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Cuentos Hispanoamericanos: Felina, un cuento de Guadalupe Nettel. Post Plaza de las palabras




Plaza de las palabras en su sección Cuentos Hispanoamericanos, presenta a la escritora Guadalupe Nettel, (1973) una de las voces narrativas mas originales de la narrativa mexicana. El cuento seleccionado es Felina, de su libro de cuentos  El matrimonio de los peces rojos, obra ganadora del Premio Internacional Narrativa Breve RIBERA DEL DUERO (2013), que incluye cinco relatos, en que se van hilvanando escenas humanas con un trasfondo de vidas paralelas, para usar un termino apropiado, en que conviven humanos y animales (peces, gatos, serpientes),  insectos (cucarachas) o microorganismos (hongos). Cuentos lucidos y amenos, narrados con una prosa inteligente, que retratan situaciones humanas desde lo cotidiano,  realistas y dramáticas, en que los animales son protagonistas o testigos, algunas  veces irreverentes y otras veces tiernos.  


Guadalupe Nettel  (1)

 

Guadalupe Nettel[1] (Ciudad de México, 27 de mayo de 1973) es una escritora mexicana, ganadora del premio de Narrativa Breve Ribera del Duero con el libro de cuentos El matrimonio de los peces rojos (2013) y del Premio Herralde de novela con Después del invierno (2014). Su obra ha sido traducida a 17 lenguas.[2] Obtuvo un doctorado en Ciencias del Lenguaje en la EHESS de París. Ha colaborado en revistas y publicaciones como Granta, The White Review, El País, The New York Times en Español, La Repubblica y La Stampa, entre otras. Es directora de la Revista de la Universidad de México de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).


Educación

Pasó parte de su niñez en el sur de Francia.[3] Desde corta edad padeció problemas oculares, entre ellos nistagmo y cataratas, así como una mancha arriba de una de sus córneas. A causa de estas condiciones sufrió acoso escolar, hecho que, de acuerdo a Nettel, fue una de las razones que la llevaron a refugiarse en los libros y empezar a escribir.[4] Antes de terminar sus estudios secundarios, que realizó en el Liceo Franco Mexicano,[5] obtuvo a los 17 años, el premio Punto de Partida, organizado por la dirección de literatura de la UNAM (1991) y a los 18 el segundo lugar en el Grand Prix International a la Meilleure Nouvelle de Langue Française para países no francófonos, organizado por Radio Francia Internacional (1991). Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM[1] y más tarde un doctorado en Ciencias del Lenguaje por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París.[3] En 2007 fue seleccionada por el Hay Festival como una de las autoras de Bogotá 39. Desde 2017 dirige la Revista de la Universidad de México.[6] 


Carrera literaria

Educada en Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, Facultad de Filosofía y Letras (Universidad Nacional Autónoma de México) Información profesional Ocupación Escritora Géneros Novela, Cuento y Ensayo Obras notables Después del invierno El matrimonio de los peces rojos Distinciones Premio Cálamo Premio Anna Seghers (2009) Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero (2013) Premio Herralde (2014) 


Premios y reconocimientos 

Guadalupe Nettel ha escrito libros de diferentes géneros: cuento, novela y ensayo. En 2006 publicó la novela El huésped (finalista del Premio Herralde 2005). En 2008 publicó el libro de cuentos Pétalos y otras historias incómodas. Vino después la novela El cuerpo en que nací (2011). En 2013 obtuvo el Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero con el libro El matrimonio de los peces rojos [3] [7] y en 2014 el Premio Herralde de Novela con Después del invierno. [8] También publicó Para entender a Julio Cortázar, un ensayo corto sobre el escritor argentino y el ensayo Octavio Paz, las palabras en libertad (Taurus-Colmex). Ha recibido otros reconocimientos como el Premio Anna Seghers (2009), el premio francomexicano Antonin Artaud (2008), el Premio Nacional de Cuentos Gilberto Owen (2007), el Prix Radio France Internationale (1993) y el Premio Punto de Partida (1992). [9] [10] Participó con el cuento "Fenêtre" en el proyecto In my Room, dirigido por la artista multimedia Agnès De Cayeux en el Centro Georges Pompidou y adaptado por la cadena de televisión ARTE.[11]


Critica 

Entre las reseñas dedicadas a su obra cabe destacar: «Guadalupe Nettel revela la belleza subliminal que hay en los seres de comportamientos extraños y sondea minuciosamente la intimidad de su alma» (Le Magazine Littéraire); «Los lectores avezados disfrutarán de esa nueva voz literaria, tan sofisticada como original, en el panorama de las letras latinoamericanas» (Arcadia, Colombia); «Una de las más singulares escritoras mexicanas» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «La mirada que posa sobre las locuras suaves o destructoras, las manías, las desviaciones es de una agudeza tal que nos remite a nuestras propias obsesiones» (Xavier Houssin, Le Monde)



El matrimonio de los peces rojos (Cuentos) (2)

Prefacio del libro


En estas cinco narraciones intensas y de atmósfera delicada, Guadalupe Nettel nos propone un cruce de caminos entre el mundo animal y el universo humano para hablar de temas tan naturales como la ferocidad de la vida en pareja, la maternidad —cuando es deseada y cuando no lo es—, las crisis existenciales de la adolescencia o los lazos inimaginables que pueden establecerse entre dos enamorados. Su mirada proyecta lo subterráneo y lo secreto de sus personajes, lo anómalo, lo inconfesable. 


