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El transeúnte un cuento de Carson McCullers. El tren de medianoche a Georgia. Post Plaza de las palabras

 



 

Plaza de las palabras en su sección Cuentos presenta a la escritora estadunidense, Carson McCullers, (1917-1967), novelista y cuentista. Más conocida por sus novelas cortas: El corazón es un cazador solitario (1940) y La balada del café triste (1951). Escritora perteneciente al denominado grupo de los escritores del gótico sureño. En esta ocasión presentamos uno de sus cuentos, El transeúnte quizá no tan sureño ni gótico.  Pero que si refleja esa soledad genética y de incomunicación del alma gótica que caracterizo su obra y su vida. 

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«Carson McCullers es una narradora, dramaturga, ensayista y poeta estadounidense. Su narrativa explora, en un estilo gótico sureño, el aislamiento espiritual de personajes excéntricos, inadaptados y marginados en el Sur profundo.  Carson McCullers nació Lula Carson Smith, en Columbus, Georgia, a Lamar Smith, un relojero y joyero, y Marguerite Waters, el 19 de febrero de 1917. Desde los diez años tomó clases de piano, y cuando tenía quince años, su padre le regaló una máquina de escribir.

       Se graduó de Columbus High School, y en septiembre de 1934, a los 17 años, salió en un barco de vapor con destino a la ciudad de Nueva York, donde planeaba estudiar piano en la Juilliard School of Music. Pero se enfermó de fiebre reumática, regresó a Columbus para recuperarse, y cambió de opinión sobre la música. Regresó a Nueva York, trabajó en diversos empleos mientras perseguía una carrera de escritor. Asistió a clases nocturnas en la Universidad de Columbia y estudió escritura creativa en el Washington Square College de la Universidad de Nueva York (NYU). En 1936 publicó su primer cuento, “Wunderkind”, en la revista Story. El cuento apareció después en su colección de cuentos The Ballad of the Sad Cafe (1951)». (1)

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«Los relatos de Carson McCullers no desvelan sucesos ni hechos extraordinarios. Como sucede a menudo en la narrativa corta norteamericana, los personajes son completamente normales, seres corrientes e incluso vulgares, con vidas a menudo anodinas o mezquinas. Hay un fondo de crueldad en los relatos de McCullers que me hace recordar, aunque sea  un poco tangencialmente, a escritores como Faulkner. Pero a diferencia de este, McCullers parece sentir una mayor clemencia por sus personajes y eso nos lo transmite a través de su peculiar narrativa que entremezcla la dureza y la piedad sin excederse con ninguno de los dos ingredientes.» (2)

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 «Discípula de Chéjov y emblema de Raymond Carver, sus cuentos son capítulos de un todo ausente, estampas donde la añoranza y la grieta emocional mezclan sus turbaciones; escritura desde la enfermedad, repasa los días de hombres y mujeres destruidos, sin destino ni ilusiones: escritores, obreros, enfermos, niños angustiados, músicos malogrados –Carson estudió piano en su niñez y esta actividad fue primordial en su vida hasta la adolescencia.

En sus relatos, McCullers dibuja con tonos grises y brumosos a individuos que deambulan por madrugadas frías, mamarrachos en busca de la felicidad etílica, intelectuales muertos de hambre que jamás lograrán el éxito. Sus personajes se acomodan en dilemas existenciales para perderlo todo. Sin embargo, a pesar de contar con un puñado de cuentos admirables, su consagración como narradora vendría con su primera novela, El corazón es un cazador solitario(3)

 

