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Página 10: Los cuentos de escritores de Henry James. Henry James Short Stories on Writers pr Walter I. Vargas*


Plaza de las palabras en su sección Página 10, presenta el ensayo Los cuentos de escritores de Henry James. Henry James Short Stories on Writers publicado en la Revista Ciencia y Cultura, número 25, 2010, escrito por Walter I. Vargas, escritor, periodista y editor,  vinculado a la Universidad Católica Boliviana San Pablo. El autor del ensayo brinda una semblanza esclarecedora y penetrante que permite adentrarse en la escritura y el espacio sicológico de los “Cuentos de escritores”,  tan afines a la mirada perspicaz y a las reflexiones artísticas sobre el arte de escribir del escritor Henry James.   



* Universidad Católica Boliviana "San Pablo", wvargase@ucb.edu.bo


Resumen:

El artículo examina el contenido de varios relatos de Henry James que la crítica literaria suele denominar “cuentos de escritores” por tener como tema principal el oficio literario,

para iluminar a la luz de su contenido la posición de Henry James como artista celebrado en la literatura anglosajona de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.


Palabras clave: Relato, Henry James, arte literario.


Abstract:

This article browses on a series of Henry James short stories on writers, as critics use tocall them, because they deal mainly with the literary trade. The purpose is to highlight James position on these issues, as a celebrated artist of Anglo-Saxon literature at the ends of XIXth century and the opening XXth century. 


Keywords: Short stories, literary trade, Henry James. 


Una segunda oportunidad...; he ahí el engaño. Pues nunca será una. Trabajamos en tinieblas..., hacemos lo que podemos, y damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. Lo demás es la locura del arte.

H.J.



Los cuentos de escritores de Henry James.Henry James Short Stories on Writers


Por Walter I. Vargas*


Primera parte:


Una anécdota evocativa, una circunstancia especial, una comparación literaria, una fecha, suelen ser recursos apreciados, a los que los escritores hacen una venia agradecida allá donde las dificultades se acrecientan, es decir, cuando no se sabe cómo iniciar un artículo (en este caso, el destino final del escrito es casi siempre un prólogo). El conocimiento personal, así sea lejano, también sirve a las maravillas, lo que ocurre cuando nos enfrentamos a un ensayo obituario. Carente de los dos primeros, muy lejos de la época en que vivió Henry James (bien que me hubiera gustado vivir en ella y no en ésta), muerto éste ya hace demasiado tiempo, puedo quizá apelar a una anécdota... pero que no existió, que no existirá, dado mi anonimato.


Me refiero a que alguna editorial me pida uno de esos populares volúmenes por los cuales la Literatura, llamémosla todavía de esa manera, como si fuera una señora desastrada, trata de atraer todavía a los escasos nuevos lectores: una colección de mis mejores cuentos, mis relatos preferidos. Así un Julio Cortázar puso entusiasmado entre sus favoritos La lección del maestro, de Henry James. En mi caso, yo pondría La bestia en la jungla (aunque debo regar que, al entrar en el mundo literario de James, quizá convenga mejor hacer como en esas galerías de arte en las que se suceden las obra maestras: ponerlas gozosamente una al lado de la otra, y mejor si a la misma altura). 


Su acucioso y devoto biógrafo, León Edel, dedica a este cuento dos de las 800 páginas que resumen la biografía en cinco tomos que construyera en 20 pacientes años, y señala, entre otras cosas: “The Beast in the jungle es un cuento de melancolía y soledad. El transcurso de una entera vida es narrado en seis partes correctamente balanceadas” (Edel, 1987:611). Dice algunas otras cosas más, como que quizá sea “la más bella historia de James”, intentando, como siempre la crítica, hacer justicia a ese enorme relato.  Ustedes saben, cosas como “es una historia sobre...” o “el cuento termina cuando John Marcher ( John Marcher es el héroe del cuento)...” Pero es siempre lo mismo. Emocionada, sólo apela a los adjetivos más cercanos, en la confianza de que la lectura o la relectura reales harán el trabajo de reproducir verdaderamente la experiencia estética, esto es,el proceso por el cual seguimos el transcurso o el retrato de un personaje.