Los cuentos de El matrimonio de los peces rojos son espacios magistralmente construidos en los que nos preguntamos cómo y en qué momento se fraguan en nosotros las decisiones más íntimas y soterradas, aquellas que, sin sospecharlo, marcarán de manera definitiva nuestra existencia.


El día 5 de marzo de 2013, un jurado compuesto por José Trillo, presidente del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, Enrique Vila- Matas, escritor y presidente del jurado, Ignacio Martínez de Pisón, escritor, Cristina Grande Marcellán, escritora, Samanta Schweblin, escritora, Marcos Giralt Torrente, escritor y ganador de la segunda edición del Premio, además de Juan Casamayor, director de la Editorial Páginas de Espuma, y Alfonso J. Sánchez, secretario general del Consejo Regulador de la Denominación de Origen Ribera del Duero, en calidad de secretario del jurado, ambos con voz pero sin voto, otorgó el III Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, por mayoría, a El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel. 


Todos los animales saben lo que necesitan, excepto el hombre.

Plinio el Viejo

El hombre pertenece a esas especies animales que, cuando están

heridas, pueden volverse particularmente feroces.

Gao Xingjian

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5466 palabras


| Felina |


Guadalupe Nettel


Los vínculos entre los animales y los seres humanos pueden ser tan complejos como aquellos que nos unen a la gente. Hay personas que mantienen con sus mascotas lazos de cordialidad resistida. Los alimentan, los sacan a pasear si es necesario, pero rara vez hablan con ellos si no es para reprimirlos o para «educarlos». En cambio, hay quienes convierten a sus tortugas en sus más cercanas confidentes. Cada noche se inclinan ante sus peceras y les cuentan las experiencias que han tenido en el trabajo, el enfrentamiento postergado con su jefe, sus incertidumbres y esperanzas amorosas. Entre los animales domésticos, los perros gozan de una prensa articularmente buena. Se dice incluso que son los mejores amigos del hombre por su fidelidad y su nobleza, palabras que en muchos casos no significan otra cosa más que resistencia al maltrato

y al abandono. Los perros son animales generalmente buenos, es cierto, pero también he sabido de algunos que desconocen a sus amos y, en un rapto de locura o de hartazgo, los atacan, causando un desconcierto similar al que producen las madres que golpean a sus hijos pequeños. Los felinos, en cambio, padecen de una reputación de egoísmo y exceso de independencia. No comparto en absoluto esa opinión. Es verdad que los gatos son menos demandantes que los perros y que su compañía suele ser mucho menos impositiva, a veces casi imperceptible. Sin embargo, sé por experiencia que pueden desarrollar una enorme empatía hacia los seres de su especie así como hacia sus amos. En realidad, los felinos son animales sumamente versátiles y su carácter cubre desde el ostracismo de la tortuga hasta la omnipresencia del perro.

Mi conocimiento de los gatos se remonta a cuando aún acudía a la universidad. Estaba terminando una licenciatura en historia y mi ambición era estudiar un posgrado en el extranjero, de ser posible en una universidad prestigiosa. En aquel entonces alquilaba un departamento amplio y soleado que compartía de cuando en cuando con otros estudiantes y, más tarde, con dos gatos. Ahora que lo pienso, los compañeros de piso cumplen en ocasiones el papel de las mascotas y el vínculo con ellos es igual de complejo. Dos hombres y una mujer cohabitaron conmigo en ese

departamento. El primero estudiaba arquitectura pero tenía una pasión por los tatuajes  y decoró su cuarto, en el que casi nunca abría las cortinas, con coloridos afiches de japoneses desnudos. La mujer era más sociable. Le gustaba invitar amigas a la casa y organizar con ellas largas sesiones cinéfilas en DVD. Sin embargo, padecía una bulimia inconfesada que hacía injusto el pago compartido de la compra en el supermercado. No soportó que la cuestionara al respecto y el día en que me vi obligada a hacerlo decidió cambiar de casa. El tercer inquilino, de temperamento mucho más discreto, iba para médico y pasaba mucho tiempo en el hospital. Como no estaba casi nunca, fue de lejos el mejor. Su estancia duró poco más de seis meses. Luego, se marchó a provincia para cumplir con el internado.