Carson McCuller a la caza  del corazón Azul. El tren de medianoche a Georgia  




Carson McCuller publico su primer cuento Wunderkind a los 19 años y a los 23 años su novela El corazón es un cazador solitario que fue todo un éxito.  Lo que la sitúa como una escritora precoz. No es fácil escribir una buena novela a los 23 años. No obstante tampoco fue una escritora prolífera. Al leer los cuentos de Carson McCullers uno piensa en Flannery O'Connor, su coterránea de Georgia y mucha más conocida y quizá mucho más aceptada por la crítica. Pero también piensa en todos  eso escritores sureños que recogieron la cenizas de lo que fue ese mundo fundacional y telúrico de la desintegración social en la guerra de secesión. Y se nos viene a la mente, la película  Lo que el viento se llevo basada en la novela de Margaret Michel en que ya se dibujaban patrones sociales de lo que fue esa tierra si bien a veces idílica también tierra mutilada: Aunque en la tierra de Tara siempre habrá un nuevo amanecer.      Y que luego le daría cabida a esa cosecha del gótico sureño. Fabrica a todo vapor de sueños y caídas. Como la Caída de la casa Usher de Poe, precursor legitimo de tanto escritor gótico.  Goticismo moderno que por supuesto rebasa el espacio anodino de castillos y fantasmas y va más allá de las elementales demarcaciones geográficas: de la Inglaterra del siglo XVIII al  Sur profundo  de los Estados Unidos.

Entonces uno piensa también en Faulkner y su cuento Una rosa para Emily o Aura de Carlos Fuentes. Y se pregunta si Carson McCullers  fue una persona afortunada o desgraciada. Sus cuentos gozan de una piedad lastimera, hecha a candil y ladrillo para evitar el desplome de la narración en un fatalismo vulgar.  Pueblan su mundo seres anodinos y deformes, raros, fracasados o con un cierto vacio existencial y por supuesto a veces con cierta dosis de violencia. Truman Capote exploto esa vertiente gótica al máximo. Las escritoras góticas, Flannery O'Connor y Carson McCullers, junto en menor  grado a Katherine Ann Porter, Eldora Welty y  luego también Harper Lee. Todas llegaron a  trasmitir ciertas influencias del gotico sureño en literaturas posteriores que desembocaron en un goticismo más depurado y moderno. Entonces uno a veces piensa en escritoras implacables como Patricia Highsmith, o los cuentos excéntricos y raros de  Clarice Lispector; por ejemplo su cuento La mujer más pequeña del mundo, hermanando ese mundo de seres físicamente anormales o raros que abundan en las narraciones de Carson McCullers. O como una demarcación trasportada a otro ámbito geográfico uno también puede pensar en algunos de los cuentos crueles de  Silvina Ocampo.

En el cuento seleccionado El transeúnte, uno de sus cuentos menos gótico y con una mirada al cosmopolitalismo europeo y neoyorkino. Pero aun así mantiene ese rasgo de los personajes anodinos, semi fracasados o quizá conformistas de lo cuentos y novelas de Carson McCullers. El personaje del cuento es John Ferris, una reminiscencia del Babbit de Sinclair Lewis. Tipo de la clase media sin rumbo o en un vacio existencial que se da de golpes contra el muro de concreto del sueño americano. Pero que al vuelo Carson McCullers le rescata y le da una oportunidad al final del cuento. Porque a diferencia de otras de  sus cuentos, El transeúnte  tiene milagrosamente un final si bien no totalmente feliz, si razonable y aleccionador. Hay un aprendizaje en el personaje principal. Sabe que su vida ha sido un fracasó. Pero el reencuentro   casual  con su ex esposa y su familia le hace ver se como en un espejo y reflexiona. Corrige lo que hay que corregir. Pero ya no con su ex que esta felizmente casada y con hijos.

Además El transeúnte nos recuerda dos cuentos ya publicados en este blog. Uno de Ray Bradbury El peatón, marcado en un tono futurista pero muy ligado a un escenario que siempre anda rondando la literatura norteamericana pero que a veces se oculta  o pasa desapercibido: el fracaso del  gran sueño americano. Y el otro cuento Regreso a Babilonia de Francis Scott Fitzgerald,  cuyo personaje Charlie ha perdido a su esposa y decide enmendar su vida, cuento con un trasfondo muy similar al Transeúnte de Carson McCullers. Pero con la diferencia que en el cuento de Scott Fitzgerald no hay una epifanía tan clara como en el cuento de Carson MaCuller.  Porque Charlie el personaje principal ya esta instalado en lo que hará: librarse del alcoholismo para cuidar a su hija. En cambio John Ferris, el del cuento El transeúnte tiene una iluminación y una reconversión al visitar a la familia de su ex esposa.

