado el seso…
—Casi…
—Ahora que lo pienso… escuche la otra vez que iban a dar amnistía a unos presos… ¿Tú estabas en la colada?...
—Tal vez…                                                                
—¿Qué piensas hacer ahora?...
—Ya veremos.
—Bueno… me alegro de saludarte —Marcos apresuró la despedida. Avanzó un par de pasos, distanciándose, pero al recordar algo, se dio vuelta, y con un tono más alto de voz, apuntilló—: ¡Ah!..., supongo que ya te habrás enterado… sí, ella se casó con un funcionario municipal… No la sé ver, pero créeme, está bien… no le falta nada…
            Lo vio alejarse sonriente, a pasos saltarines, con expresión campante, enfundado en un gabán negro y columpiando un diminuto maletín. Hubiera querido mostrarle un poco más de enfado, pero su corazón ya no estaba para esas muecas.
              “Qué extraña es la libertad”, pensó, “ligera y desinhibida”, pero sospechaba que muy fugaz, tan pronto como se la llenaba de rutina.
            Subió al autobús, desperezado, aún con el eco de las guitarras grabado en sus oídos. Tomó su asiento, en primera fila; descorrió la cortina para llevarse la última impresión de aquella ciudad, a la que de ahora en adelante no tendría ningún motivo para regresar.
            Una jovencita subió al autobús, se sentó por un momento en el asiento de atrás, sin que lo advirtiera el exconvicto. Con disimulo, deslizó junto a él una pequeña caja de cartón lacrada. La muchacha salió tan pronto como pudo cumplir el encargo. Él, con el mentón apoyado en la mano, miraba hacia la ventanilla, pero al voltear sin motivo, descubrió el paquete a su lado. Con asombró vio su nombre, precedido por un “Gracias” en letra grande y huraña. Sin aspavientos abrió la caja. Algo así como una docena de cartas, las cartas que él había enviado durante los diez últimos años. En su asombro, no tuvo tiempo de averiguar quién se las había puesto en el asiento. Al echar un vistazo a su alrededor no encontró pistas, y no intentó más. Volviendo los ojos a las cartas, vio que todas había sido abiertas. Pero Alicia jamás contestó ninguna.
            El autobús comenzó a salir de la terminal. Pocos pasajeros viajaban esa tarde; el asiento contiguo iba vacío, incidente que no le disgustó en absoluto, más bien levantó el descansa brazos para sentirse a sus anchas. Apoyó la cabeza en el vidrio, y como una última postal, la miró a ella parada en el andén, sin compañía, agitando la mano para decir adiós. Él hizo lo mismo, sin sobresaltos, tratando de borrar hasta el más leve asomo de reproche. El bus se alejó.
            Llegaría cerca de la media noche, por lo que supuso que tendría tiempo para darle vueltas a los incidentes de la tarde. Para evitarse alguna molestia, decidió de antemano renunciar a la posibilidad de releer las cartas que de tiempo en tiempo había escrito. “No valía la pena”, masculló.
            Ya en camino, abrió la ventana, y con presteza lanzó el ramo de crisantemos a la campiña que bordeaba la carretera. Cerró los ojos, y vio las llamas de las naves elevarse al cielo de Zafiro.




No hay cupo para dos, pero...



Era ya bien entrada la noche y los demás hacía un buen rato que dormían. El zumbido iba de un lado a otro de la habitación. La luz, apagada, pero ella mantenía los ojos abiertos; no se iba a dormir mientras siguiera por allí el intruso. Media hora antes había descubierto un par de ronchas en la pierna derecha. Lo peor fue cuando a tientas, algo embotada, se dio un manotazo en la frente; desde ese momento decidió luchar sin tregua.

      Con la sábana, cubrió su cuerpo de pies a cabeza, creyendo que así se lo libraría; pero el calor apretaba y al final tuvo que destaparse al verse sudando a borbollones. Apenas se quitó la sábana, el enemigo arreció con incursiones bajas en la pierna izquierda. Ella chocó una y otra vez sus palmas en la oscuridad, sin atraparlo; a lo más, lograba ahuyentarlo unos minutos. Cuando el bicho parecía no dar más señales, vencida por el desvelo, la mujer se quedó dormida, como un barco encallado en la cama. No por mucho tiempo, porque pronto despertó al oír otra vez el zumbido.

      Alcanzó el radio de la mesita junto a la cama, lo encendió para enterarse de la hora en alguna  emisora. No le prestaba mayor atención a las canciones y cambiaba a prisa el dial. Las doce y media, escuchó por fin, hubiera asegurado que era más tarde.

      Pensando que no le quedaba otra que un nuevo desvelo, se levantó de la cama y encendió la bombilla. Buscó al zancudo con la mirada, revisando cada palmo visible.  Al no encontrarlo, fue a inspeccionar los lugares donde presumía podía estar escondido, pero halló rastro. Pasaron minutos con chapa de horas,  y aunque sabía que el bicho aún estaba en el cuarto,  se dio por vencida.

      Ya dispuesta a aguantar unas picadas más, hasta que el insecto se saciara, lo vio salir y sobrevolar cerca de la puerta. Allí estaban los dos, desesperados por esa guerra de baja intensidad, cansados de esperar cada cual la rendición del otro.

      El insecto se posó en la parte superior de la puerta, quieto, en alerta al próximo movimiento de la mujer. Ella se lo tomó con calma, sabía que no era cuestión de precipitarse. En una maniobra bien calculada, con un golpe seco hizo impactar el matamoscas contra la puerta. Como un célebre acto de fuga, el zancudo escapó. Pero en seguida, quizás malherido, se fue a parar a la tela metálica de la ventana. Ella lo siguió con la mirada. Se armó de nuevo con el matamoscas, avanzó en puntillas y ¡zas!, le volvió a asestar el porrazo. Esta vez la diminuta figura quedó aplastada en la hoja de plástico, en medio de una espesa mancha.  

      No disimuló su alegría; lanzó un grito que bien pudo escucharse en la otra habitación. Puso el matamoscas en la mesa, apagó la luz y con frenesí se tumbó sobre el colchón, lanzando la sábana a un costado en señal de victoria. Entre tanto, se dijo a sí misma, que mañana le recordaría a su tía que hiciera el mosquitero que le había prometido desde el mes pasado.

      Se percató de que el radio aún estaba sobre la cama, encendido, pero con el volumen mínimo, imperceptible. Por un momento titubeó con respecto a si debía escuchar nuevamente la hora. Al final se abstuvo, convencida de que ese era un detalle sin importancia. Apagó el aparato. Un bostezo prolongado la tranquilizó, pues era señal de que pronto se dormiría. Se acostó con la cabeza de lado, en dirección a la ventana, perdiendo su mirada en la vaga sombra de las ramas del Guayabo. Aunque estaba decidida a descansar, no tuvo ni tiempo de cerrar los ojos cuando ya oía la perorata de otro zancudo que volaba en la habitación, retando sin más a la mujer que ahora se cubría con la manta todo el cuerpo, pese a los treinta grados.