Los gatos, a diferencia de los inquilinos, fueron una compañía verdadera y estable. Durante mi niñez, varios animales habían circulado por la casa de mis padres: un conejo, un pastor alemán, un hámster y dos gatos domésticos europeos que nunca se conocieron. Aunque las consideraba mías, las mascotas de mi infancia nunca me supusieron una responsabilidad. A mí sólo me correspondía disfrutarlas, su cuidado estaba a cargo de mis padres. En cambio, los gatos que tuve como estudiante dependían exclusivamente de mí. Desde el momento en que entraron en mi vida, sentí el deber de protegerlos y fue esa sensación, hasta entonces desconocida, la que me hizo adoptarlos. Aparecieron una mañana de diciembre en la que estaba haciendo un frío inusual. Marisa, mi asesora de tesis, con quien tenía una amistad incipiente, me llamó por teléfono para contarme que los habían encontrado en la calle, dentro de una bolsa de plástico, amarrados entre sí por alguien que a todas luces quería verlos muertos. Eran aún dos cachorros, más pequeños de la edad acostumbrada para destetarlos. La historia me conmovió tanto que acepté la propuesta y salí de inmediato a recogerlos. Mi conmiseración por ellos aumentó cuando abrí la caja y los vi maullando afónicamente, temblando aún por la falta tan prolongada de oxígeno.

—Obsérvalos bien —me aconsejó mi asesora—. Puede que hayan sufrido lesiones en el cerebro. No estaría mal que los llevaras al veterinario.

Eso fue lo que hice. Llevé a los gatitos a la clínica que me recomendó y ahí me enteré de su sexo y edad aproximada. Eran macho y hembra. Él de color negro, como los gatos de mal agüero, con unas manchitas blancas entre la nariz y los bigotes. Ella rayada, un poco rubia, de estatura bastante pequeña y de complexión delgada. Un poeta y una actriz, me dije. Decidí llamarlos Milton y Greta. Después, conforme pasaron los meses, cuando, ya recuperados, comenzaron a desplegar toda su personalidad, supe que esos nombres no podían quedarles mejor: el macho reveló un temperamento huraño pero también una generosidad increíble y la hembra actitudes de diva consciente de su belleza. Los primeros días que pasaron en mi casa, apenas tuve oportunidad de verlos. En cuanto llegamos y los saqué de la caja, corrieron a esconderse detrás del refrigerador, cuyo ruido, supongo, les recordaba el ronroneo de su madre. En vez de intentar un contacto forzado con ellos, me limité a dejarles dos platos, con leche y comida, para que se alimentaran cuando estuvieran solos y se sintieran a salvo.

Pasadas dos semanas, los gatos no sólo habían salido ya del escondite sino que se habían apropiado del departamento. Hacía varios meses que no compartía casa con nadie y la compañía de esos dos cachorritos me cayó de maravilla. Desde mi escritorio, situado en un rincón de la sala, los observaba saltar de mueble en mueble, subirse a la mesa de centro y a la del comedor, con una agilidad asombrosa, o descansar apaciblemente en el suelo, debajo de un rayo de sol. A Milton le gustaba acercárseme cuando estaba trabajando. Mientras tecleaba en la computadora los capítulos de mi tesis, se acurrucaba a mis pies y se quedaba dormido. Greta, en cambio, prefería las caricias largas y pausadas, sin que me ocupara de ninguna otra cosa más que de ella. Maullaba para exigirlas, cada vez que regresaba a casa después de alguna salida a la biblioteca o al cine.

Aunque tenía varios amigos a los que frecuentaba de cuando en cuando, en las  fiestas y los actos públicos de mi facultad, llevé, durante ese año, una existencia más bien solitaria, obsesionada por la escritura de la tesis a la que dedicaba la mayor parte de mi tiempo. Tampoco tenía pareja. Los tres primeros años de la carrera había mantenido una relación estable con un chico de la facultad y, desde entonces, ninguno me había gustado lo suficiente como para acostarme con él más de una o dos veces, por soledad más que por otra cosa, casi siempre en estados etílicos y a altas horas de la madrugada. La presencia de los gatos palió considerablemente esa necesidad de afecto. Los tres éramos un equipo. Yo aportaba una energía pausada y maternal, Greta la agilidad y la coquetería y Milton la fortaleza masculina. Era tan agradable el equilibrio instaurado entre nosotros que lo pensé mucho antes de seleccionar un compañero de piso con quien compartir los gastos del departamento. Seguí haciendo entrevistas cada vez que aparecía un nuevo candidato pero no acepté a ninguno por miedo a que el intruso cambiara el ambiente que había dentro de la casa. Los gatos tampoco veían con buenos ojos la presencia de una cuarta persona. Conscientes de mis intenciones, vaya a saber cómo, se comportaban con hostilidad visible hacia ellos. Si se trataba de una chica, Greta le mostraba los colmillos y erizaba cada pelo de su cuerpo. Si, por el contrario, el candidato era varón, Milton no tenía ningún recato en marcar su territorio orinando los zapatos del estudiante interesado. Por fortuna, la beca de estudios de la que disfrutaba en aquel momento era suficiente para asumir los gastos.