Carson McCullers muere en 1967 a los 50 años. En plena auge de los derechos civiles y de los hippies, y la liberación sexual. Pocos años antes de su muerte habían asesinado a  Kennedy (1963). Y también unos años antes de su muerte un dúo musical sin saberlo lanzaría el himno gótico de la  soledad y la incomunicación:   The sound of silence (1964) de Simon and Granfunkel.  Ella muere un año antes del asesinato de Martin Luther King (1968). Un par de año adelante se ensamblaba el paisaje Woodstock (1969). Andaba por ahí cerca: El amor libre o el estribillo Paz y Amor. Y ese mismo año el hombre llega a la luna (1969). Y pocos años después de la  muerte de Carson McCullers, una canción rompe los diales de las emisoras de radio.  Una canción soul, Midnight Train To Georgia(1973), un sencillo Numero 1 por Gladys Knight & the Pips, que canta a lo profundo del Sur. Es el regreso a casa tras las búsquedas fallidas por el gran sueño americano.

Carson McCullers intento atrapar el Sueño Americano, se fue a los 17 años a Nueva York. Quiso estudiar en Juilliard una de las más prestigiosa y competitivas academias de música de Estados Unidos. Nunca entró pero asistió a cursos de escritura creativa en Columbia University y New York University . A los 23 años escribe y publica su primera novela, había triunfado y ya estaba instalada en el gran mundo literario. Ganó la beca Guggenheim, en 1942 y de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras, en 1946. En 1948 la revista Mademoiselle la nombra una de las diez mujeres más importantes de Estados Unidos. Y la revista Quick le nombra una de las mejores escritoras de postguerra. Escritores de la talla de Gore Vidal y Graham Greene alabaron su obra. Ella fue amiga del dramaturgo Tenesse Willian, del novelista Paul Bowles y del músico Benjamin Britten.

No hay duda que Carson McCullers fue una escritora exitosa pero igualmente infeliz. Y es un milagro que no terminara como la talentosa y malograda Silvia Plath o  Ann Sexton. Ella en varios momentos estuvo al borde del suicidio. Pese a la zozobra de su vida, sus achacosas enfermedades, medicamentos, depresiones, alcohol y su doblete de fracasos matrimoniales y sin hijos. Uno al final se pregunta si toda esa vehemencia por triunfar en la enorme burbuja del sueño americano, valió la pena. Por supuesto nunca sabremos su respuesta. Pero al escuchar la canción soul Midnight Train To Georgia. Uno se pregunta si Carson McCullers, hubiese escuchado  esa canción y quizá reflexionado sobre su contenido, ella se hubiera subido a ese tren siguiendo a su amor  que en la vida real parece nunca encontró.  Felicidad a  veces lograda fugazmente disfrazada de un relativo éxito literario. Aunque casi siempre con un final existencial maltrecho. La vida misma de Carson McCullers  a pesar de  sus relativos éxitos literarios siempre estuvo rodeada de la zozobra y de la infelicidad. Al final ella termino siendo un  personaje de sus novelas y cuentos; una cazadora solitaria buscando un corazón que le diera aunque sea una  felicidad pálida. Para al final,  quizá subirse en el tren melancólico y de medianoche  que siempre regresa a Georgia.

On that midnight train to Georgia,

And he's goin' back

To a simpler place and time.

And I'll be with him

On that midnight train to Georgia,

I'd rather live in his world

Than live without him in mine.


Carson McCullerss
(Columbus, Georgia, 1917 - Nyack, Nueva York, 1967)






3572 palabras

El transeúnte
“The Sojourner”
Originalmente publicado en la revista
 Mademoiselle, mayo de 1950
The Ballad of the Sad Café and Other Stories
 (1951)

 

    Esa mañana, la frontera crepuscular entre el sueño y la vigilia era romana: fuentes salpicando y calles estrechas con arcos. La dorada y pródiga ciudad de flores y piedra pulida por los años. A veces, en su semiinconsciencia estaba otra vez en París, o entre escombros de guerra alemanes, o esquiando en Suiza y en un hotel en la nieve. Algunas veces también era un barbero de Georgia en una madrugada de caza. Era Roma esta mañana, en la región sin tiempo de los sueños.