Circunstancia que es agravada, en el caso de James, por el hecho de que pocas cosas ocurren en la vida de sus personajes, y muchas de ellas, si no la mayoría, lo hacen en la mente. Que la anécdota, morosa, muy morosamente desarrollada, hasta casi hacerse imperceptible, sea el descubrimiento de un aspecto de la propia personalidad; que la conversación sea un duelo de interpretaciones y anticipaciones, lo que Günter Blöcker denominara adecuadamente como “el arte inmenso de sus diálogos”; que, sobre todo en las novelas, nos interesemos vivamente por uno y hasta dos o tres personajes para luego darnos cuenta que ninguno de ellos es, burda y directamente hablando, el personaje principal, son nada más tres de los muchos elementos que hacen peculiar a su arte narrativo.


O ese su casi natural genio para retratar con un suave sarcasmo o simpatía a los personajes. Saquemos, casi al azar, uno de estos innumerables retratos en los que seguramente se complacía tanto: 


Era una anciana damita de cabeza enorme; eso fue lo primero que Ransom observó: la frente descubierta, franca, protuberante, clara, vasta, presidiendo un par de ojos débiles y bondadosos, de aspecto fatigado... La prolongada práctica de la filantropía no había acentuado sus rasgos; había borrado sus transiciones, sus significados... En su amplio semblante su sonrisita borrosa apenas se veía. Era un mero esbozo de sonrisa, una especie de cuota o de pago inicial; parecía decir que sonreiría más si tuviera tiempo, pero aun sin

ella podía verse que era amable o fácil de engañar... ( James, 1886:36). 


Claro, hay que seguir leyendo la novela (Las bostonianas) para comprender que esa filantropía del reformista social, en la cual podemos ver fácilmente prefigurado al socialista que atormentó todo el siglo XX, es objeto de un delicado sarcasmo a lo largo de todo el libro:  


Desde el fin de la guerra civil muchas de sus ocupaciones habían cesado; ya que antes la mayor parte de su vida había transcurrido imaginándose que ayudaba a algún esclavo del Sur a escapar. No era por tanto desatinado el preguntarse sin en lo más profundo de su

corazón no desearía a veces, sólo por volver a experimentar aquel género de excitación, que los negros volvieran a encontrarse encadenados (p. 37). 


También podríamos hablar de esa su manera encantadora, tradicional si las hay, pero altamente efectiva, de enseñorear al narrador y darle todos los poderes para introducirnos en la historia y recorrerla e interferir cuando le pareciera necesario. Pero, bien pensada (y quizá vuelva sobre este tema en el transcurso de este ensayo) ésta es una cuestión inútilmente fatigada por un fiaubertismo mal entendido, y, en nuestro caso latinoamericano, mediado por una afectación vargasllosista (perdón por los barbarismos) más bien basta. ¿Acaso un Faulkner, bastantes años después, tantos como para hacer nebulosa la idea de que el arte de la novela cambió en cierto momento, no comenzaba uno de sus cuentos con un “Trataré de contarles algo acerca de Monje” (Faulkner, 1951:47),sin sentirse avergonzado. Don Julio Cortazar, más recientemente aun, cayó presa, imagino que con gusto, de este fiaubertismo al que aludo, al censurar como cursilería anacrónica el hecho de que Lezama Lima, en su famosa novela. 


Paradiso, haya interrumpido la narración con esta frase: “¿Que hacía, mientras transcurría el relato de sus ancestros familiares, el joven Ricardo Fronesis?” (Lezama Lima, 1976: 383)


James era tan consciente de que esto era parte importante de la riqueza del juego, que lo aprovechaba (no había cosa cuyo aprovechamiento este infatigable obrero de la ficción no considerara posible) para convertir a las limitaciones del narrador en motivo de chanza: 


Ser desinteresado era incompatible con la idea de beneficios. Y los beneficios eran algo que Selah Tarrant tomaba muy en consideración. Deseaba ver llegar el día en que afluyeran copiosamente: el lector tal vez logre ver el gesto con el cual, en sus coloquios interiores, acompañaba esa imagen mental (James, 1886:126). 


Un poco más y no agrega: “porque a mí me da flojera describirlo”. O su absoluto desprecio del lenguaje hablado y la seguridad de que era necesario siempre construir un lenguaje literario, tan a contracorriente de mucha literatura actual, que consiste, llevando las cosas al terreno de la caricatura, en desgrabar la manera de hablar de la gente y pasarla al papel. El lector tiene que saber que está leyendo un libro, solo y en silencio, parece insistir James todo el tiempo, no en una sala de teatro o en una reunión familiar, encima de boca de un Marlow cualquiera, inseguro de sí mismo.  Está bien, queremos un mundo, pero por favor, que no se parezca tanto a este.