El desarrollo animal es más veloz que el de los seres humanos. Durante el año  que pasé con los gatos, seguí siendo prácticamente la misma. Ellos, en cambio, cambiaron  considerablemente. De ser dos cachorros escuálidos y asustadizos, se convirtieron en adolescentes y, luego, en dos adultos jóvenes, en la plenitud de su belleza. Las hormonas empezaron a dominarlos de la misma manera en que lo hacían conmigo durante los periodos menstruales. Milton tenía el imperativo de orinar en las esquinas y las plantas del departamento, y Greta  atravesó su primer celo con muy poca discreción: maullaba con tonos agudos y enloquecedores; levantaba la cola y se frotaba la vulva contra cualquier ángulo que encontrara en los muebles de la casa. Verla así me causaba estupor y pena. Tanto su deseo como su insatisfacción eran apabullantes. A diferencia de mis periodos, que duraban alrededor de cinco días, el de Greta parecía no terminarse jamás. Si yo no era indiferente a su estado, mucho menos lo era Milton. Giraba alrededor de ella y la perseguía constantemente, tratando de encaramarse en su lomo para calmar de una vez por todas tanta frustración. Sin embargo, ella respondía a sus embates con un rechazo brutal que nos hacía sufrir a todos. Las culturas que creen en la reencarnación consideran casi siempre un premio nacer entre las filas del sexo masculino y una condición desventajosa reencarnarse entre las del femenino. Ver a Greta, habitualmente tan digna, dominada de esa manera por las hormonas de la reproducción, me hizo pensar que aquella teoría, a primera vista misógina y primitiva, no era tan descabellada. Fue entonces cuando me decidí a llevar a mi gata al veterinario. Quería ver si era posible aliviarla y quizás administrarle algún anticonceptivo para que pudiera pasearse sin restricciones por los tejados del barrio. Sin embargo, lo que el médico me propuso como remedio a todos los males y peligros que corría mi mascota me pareció de una crueldad exagerada. Según él, lo más conveniente era extirparle los ovarios, sin más trámites, antes de que siguiera creciendo.

—¿Y dejarla para siempre estéril? —pregunté, horrorizada—. ¿Para eso estudió

usted veterinaria?

El hombre guardó un silencio culposo mientras yo miraba a mi gata, indefensa, en la camilla. Me dije que ninguno de los dos éramos nadie para elegir por ella. Tenía derecho a ser madre, por lo menos una vez. Qué otra misión, me pregunté, puede haber en la vida de los animales sino reproducirse. Quitarle los ovarios era dejarla sin la oportunidad de cumplirla.

Salí del consultorio indignada, sin dar explicaciones. Cuando estaba por subir al

taxi, el médico apareció en la puerta y me espetó:

—Enciérrala bien, por lo menos este mes. Es demasiado joven para embarazarse

con éxito.

Regresé al departamento, con la incandescente Greta dentro de su jaula, dispuesta a que la naturaleza y nadie más que ella decidiera su destino y el de su descendencia.

Por esas fechas, se postuló un nuevo inquilino, un estudiante de antropología vasco, que venía por tres semanas a la ciudad para hacer su investigación de campo.  Extrañamente —supongo que trastornados aún por la exaltación de Greta—, la tarde en que lo cité para conocer el departamento, ninguno de los gatos le demostró  hostilidad. Me dije que tres semanas no implicaban un riesgo para nuestra convivencia y sí un dinero extra que me venía perfecto en vísperas de vacaciones. Así que el vasco se instaló al día siguiente en la habitación destinada a esos efectos. Ander, así se llamaba, era un chico de barba cerrada y ojos azules, más bien retraído, que rara vez se hacía notar y dedicaba la mayor parte de su tiempo a estudiar en la Biblioteca Central. En las pocas horas que pasaba en casa era cordial, incluso solidario y, de cuando en cuando, durante nuestras breves conversaciones, revelaba un sentido del humor extraño y, por esa razón, interesante. Recuerdo que una noche volvió a casa mientras yo seguía trabajando y me contó que había comprado una cantidad irrisoria de marihuana a un precio exagerado. En este país, como en tantos otros, existe la costumbre de abusar, siempre que es posible, de los extranjeros. Al escuchar su relato, sentí vergüenza y, para compensarlo, le ofrecí regalarle dos cigarrillos de hierba que tenía guardados desde hacía varios meses. Se puso feliz y, lleno de agradecimiento, me invitó a acompañarlo a fumar en el balcón de su cuarto. Bajo el efecto del cannabis, el sentido del humor de mi inquilino afloró sin complejos. Después de las tres primeras caladas, empezó a contarme chistes sobre sus coterráneos, que me hicieron partirme de risa. Hablamos, a continuación, de México y sus particularidades, del departamento, de los gatos, del insoslayable celo de Greta. Nos reímos, hasta agotar las anécdotas, de la pobre gata y su  calentura. Quizás para hacerle honor, acabamos dando vueltas en el colchón reservado a mis inquilinos. La pasamos muy bien y, sin embargo, fue la única vez. En las tres semanas que duró su estancia, compartimos los gastos del departamento, la comida y mi reserva de hierba, pero nunca más la cama. 