      John Ferris se despertaba en una habitación de un hotel en Nueva York. Tenía la sensación de que algo desagradable le esperaba; qué podría ser, no sabía. La sensación, sumergida en las exigencias mañaneras, se prolongó aun después de haberse vestido y haber bajado. Era un día de otoño despejado y un sol pálido, en rebanadas, se metía entre los rascacielos color pastel. Ferris entró en la cafetería de al lado y se sentó en el compartimiento del fondo junto al ventanal que daba a la acera. Pidió un desayuno a la americana de huevos revueltos y salchichas.

      Ferris había venido de París al entierro de su padre, que había sido la semana anterior en su pueblo, en Georgia. El choque de la muerte le había hecho darse cuenta de que la juventud había ya pasado. Se le caía el pelo y las venas de sus ya desnudas sienes quedaban salientes latiendo; su cuerpo se conservaba bien, a no ser por una panza incipiente. Ferris había querido mucho a su padre y la unión entre ellos había sido antes muy fuerte, pero los años habían debilitado algo esta devoción filial; la muerte, aguardada durante mucho tiempo, le había dejado con una consternación imprevista. Había alargado lo posible su estancia en casa, junto a su madre y sus hermanos. Su avión para París salía a la mañana siguiente.

      Ferris sacó la agenda de direcciones para confirmar un número. Iba volviendo las páginas con interés creciente. Nombres y direcciones de Nueva York, de capitales de Europa, unas pocas borrosas de su estado del Sur. Nombres borrosos en letras de molde, nombres borrachos, garrapateados. Betty Wills: un amor pasajero, ahora casada. Charlie Williams: herido en la selva de Hürtgen, paradero desconocido desde entonces. El gran viejo Williams… ¿vivía o había muerto? Don Walket: trabajando en la televisión y haciéndose rico. Henry Green: se chifló después de la guerra, ahora en un sanatorio, decían. Cozie Hall: había oído que había muerto. La atolondrada, la alegre Cozie… era extraño pensar que ella también, tan boba, podía morir. Al cerrar el cuaderno, Ferris padecía una impresión de azar, de tránsito, casi de miedo.

      Fue entonces cuando su cuerpo dio una sacudida repentina. Miraba por la ventana cuando allí mismo, pasando por la acera, vio a su antigua mujer. Elizabeth pasaba muy cerca de él, andando despacio. Ferris no pudo comprender el estremecimiento salvaje de su corazón ni la sensación inmediata de desahogo y de gracia que le quedaron cuando ella hubo pasado.

      Ferris pagó deprisa y salió corriendo a la calle. Elizabeth estaba en la esquina esperando para cruzar la Quinta Avenida. Corrió hacia ella pensando en hablarle, pero cambiaron las luces y ella cruzó la calle antes de que la alcanzara. Ferris la siguió. Al otro lado podría muy bien haberla alcanzado, pero se sorprendió rezagándose sin saber por qué. Llevaba el cabello castaño claro recogido con sencillez, y, mientras la observaba, se acordó Ferris de que su padre había dicho una vez que Elizabeth tenía «buenos andares». Elizabeth dobló la esquina siguiente y Ferris la siguió, aunque su intención de abordarla había desaparecido ya. Ferris se preguntó el porqué de la agitación de su cuerpo a la vista de Elizabeth, el sudor de sus manos, los fuertes latidos de su corazón.

      Hacía ocho años que Ferris no había visto a su antigua mujer. Sabía que se había casado otra vez hacía tiempo. Y tenía niños. Durante los últimos años raramente había pensado en ella. Pero al principio, después del divorcio, la pérdida casi le había derrumbado. Luego, calmado por la acción del tiempo, había amado otra vez, y luego otra. Ahora era Jeannine. Desde luego, el amor por su antigua mujer había pasado hacía tiempo. ¿Por qué entonces el desasosiego de su cuerpo y la mente sacudida? Sólo sabía que su corazón nublado estaba extrañamente en disonancia con el día de otoño soleado y claro. Ferris dio la vuelta de repente y, andando a grandes zancadas, casi corriendo, volvió deprisa al hotel.