En fin, terminaríamos siempre exclamando, si nos interesa escribir: ¡qué de cosas podemos aprender de James! En cuanto al oficio, ha sido ya suficientemente admirado, creo yo, al punto que, según algunas opiniones autorizadas, cuesta saber de qué finalmente nos habló. Thomas Hardy, que fungía como el Pope de la literatura inglesa en los últimos años de la vida del escritor, sostuvo que éste había desarrollado “un estilo asombrosamente cálido para no decir nada, eso sí, mediante frases interminables”. Interminables o no, hay que decir que alguien que ha escrito miles de páginas y conseguido no decir nada, debe de todas maneras considerarse un genio, aunque destinado a otro tipo de panteón, quizá al de las ocurrencias de la humanidad... Y no creo que el hecho de haber cultivado conscientemente la ambigüedad deba llevarnos a la incuria de suponer que no tuvo el propósito de decirnos algo.


Qué fue lo que quiso decirnos, ya no es, por supuesto, tan fácil de determinar. No por ser repetida una y otra vez una verdad deja de serlo: el gran artista se caracteriza por prestarse a infinitas y contrapuestas interpretaciones. En general, no siempre, su método consistía en desarrollar imaginativamente una situación inverosímil o absurda: la suerte de un secreto o el decurso de una imposibilidad. Para poner dos que tres ejemplos: En Los amigos de los amigos, un hombre y una mujer intentan conocerse infructuosamente durante años, pese a todos los esfuerzos que hacen, ellos y sus amigos, y al final solo se juntan de muertos; en

Maud Evelyn, un   joven asume poco a poco el pasado de una niña muerta y, junto a los padres de ésta, le provee de un futuro, se convierte en el marido que no tuvo, y la acompaña hasta que muere. En La tercera persona, dos solteronas encuentran en la casa a la que se van a vivir al espíritu de un hombre, del cual se enamoran hasta pelear y enredarse en escenas de celos. 


En el caso de La bestia en la jungla, a John Marcher le parece que algo terrible le va a pasar en su vida, y se pasa ésta al acecho de este evento, esperándolo, en compañía de una amiga. Ninguno de los dos sabe de qué se trata, o parece que fuera así, y James juega con nosotros haciéndonos suponer que se trata de algo muy concreto, para terminar sorprendiéndonos al señalar que la cosa terrible de la que debió haberse cuidado, porque ya es tarde, era solamente su profundo egoísmo. 


El comentario siempre teme empobrecer un relato de James, pues justamente lo priva de ese “estilo asombrosamente cálido” que por arte de magia, o mejor, por la magia del arte, evita que una trama así se rebaje a la condición de melodrama. Tampoco es fácil acudir a la oportuna cita que encierre el decurso adormecedor y hechicero de cincuenta páginas al cabo de las cuales nos enteramos que el héroe ha estado ciego al amor que tenía al lado toda su vida, es decir, a la amiga confidente de su espera, hasta que ella muere.


Tolstoi dijo una vez que nadie que no hubiera estado en la cárcel podía saber lo que era el Estado, y alguien le observó con perversidad que era extraño que alardeara de semejante sabiduría, toda vez que el novelista ruso no había entrado jamás en prisión. Del mismo modo, el cuento de James es tan conmovedor que sorprende comprobar que el escritor optó por la soltería con creciente convicción a medida que se entregaba a la literatura. Quiero decir que no consideraba que la compañía humana o ser pater familias fuera el problema central de su existencia. Como las mujeres siempre preguntan ese tipo de cosas, a una amiga que le interrogó por qué no se casaba, le contestó en cierta ocasión de la siguiente manera: “Tal como estoy soy lo bastante feliz y lo bastante desdichado, y no deseo añadir nada a ningún plato de la balanza”. 