Lejos de sufrir por ella, asumí la ausencia de Ander con una paz y una serenidad desconcertante. El periodo de Greta había terminado pocos días atrás y con él los maullidos enloquecedores. Acabé mi tesis en la fecha estipulada y se la entregué a mi asesora para que realizara las últimas correcciones. También respondí a la convocatoria de varias universidades extranjeras con posgrados en historia, y empecé a planear mis vacaciones en alguna playa del Pacífico, en espera del examen profesional. Fue en esos días cuando empecé a notar cambios muy evidentes en el cuerpo de mi gata, cambios que quizás, de haber estado menos ocupada, habría detectado antes. Ya no saltaba con la misma ligereza, sus tetillas, antes diminutas, ganaron volumen y el torso se le ensanchó considerablemente. Asumí la noticia de su preñez con cierta alegría por ella, pero también con un poco de preocupación por la advertencia del veterinario. Sin embargo, el entusiasmo se impuso sobre lo demás. Probablemente, en pocos meses, tendría el departamento lleno de gatitos juguetones. Vacié el cajón de mi cómoda más cercano al suelo y preparé cuidadosamente un espacio mullido para recibirlos. Greta estaba conmigo más dócil y cariñosa que nunca y aceptaba con agradecimiento todas mis caricias y atenciones. Pero la felicidad no duró mucho. Quince días después de que se fuera Ander, mi menstruación no se presentó cuando debía y tampoco tiempo después, como esperaba ingenuamente. Me hice una prueba casera de embarazo, mientras rezaba sentada en el excusado para que saliera negativa. Sin embargo, el óvalo blanco se tiñó con dos líneas, confirmando mis temores. En el transcurso de unos cuantos minutos, el estado alegre y enternecido que había mantenido hasta entonces por el embarazo de Greta se convirtió en una pesadilla. No tenía la más remota idea de lo que era conveniente hacer, ni siquiera de mis dese os más genuinos.

 Pasé una semana en estado de shock, preguntándome si debía pedir consejo o tomar una decisión por mí misma; si era prudente informar a Ander —con quien apenas había tenido contacto en las últimas semanas—, preguntándome, sobre todo, si quería y podía asumir la maternidad en ese momento. De hacerlo, lo más probable es que mi hijo careciera de un padre. La extranjería de Ander, que en un principio me había producido alivio y facilitado tanto el acercamiento como la distancia, ahora complicaba las cosas aún más. Lo conocía muy poco. Apenas me era posible decir qué clase de persona era. Pero ¿qué clase de persona era yo misma? Las respuestas que me venían a la mente no resultaban halagadoras. Siempre me ha costado decidir. Descartar varias alternativas en favor de otra es algo que me causa problemas hasta en las circunstancias más intrascendentes. En aquel momento, esa característica mía tan molesta cobró dimensiones desproporcionadas. Mientras observaba a Greta moviéndose con dificultad por el suelo de madera, paladeé todas las formas de la impotencia. Como el suyo, mi cuerpo cambiaba vertiginosamente. El sueño, pero sobre todo las náuseas, me incapacitaban para cualquier actividad, más allá de las elementales: bañarme, ir al supermercado, sentarme a comer, alimentar a los gatos. El resto del tiempo lo pasaba en cama, acompañada por Milton, que no cesaba de ronronearme en el oído. Fueron días muy confusos.

Cada vez que por fin mi conciencia parecía esclarecerse y asomaba cualquier atisbo de decisión, ese impulso era aplastado por una inmensa culpa. Una mañana, antes de lo que había imaginado, apareció un sobre con el membrete de Princeton, por debajo de la puerta. Al abrir la carta, supe que no sólo me habían seleccionado, sino que era candidata a una muy buena beca. En vez de ponerme feliz, la noticia aumentó la presión que tenía sobre los hombros. Me vestí de prisa y llevé la carta al cubículo de mi asesora para explicarle. Marisa se asombró de mi aspecto.

—Mira nada más esas ojeras —me dijo riéndose—. Te llegó una carta de Princeton, no una sentencia de muerte. 

Le conté lo que me sucedía. Escuchó mi explicación y mis sollozos sin decir nada y, una vez que terminé de hablar, me recomendó tomar el tiempo que hiciera falta antes de decidir qué hacer.

—Sigue con los trámites, cumple los requisitos y, cuando se acerque la fecha, quizás tengas las cosas más claras. No es nada fácil tomar una decisión así —añadió respetuosamente, aunque yo sabía muy bien lo que en el fondo esperaba de mí. Antes de que abandonara su escritorio, me extendió un papel con los datos de su ginecólogo

 —. Si te decides, llámalo al celular y dile que vas de mi parte.

Todo se aceleró desde ese momento. Si las dos semanas anteriores Greta y yo habíamos compartido un ritmo aletargado, de la cama al sillón y viceversa, a partir de entonces empezamos a desplazamos en direcciones y a velocidades distintas. Mientras ella caminaba con cautela y se escondía cada vez que sonaba el teléfono o el timbre, disfrutando de su embarazo y de la embriaguez que producen los estrógenos, yo luchaba contra mis propios síntomas, e invertía mis esfuerzos en recolectar firmas y visitar profesores que pudieran apoyarme. Le preparaba a Greta platos de comida suculenta y, al salir de la cocina, buscaba en Internet artículos y toda clase de información sobre el aborto que, en aquel entonces, aún estaba prohibido por las leyes de esta ciudad. Leí testimonios, investigué sobre las diferentes formas de realizarlo, desde las pastillas del día siguiente, que ya no tendrían efecto, hasta los tés caseros, la aspiración y el legrado.

Una tarde, reuní valor y llamé al ginecólogo de mi asesora. Le expliqué la situación y le pedí una cita. El médico se portó muy amable y me recibió ese mismo día, haciéndome un espacio entre dos pacientes. Recuerdo que su consultorio estaba en la planta decimocuarta de una torre altísima en la que no había piso trece. Todo era blanco y excesivamente aséptico. La melodía relajante del hilo musical sólo consiguió empeorar mis nervios. Me costó trabajo esperar mi tumo y no salir huyendo hacia la calle, pero lo hice. Una vez adentro, dejé que la enfermera me hiciese el examen de rutina: peso, medidas, presión arterial. Después, apareció el médico con quien había hablado por teléfono. Un hombre que rondaba los cincuenta y me recordó, vaya a saber por qué —quizás por la bata blanca o porque también me lo había recomendado mi asesora— al veterinario de Greta. Con una sonrisa en los labios y esa dulzura paternalista que suelen tener las personas de su profesión, me explicó el procedimiento. Y al final agregó:

—Debes venir en ayunas y acompañada por alguien que pueda regresarte a tu casa. No suelo poner anestesia general pero saldrás bastante débil y adormilada. Mientras lo oía hablar, pensé en Greta, que a esas horas debía estar tumbada en el sillón de la sala, disfrutando del sol de la tarde. Asentí varias veces en silencio, incluido el momento en que el ginecólogo sacó su agenda y me propuso una fecha para la intervención. Pagué la consulta y salí a enfrentar la tarde más desolada que había vivido nunca, una tarde de bochorno en la que, estuviese donde estuviese, resultaba difícil respirar. Al llegar a casa, me encontré con Greta en el quicio de la puerta, esperando su acostumbrada sesión de mimos. Esta vez dejó que le acariciara la panza, ya considerablemente hinchada. Al hacerlo, me pregunté si yo también tenía alguna misión en la vida. No llegué a ninguna respuesta.

Esa noche llamé a mi asesora para contarle la visita a su médico y que, a pesar de su amabilidad y buena disposición, había decidido prescindir de sus servicios. No iría a Princeton. Tampoco pensaba seguir con los trámites para la beca ni ocuparme de ninguna otra cosa que no fuera mi embarazo. Después, en septiembre quizás, comenzaría un doctorado, pero aquí, en la misma universidad en la que estaba inscrita. Sin embargo, esa noche el teléfono de Marisa sonó una y otra vez sin que nadie respondiera. No tuve más opción que dejarle un mensaje escueto en el contestador, pidiendo que me devolviera la llamada.

El viernes, Greta amaneció un poco descompuesta. Tenía los ojos tristes y las orejas abajo. Se acurrucó en el cajón que le había preparado a sus garitos y no se movió de ahí salvo para hacer uso de su arena. Hice cálculos: faltaban alrededor de tres semanas para la fecha del parto, así que no podía ser esa la razón de su decaimiento. En la tarde, al ver que no mejoraba, me decidí a llevarla al veterinario. No lo había hecho antes por rechazo a aquel hombre a quien no lograba ver ahora más que como un esterilizador de animales. Pasaban de las seis. El veterinario cerraría la consulta en cuarenta minutos, de modo que llamé a un taxi y metí a Greta en su jaula a toda velocidad. En el fondo, era una empresa descabellada. El local estaba a irnos cuantos kilómetros de casa. Cualquiera que conozca el tráfico de los viernes por la tarde en esta ciudad desquiciada habría desistido. Sin embargo, yo necesitaba estar segura de que Greta estaba bien. Sujeté su jaula, en donde no dejaba de maullar, protestando porque la sacara de casa, y bajé la escalera de prisa, sin contemplar ningún riesgo, ni siquiera el de los escalones que esa tarde se pusieron en mi contra: en el descenso tropecé con uno de ellos y reboté varias veces sobre mis caderas. Mientras caía, sujeté con ambos brazos la jaula de Greta y conseguí evitar que se estrellara contra el suelo. El accidente no tuvo ninguna consecuencia además del susto. No me dolía nada. Contra todas mis expectativas, llegamos al veterinario justo antes de que cerrara el consultorio. Después de hacerle un tacto y escuchar su corazón, el médico nos felicitó a ambas. Tanto la madre como los cachorros estaban estupendamente. Lo único que tenía Greta era un supremo, pero natural cansancio.