De manera que, vistas las cosas en la perspectiva de la obra y la vida de James, hay algo no convincente en esa tardía y triste iluminación por la cual el héroe de este relato descubre que no ha vivido, no ha amado. Alrededor de la cincuentena de años James parece haber sido cuentena de años James parece haber sido acosado por la sospecha de que la vida que había llevado no había sido tal. Es lo mismo, si no he leído mal, lo que de manera lateral y solapada pasa en la novela Los embajadores, que algunos consideran la mejor de las suyas (yo no) y que, por añadidura, parece la más autobiográfica. Trata un poco de lo mismo, y otra vez a la manera jamesiana, es decir, construyendo una situación más bien baladí, casi frívola, pero que contiene en su calidad de símbolo la gravedad de las consideraciones existenciales. En Retrato de una dama, asimismo, está uno de los más asombrosos fragmentos literarios, aquél en que la heroína, una vez comprobado que se ha equivocado al escoger marido, decide permanecer casada pese a todo. Asumo que a una mujer actual esto le podrá parecer sacado de otro planeta, por lo que se puede optar por considerarlo un símbolo de lo que podría ser la “figura en la alfombra”, esa famosa y compleja figura en un tapiz de muchos escritos de James: la certeza intempestiva, dolorosa si las hay, de que las aguas de un río nunca serán las mismas, que no hay marcha atrás ni segunda oportunidad.


Pero, insisto, él había optado por ser escritor, o quizá no podía ser otra cosa, quién sabe. En su caso, pues, examinar la eventualidad de si tenemos o no derecho a otras oportunidades se refería a la experiencia del arte, vicaria de la vida. Y no deja de ser una suerte de burla benévola de la dirección del mundo que a quien canjea seriamente, son pocos los que lo hacen, la vida por el sacerdocio del arte, le sea destinada la ironía inversa: que siempre habrá una nueva oportunidad, que con el arte uno sólo se detiene definitivamente ante la muerte. 


Es lo que podemos ver, para comenzar, en La edad madura, un melancólico relato en el que un escritor, admirado convenientemente por todo lo que ha escrito hasta entonces, está sin embargo seguro que apenas ha comenzado, que, ahora que está enfermo y próximo a morir, es cuando recién está en condiciones de emprender una obra. Un reciente amigo que adora su obra y quiere confortarlo le insiste en que ya ha hecho bastante por la literatura, pero el agonizante quiere aún otra oportunidad. Insiste tanto en esto que al lector la situación sólo puede resultarle o chocante o cómica. Pues, ¿acaso la Literatura es una persona, a la que encima hay que dedicar nuestra vida?. 


Entendido en clave irónica (cosa que no se puede hacer si se saca de contexto la frase, tal como se puede comprobar por la emotiva parrafada de ese cuento que he puesto como epígrafe en este trabajo), el escritor de este relato resulta pues conmovedor y gracioso, como cualquier otro personaje, pese a su aparente solemnidad. 


Decir que el arte es largo puede perder fuerza si no se aclara que, como ha señalado Cerruto en uno de sus poemas, lo es más que la vida4. La más desgarradora ironía para un artista es esa risible pero conmovedora actitud de, siempre después de terminar una obra, pensar, no sólo que se podía haberla hecho mejor, sino que ésta le había abierto los ojos a nuevas posibilidades, resultado de lo cual se decía que la próxima vez lo haría verdaderamente bien, como anhelaba. Ante lo cual sólo cabía ejercitar una sonrisa lo más simulada posible.


Como Kafka, como Proust, James llevaba a veces la sutileza tan lejos que sólo él se reía de sus chistes. Según mi perspectiva, este cuento fracasa por eso (pero, ¡qué fracaso!), pues tengo la hipótesis ad hoc (esto es, para los efectos de este ensayo), quizá fácilmente desmentible, de que siempre que se ocupaba del tema de los escritores en su relación con el mundo, James tendía a recurrir al humor para quitar solemnidad al oficio de su vida. En el caso de La edad madura esto no se puede ver muy bien, pero no hay duda que en los otros llamados cuentos de escritores o de la vida literaria, como la crítica ha tenido el gusto de denominar, es mucho más claro.


Por ejemplo, en La lección del maestro. Se insiste tanto y tan pomposamente en la grandeza literaria y en la idea de la obra maestra que pone en duda nuestra capacidad comprensiva, haciéndonos preguntar si en verdad no está el autor ironizando. James nos hace querer tanto a sus dos personajes principales, el gran y viejo escritor y su sincero y joven admirador, que lamentamos, al seguir la lectura, ir descubriendo que es muy probable que el primero haya armado toda una tramoya para arrebatar al segundo una joven mujer a la que finalmente hace su esposa, pese a las diferencias de edad. Sin embargo, nunca estaremos plenamente seguros de esto, pues hay la posibilidad de que en realidad, después de todo, lo haya hecho por altruismo (para apoyar a su joven amigo a hacer la mejor literatura que podía hacer). ¡Hasta se nos invita a interpretar como un sacrificio haberle arrebatado la novia para que

ésta no perjudicara su alta misión artística! Es el lector el que aquí se ve comprometido. Si ha de creer verdaderamente en la literatura, en que “cierta perfección (literaria) es posible y aun deseable” (James, 1962:62), creerá en la amistad del maestro, si no, en su profunda corrupción moral.