Fue en el taxi de regreso cuando empecé a sentir dolor en la cintura y en los muslos. Después me enteré de que la adrenalina funciona en esos casos como analgésico y que no es hasta que pasa el susto cuando uno siente las secuelas de un buen golpe. Esa noche, al desnudarme en mi habitación, descubrí que había empezado a sangrar. No quise esperar al día siguiente para llamar al médico. Aproveché que tenía su celular y me comuniqué con él para preguntarle cómo podía salvar al bebé. El ginecólogo de Marisa se mostró desconcertado al principio, pero pronto recuperó su actitud paternalista y me dijo, con la mayor cautela del mundo, que era muy difícil hacer algo. Me recomendó que tuviera paciencia y que fuera a verlo en la mañana para hacer una revisión minuciosa. Hay quienes dicen que los accidentes no existen. Yo no comparto del todo esa opinión. Sin embargo, no puedo decir si fue un accidente o un acto fallido lo que provocó mi caída de esa tarde. Lo que puedo afirmar es que de ninguna manera fue premeditada. Un equipo de científicos de la Universidad de Princeton, con quien tuve relación meses más tarde, asegura incluso que si se registraran en una computadora nuestros datos genéticos, nuestra educación, los momentos más destacados de nuestra biografía, y nos pusieran a elegir entre cien disyuntivas diferentes, la máquina adivinaría las respuestas antes de que las pensáramos. En realidad —al menos eso dicen ellos—, no decidimos. Todas nuestras elecciones están condicionadas de antemano. Sin embargo, en aquella ocasión, yo no tuve oportunidad de hacerlo, y no sé si me gustaría saber lo que la computadora en cuestión habría dicho al respecto.

Al día siguiente acudí al consultorio a primera hora, dejando de lado una cantidad considerable de compromisos. El ginecólogo me revisó, como había dicho, y confirmó el diagnóstico que me había dado por la noche. No había nada que hacer. 

—Tienes suerte de que haya sido tan pronto —me dijo con un optimismo que yo no comprendía—: no tendremos que rasparte el útero para eliminar los residuos.

Salí de ahí desconsolada, como si nunca hubiera tenido dudas respecto de aquel

embarazo. Lejos de mejorarse, mi ánimo no dejó de empeorar desde aquel momento. La realidad me parecía un agujero negro en el que no cabía ninguna posibilidad entusiasmante de futuro. Mi asesora de tesis, quien mantuvo conmigo una actitud de lo más solidaria, me aseguró en más de una ocasión que mi tristeza insondable se debía a un cambio brutal en mi producción de hormonas. Era posible, pero saberlo no cambiaba nada. Finalmente, me gustara o no, yo también era un animal y tanto mi cuerpo como mi mente reaccionaban a la pérdida de mi descendencia de la misma manera en que lo habría hecho Greta si hubiese perdido a sus gatitos. Es verdad que ya no sufría el estrés de antes, cuando el rumbo de las cosas aún estaba en mis manos, pero la acumulación de las tensiones previas, aunadas a la tristeza que sentía, me sumergieron en un estado depresivo en el que ni siquiera me resultaba posible llevar la rutina básica de antes. Dejé de bañarme, de comer y, por supuesto, de pensar en mis estudios. 

A partir de ese momento, Greta adquirió la costumbre de ponerse en mi regazo a todas horas. Como si instintivamente intentara cubrir con su cuerpo la ausencia del bebé que antes llevaba en el vientre. Esa actitud me provocaba un fuerte rechazo. Su ronroneo me aturdía, y terminaba por echarla al suelo. Pero mi gata, lejos de amedrentarse, al cabo de unos minutos volvía a recostarse arriba de mí. Fue Marisa quien se ocupó en esos días de la correspondencia con Princeton. De no haber sido por ella, ni me hubiesen aceptado ni me hubieran dado nunca la beca. Más que como una directora de tesis o una amiga, se portó conmigo como una madre.