 Este maestro tiene además una magnífica esposa que le anima a producir, le allana el camino de los grandes editores, le otorga “la imagen honorable del éxito, de la prosperidad económica y del prestigio social de la literatura”, para todo lo cual la condición suprema es que no entienda en absoluto el sentido artístico de lo que hace su marido.


 –…todo lo que digo es que nuestros hijos dificultan la perfección. Nuestra mujer la dificulta. El matrimonio la dificulta.

–-¿Usted piensa entonces que el artista no debiera casarse?

–Lo hace a su riesgo y a su costa

– ¿Ni siquiera cuando su mujer simpatice con su trabajo?

–-¡Nunca lo puede, nunca lo podrá!. Las mujeres no conciben esas cosas


Como he dicho, esta circunstancia es rematada por el hecho no menor de que, una vez muerta la mujer, el Maestro se consigue rápidamente otra, para colmo llena de vida y hermosa, a costa de su amigo admirador.


Igual grandeza machacona es observable en La muerte del león (que tiene otra traducción, harto torpe, como La muerte del hombre célebre), por lo cual James opta por otorgar al cuento un risible escenario de confusión, porque intervienen dos escritores (¿o debo decir un escritor y una escritora?), una con seudónimo masculino y el otro con seudónimo femenino. Y nadie podrá dejar de sentir lo contemporáneo que puede resultarnos James cuando se observa que esta jocosa situación tiene motivos comerciales. Guy Walsingham es en realidad una señorita que quiere hablar con mayor libertad de la libertad, por lo cual firma como hombre, en tanto que Dora Forbes es en verdad un hombre que no puede hablar de lo mismo como hombre sin parecer no autorizado a hacerlo, por su sexo. En cualquier caso, es la muerte del gran escritor la que importa, la que le importa al joven que, a medida que transcurre el relato, pasa de ser un periodista en busca de “su nota” a cómplice de la huida del escritor hacia la muerte. Como sea, al final el pobre hombre muere, y es rápidamente sustituido por ella (elija el lector a uno de los dos escritores comerciales que lo rondaban). 


Los escritores longevos sufren este tipo de problemas pero a la larga también dejan este mundo, y finalmente se puede decir que descansen en paz de sus seguidores. Pero ¿qué hacer mientras se vive, si no le ha tocado “tomar el atajo de la posteridad”, muriéndose a tiempo?. 


El entorno de los escritores de James es así, lleno de mundanidad. Y en él a menudo las amenazas distan mucho de ser las más concretas. Que alguien conocido y estimado tenga la intención de pedirnos escribir un prefacio para su próximo libro no tiene por qué ocasionar necesariamente raptos de angustia. Pero esto es lo que ocurre en El guante de terciopelo. Y antes de llegar a ese convencimiento tenemos que hacer un esfuerzo superlativo para entender lo que significa ser artista. El pobre escritor (pobre es un adjetivo preferido de James para aludir a sus escritores) es lo suficientemente ingenuo para pensar que ha sido objeto de un flechazo amoroso, hasta que la hermosa dama que lo está merodeando… le pide un prólogo para su nueva obra. El cuento sugiere que el escritor sueña con conocer una mujer que no haya a su vez escrito un libro, o varios, y que no le interese hacerlo. Si algo caracteriza más o menos a estos cuentos es el esfuerzo que hacía su autor para evitar la imagen, casi inevitable, de la soberbia del artista dotado.


Así en El árbol del conocimiento, en el cual se sabe sólo muy de pasada que Peter Brench “había escrito algo, pero jamás hablaba del asunto” (James, 1995:95); lo importante es siempre el otro, el amigo escultor, el pésimo escultor a cuyo hijo Peter está decidido a evitar que sepa eso, que lo que su padre asume orgullosamente como gran arte es una gran basura. Por lo demás, es un perdedor en toda la línea, pues debe asumir un papel de padrino del hijo de la pareja, en tanto ha decidido quedarse soltero (porque siempre ha estado enamorado, precisamente de la mujer de su amigo) por lo cual su principal tarea es ocultarle a ésta sus convicciones para no lastimar su sensibilidad. La vuelta de tuerca humorística que opera James a medida que se desarrolla el cuento (que, después de todo, ella siempre sabía que su esposo era un solemne mediocre) no agrega alivio, pues, dado que el amor va por otros caminos, ella siempre va a estar enamorada de él. 


Denostar al escritor o artista mediocre es un género de sátira casi habitual. Hacer una escultura grandiosa, componer una música divina o escribir algo memorable, son los acicates casi inevitables en el fatuo mundo del arte. Todos quisieran escribir algo parecido a una obra maestra, y muchos, acompañados por la figura no menos curiosa del crítico, creen rápidamente que ya lo han hecho. Más raro es uno que quiera escribir mal y fracase, que no pueda sino escribir muy bien. Es la idea de La próxima vez, uno de los cuentos más divertidos de James. Por lo que se llega a saber, el personaje del cuento anterior no pretende publicar nada, le basta con su propia seguridad, y además está involucrado en otros problemas. Éste, en cambio, es un escritor profesional, y basta decir ello para suponer por añadidura que su faena gira alrededor de otro tipo de complejidades. Sus comentaristas han citado repetidamente que el disparador de ese relato fue la experiencia de James con las revistas y otras publicaciones a las que enviaba sus narraciones siempre esperadas, y que le pedían no ser tan exquisito, abrirse más a las necesidades populares. En el caso de su héroe, se pone a la tarea de escribir obras populares porque de otra manera le será muy difícil venderlas para mantener a su familia. ¡Pero no puede! Es ineluctablemente talentoso, de manera que al final todo lo que escribe va a parar al desván de la gran literatura, que casi nadie compra y pocos leen.



Segunda parte


Todo esto parece muy presuntuoso y, para decirlo francamente, despide nomás el mal olor de la torre de marfil y la soberbia del arte por el arte, en un mundo que tuvo que enfrentarse, unos años después, a la realidad brutal de la Primera Guerra Mundial, un mundo que estaba conociendo por primera vez que la prosperidad y el fin del hambre sólo significaban el comienzo de los problemas para los seres humanos. Artistas como Mallarmé o Rilke tuvieron sin duda que hacerse esas preguntas, pues no carecían de inteligencia, y la inteligencia, aunque no parezca, comporta sensibilidad, incluso social. Reflexionando acerca de ellos Auden ha señalado: 


Los peligros espirituales para los hombres de gran talento son dos. Está tentado de atribuirse el mérito de un don sin haber hecho nada para merecerlo, y concluir consecuentemente que puesto que él es un ser superior a la mayoría en la ciencia o en el arte, es un ser humano superior al que las normas religiosas o éticas no se aplican. Y está tentado a imaginar que la actividad particular para la que tiene talento es de importancia suprema... el hombre talentoso, aun más que el millonario, es el hombre rico para quien es muy difícil entrar en el Reino de los Cielos (citado en Bendix, 1975:130). 


James se hizo famoso justamente por sus veleidades de gran artista. Pero el acento puesto en los deberes de éste parece recordar peligrosamente una pecaminosidad innecesaria. Podríamos, pues, argumentar contra Auden señalando que el artista tiene esas tentaciones, es cierto...pero también paga algún precio. 


Si esto no se hace muy visible quizá es porque el escritor genial casi inevitablemente nos hace pensar que su obra ha sido realizada con cierta facilidad, o porque nosotros permanecemos en la posición de lectores absortos ante sus hazañas.


Por ejemplo, esa soledad querida, esa verdadera splendid isolation a la que me he referido líneas arriba, escondía al mismo tiempo parte del precio pagado por el arte. Lo muestran unas palabras que de algún modo asustan. Uno entre sus devotos admiradores, afanoso a su vez de “ser escritor”, recibió esta admonición respecto a la soledad esencial e inevitable que debe arrostrar un escritor al asumir su destino literario: “Sí, es soledad. Si corre detrás de usted y lo alcanza, bien. Pero por Dios, no corra detrás de ello. Es la soledad absoluta” (cit. en Edel, 1987:704). 