Poco tiempo después, Greta dio a luz seis gatitos en perfecto estado de salud. No tuve oportunidad de ver el parto, ni siquiera lo escuché. Ocurrió una madrugada, mientras dormía, ayudada por uno de los somníferos que me había dado mi asesora. Al despertar, sentí una suerte de ajetreo bajo las sábanas y vi que habían nacido, no en el cajón que con tanto cuidado les había preparado, sino sobre mi propia cama, en el ángulo de mis piernas. El hecho no dejó de impresionarme. ¿Qué tipo de realidad conciben los animales o, por lo menos, qué tipo de realidad concebía mi gata con respecto a mí? Es evidente que todos esos gestos suyos no eran casuales pero cómo los elegía, si es que los gatos, a diferencia de nosotros, toman ciertas decisiones. Los recién nacidos hacían un ruido agudo, como chillidos de pájaro; se agitaban constantemente, aferrados a los pechos de su madre, que yacía desparramada frente a ellos, permitiendo que los seis se alimentaran de sus pezones. Mucho más que esas criaturas casi sin forma, lo que me despertó una inmensa ternura fue Greta. Su entrega a la succión de sus cachorros era total y, al mismo tiempo, no podía verse más pletórica. Pasé un rato en silencio junto a ella, observándola en su papel de madre orgullosa, como si, en vez de a un instinto, su actitud y sus atenciones respondiesen a un esfuerzo cuyos resultados eran ahora visibles. Me levanté con sigilo de la cama y, mientras preparaba el desayuno, me di cuenta de que por primera vez en dos semanas no deseaba suprimirme. Después llamé a Marisa para darle la buena nueva. Cuando volví a mi cuarto, ni Greta ni sus gatitos estaban sobre la cama. La imaginé cargándolos uno a uno, cogidos por la nuca, hasta el cajón de la cómoda, donde también se había metido Milton, a quien, supongo, había que atribuir la paternidad de la camada. Todo parecía en su sitio. En esos días, lo único que me causaba verdadero placer era ver a Greta con sus hijos. Cuando no amamantaba, se ocupaba de asearlos con su boca, lamiéndolos mañana y tarde, uno por uno, con una aplicación admirable. Si los abandonaba un momento en el cajón, era para comer o para sentarse en su arena. El resto del tiempo vivía en una entrega absoluta y feliz.

Poco a poco, recuperé el entusiasmo por mis estudios y por el viaje en ciernes. Ese año no me fui de vacaciones a ninguna playa. En lugar de eso, me dediqué a preparar mi examen profesional y a meter todas mis cosas en cajas. Al principio con mucha discreción, para no  perturbar a la reciente familia. Después, conforme se acercaba la fecha de mi partida, con mayor descaro. Consciente de lo que Milton y Greta representaban para mí, Marisa me ofreció quedarse con ellos. Y, cuando la progenie de Greta creciera, se encargaría de encontrarles un dueño. Tenía una casa grande con jardín, y me aseguró que de ninguna manera le estorbarían.

—Al contrario, van a llenar el vacío que dejes cuando te vayas. Estaba convencida de que los gatos no podían quedar en mejores manos. Aun así, le aseguré que sería por un tiempo breve pues pensaba venir a buscarlos en cuanto estuviera instalada en Princeton.

Llegó la fecha del examen profesional y lo presenté sin nerviosismo. Mis notas fueron tan altas como esperábamos. Avisé a mi arrendadora que dejaba el departamento. Cuando ya tenía todos mis libros en cajas, comencé a preparar mis maletas y a guardar o regalar la ropa que no me llevaría. La gente entraba y salía para comprar o llevarse cosas. Armaban bolsas con libros o con parte de la vajilla. La mudanza se fue apoderando del departamento con un ritmo cada vez más frenético, como un fenómeno ajeno a mi voluntad. Los hijos de Greta corrían por todas partes, trepándose a las cajas, a las montañas de libros y a los muebles de la sala. Lo único que seguía en su sitio era el cajón de la cómoda, mullido y acogedor como el último bastión de una época que estaba por terminarse, y en el que con frecuencia tenía ganas de esconderme. Ahí dentro, donde los ocho dormían cada vez más apretados, nadie parecía inmutarse por el cambio. Pero era sólo una apariencia. Había acordado con Marisa que vendría a recoger a los gatos dos días antes de mi partida y un día antes de que el camión de mudanza se llevara los muebles. No recuerdo exactamente si lo hablamos en su cubículo o en alguna llamada telefónica. Pero una cosa es segura, los gatos lo comprendieron. La tarde anterior, cuando volví a casa después de una jomada extenuante de burocracia universitaria, noté que ya no estaban. Los busqué por todo el departamento y también busqué la manera en que habían salido de este. Lo único que logré constatar fue que la puerta del balcón estaba abierta. No puedo describir la desolación que sentí. Ni siquiera habíamos tenido oportunidad de despedimos. «Los gatos sí que deciden», recuerdo que pensé. Me sentí una estúpida por no haberme dado cuenta.






Notas bibliográficas

1. Todos los datos biográficos tomados de entrada Guadalupe Nettel, Wikipedia 

2.Nettel, Guadalupe, El matrimonio de lo peces rojos, 


Créditos


Texto del relato, Lectulandia.com


Enlace del libro completo  El matrimonio de los peces rojos PDF


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