Quizá no sea correcto alinear las preguntas espirituales junto a las que acucian el hambre o la indefensión material, pero James parece decir que, ya que a algunos les ha sido dado ver el mundo desde arriba, tienen por deber aprovechar el hecho para indagar sobre los problemas más serios. Y Auden y otros, como Hermann Broch, yerran al olvidar que llamar al redil al artista es proponer que no hay urgencia otra en el mundo que la satisfacción de las necesidades materiales, cuando siempre se recala, una vez que se ha dejado de vivir la vida cotidiana, en que la existencia siempre va a ser un enigma. 


De cualquier manera, el mundo había decidido que James era “El Maestro” ¿Y qué se puede hacer frente al mundo sino ponernos ligeramente de perfil, en la seguridad de que no nos ha sido dada la opción de darle la espalda? Entre nosotros, latinoamericanos, le ocurrió lo mismo a Borges. Si en la vida pública de cualquiera ya ha avanzado uno algo cuando ha aprendido que debe resignarse al malentendido, cómo no lo será en la de alguien como James, que, a esas alturas de su vida, ya había alcanzado la condición de gloria literaria en una de las más antiguas y prestigiosas literaturas. 


Porque la fatuidad es estúpida, tendemos, es comprensible, a considerar que un autor admirado no puede tomar esto sino como una necesidad ineluctable del mundo. Como se sabe, James tuvo una vida social intensa, en calidad de advenedizo querido en el mundo aristocrático inglés, un mundo que apenas puedo entrever a través del sentido que el novelista se encargó precisamente de publicitar como el mejor para hacer más tolerable la vida: el de la imaginación.


Por eso debe llamar la atención por fundamental, en cuanto a lo que estoy comentando, el cuento La vida privada, pues allí el escritor está más que nunca en un medio social, es el tipo de escritor más social, el que escribe no para ser leído en soledad, sino para ser escuchado y representado en público: el dramaturgo. Ciertamente lo social está reducido a un epítome, lo cual no inhibe de percibir el acento con el cual James nos avisa sobre su carácter absorbente: 


… gozábamos de la presencia de gente muy selecta: Lord y Layd Mellifont, Clare Vawdrey, la mayor gloria (en opinión de muchos) de nuestra literatura, y Blanche Adney, la mayor gloria (en opinión de todos) de nuestro teatro  Si los menciono en primer lugar es porque eran, ni más ni menos, la gente que en Londres y en ese momento, todo el mundo asediaba (James, 1975:11) 


Pues bien, nos enteramos luego que ese Clare Vawdrey es una suerte de monstruo doble, alguien que tiene dos entidades físicas, una para atender a los amigos, y otra que permanece aislada en su cuarto, escribiendo12. En cuanto a las razones de este fantaseo, James se pone incómodo para decirlo, como siempre, pero no se reprime: 


Un rayo colaboró para iluminar duramente la verdad, que había intuido durante años, a la que concedían fundamento los dos últimos días: la certeza irritante de que para las relaciones personales, este genio admirable pensaba que su segunda personalidad bastaba… El mundo es estúpido y vulgar, y no tenía por qué cometer la torpeza de enfrentarlo si podía disponer de un delegado para la reuniones (James, 1975:48).


Si algo pueden enseñar estos cuentos de la vida literaria de James, y tendrían que hacerlo, dada la forma en que asumió su destino de escritor, creo yo, es que la comunicación viva es vana. No podemos obtener una imagen adecuada de la realidad de los otros cuando los tenemos al frente hablando. No voy a recaer en el aspecto terrorífico de esta condición, aludiendo al abismo de soledad al que condena a todo ser humano, sino a su otra posibilidad: la literatura como una forma menos infeliz de comunicación, tanto para el lector como para el escritor13; lo cierto es que en el cuento de James el asunto es tan radical que los asombrados descubridores de su doble personalidad llegan a sostener que cuando el hombre público leía sus textos estaba leyendo a otro autor.



Conclusión


Parece injusto señalar que la mejor literatura no es atendida adecuadamente, prueba de lo cual es precisamente que tengamos a mano a James para leerlo, pero no es menos verificable que en realidad fue, como tantos otros, un escritor póstumo. Algunos llevan

el festejo de la literatura jamesiana tan lejos como las palabras de Graham Greene, quien glorificó la “posición” de James en la historia de la literatura, al ponerlo al lado de Shakespeare “solitario en la historia de la novela como Shakespeare lo es en la historia de

la poesía” (Greene, 1973:36). 


Pero por grande que sea la obra de un escritor, está condenada a desaparecer, como dijo Proust. Sin embargo, ni éste ni James previeron la eventualidad de la desaparición de la literatura como tal. Éste llegó a su plena madurez artística en los años en que se inventaba el cine. De ahí al hecho de que yo termine de escribir este fragmento y luego encienda el televisor, hay sólo un matiz, grande pero matiz al fin. Quiero decir con esta innecesaria circunvolución que siempre que levantamos la vista de una lectura y nos topamos con el entorno electrónico en el que se vive actualmente, tenemos la sensación, aun sin haber vivido la época correspondiente, de que la literatura ya no es lo que seguramente fue en algún momento. Hasta no hace mucho no dudaba de ella, pero he comenzado a hacerlo, pensando que se trata de una falsa sensación. De Balzac dice Proust que salía de sus afanes literarios como de los efectos del cloroformo: poco a poco, hasta volver a departir animadamente con sus contertulios sobre dinero y política. James cuenta por su parte que al principio le molestaba la irrupción (muy beneficiosa, por otra parte, para su secretaria) de la máquina de escribir, invento reciente, pero que al cabo llegó a acostumbrarse tanto a ella, que su ruido llegó a formar parte de la ceremonia de dictar sus novelas y cuentos, que antes había construido a mano y por sí mismo.


Pero, ¿por qué persiste, pese a cuanto argumentemos, la idea de que en el mundo de la velocidad y las imágenes instantáneas, del texto en la pantalla, hay algo diferente en juego? “Hasta que el mundo sea un áspero desierto, el espejo continuará reflejando imágenes. Lo que nos concierne, por lo tanto, de modo perentorio, es velar porque esas imágenes conserven su vividez y riqueza” (cit. en Gardini, 1975:10), dijo Henry James. Pues bien, el mundo dista de parecerse a un desierto misterioso, más bien brilla con luces y está atiborrado de información y gente. Pero quizá no estaba pensando en las imágenes de la misma manera que nosotros. Por lo menos en ese aspecto el envidioso Wells lo superó ampliamente. Pues si atendemos a sus previsiones del futuro, nos puede resultar instructivo observar que incluso el lenguaje pueda dejar de prevalecer en lo que aún se llame civilización. Entretanto, nosotros nos hemos habituado ya tanto a recibir las imágenes, no a construirlas en la mente, que es comprensible que ya desde hace décadas se haya discutido tanto sobre la curiosa aseveración de que la novela como tal había muerto. 


Yo pienso que si no ha muerto, ha salido del siglo XX bastante malograda, esto es, sin una de sus extremidades más interesantes: la extensión, la duración, la cantidad, pero ésta incrementada al punto de convertirse en cualidad. Si la gran literatura permanece ahí, en los estantes o en las mentes de los lectores, ha sido eclipsada por algo que parece literatura. Quiero decir que, colocadas ante los cuentos y microcuentos que se imponen en la actualidad, las novelas y los relatos de James parecen ilegibles, pues exigen siempre un extremo aislamiento y concentración. “El que ha leído a Henry James a toda velocidad, jamás ha sacado mucho de él; probablemente el que ha aportado mucho a su lectura, siempre ha sacado de ella mucho más” (Sampson, 1967:6), dice uno de sus lectores. Se dice de algunos grandes escritores que son ellos solos toda una literatura. Pues bien, me parece que una manera de poder disfrutar verdaderamente de James en las actuales circunstancias es considerarlo el único escritor existente. Así leerlo daría para toda la vida.





Referencias bibliográficas

1. Bendix, Reinhard. 1975. La razón fortificada. México: FCE

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2. Blöcker, Günter. 1969. Líneas y perfiles de la literatura moderna. Madrid: Guadarrama.

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3. Cerruto, Oscar. 1976. Cántico traspasado. Obra poética. La Paz: Editores Biblioteca del Sesquicentenario de la República.

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4. Cortazar, Julio. 2006. Cuentos inolvidables. Buenos Aires: Alfaguara.

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5. Edel, León. 1987. Vida de Henry James. Buenos Aires: Grupo Editor Latinoamericano. Colección temas. Traducción Antonio

Bonnano.

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6. Faulkner William. 1951. Gambito de caballo y otros relatos. Buenos Aires: Emecé Editores.

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Créditos


Los cuentos de escritores de Henry James. Henry James Short Stories on Writers por Walter I. Vargas*. SCIELO, Revista Ciencia y Cultura versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult n.25 La Paz nov. 2010 cultura@ucb.edu.bo


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