      Ferris se sirvió de beber, aunque no eran aún las once. Tumbado en una butaca como una persona exhausta, se puso a contemplar su vaso de whisky. Tenía un día entero por delante, y se iba en avión a la mañana siguiente. Repasó sus obligaciones: llevar su equipaje a la Air France, almorzar con su jefe, comprarse unos zapatos y un abrigo… ¿No había algo más? Ferris terminó la bebida y abrió la guía de teléfonos.

      La decisión de llamar a su antigua mujer fue impulsiva. El número venía en Bailey, el nombre del marido, y Ferris lo marcó sin tomarse tiempo para pensarlo. Elizabeth y él se habían intercambiado felicitaciones en Navidad, y Ferris le había mandado un juego de trinchar cuando recibió la participación de boda. No había razón para no llamar. Pero mientras esperaba, oyendo la llamada al otro lado, la duda empezó a inquietarle.

      Elizabeth contestó; su voz familiar fue para él un nuevo choque. Tuvo que repetir su nombre dos veces, pero cuando fue identificado ella pareció alegrarse. Le dijo que estaba en la ciudad sólo por un día. Ellos tenían un compromiso para ir al teatro, dijo ella, pero a ver si podía venir a cenar temprano. Ferris dijo que le encantaría.

      Mientras iba de una cosa a otra, estaba aún molesto a ratos con la sensación de que algo importante se le olvidaba. Ferris se bañó y se cambió a última hora de la tarde, pensando a menudo en Jeannine: estaría con ella la próxima noche. «Jeannine», diría, «me encontré por casualidad con mi antigua mujer cuando estaba en Nueva York. Cené con ella, y con su marido, claro. Fue extraño verla después de todos estos años».

      Elizabeth vivía en una Avenida Cincuenta y tantos Este, y, mientras Ferris iba en taxi desde el centro, vislumbraba en los cruces el ocaso prolongado, pero al llegar a su destino era ya noche otoñal. El lugar era un edificio con marquesina y portero; el apartamento de ella estaba en el séptimo piso.

      —Entre, señor Ferris.

      Preparado para Elizabeth, o hasta para el marido no imaginado, Ferris se quedó asombrado ante el chico pelirrojo y pecoso; sabía lo de los niños, pero su pensamiento no había sido capaz de imaginárselo de alguna manera. La sorpresa le hizo dar un paso atrás torpemente.

      —Éste es nuestro apartamento —dijo el niño respetuoso—. ¿No es usted el señor Ferris? Soy Bill, entre.

      En el cuarto de estar, al otro lado del vestíbulo, el marido le dio otra sorpresa. Tampoco para él estaba preparado emocionalmente. Bailey era un hombre macizo, de cabello rojo, con ademanes decididos. Se levantó y le tendió la mano.

      —Soy Bill Bailey. Encantado de conocerle. Elizabeth vendrá en seguida… Está terminando de vestirse.

      Las últimas palabras despertaron una serie fluida de vibraciones, recuerdos de otros años. Elizabeth, clara, rosada y desnuda antes del baño. A medio vestir delante del espejo de su tocador, cepillándose el fino cabello castaño. Dulce intimidad casual, la amabilidad de la carne suave poseída sin discusión. Ferris alejó de sí los recuerdos indeseados y se obligó a encontrar la mirada de Bill Bailey.

      —Bill, ¿quieres traer esa bandeja de bebidas que hay en la mesa de la cocina?

      El niño obedeció con prontitud y, cuando se hubo ido, Ferris dijo:

      —¡Qué chico más guapo tienen!

      —Nosotros, por lo menos, lo creemos así.

      Se hizo silencio hasta que el niño volvió con una bandeja de vasos y la coctelera con martinis. Con el estímulo de la bebida fueron sacando a flote la conversación: hablaron de Rusia y de la lluvia artificial en Nueva York, y del problema de los pisos en Manhattan y París.

      —El señor Ferris volará mañana a través de todo el océano —le dijo Bailey al niño, que estaba encaramado en el brazo de su butaca, tranquilo y bien educado—. Apuesto a que te irías de polizón en su maleta.

      Billy se echó para atrás sus lacios mechones de pelo:

      —Yo quiero volar en un avión y ser periodista como el señor Ferris. —Y añadió con seguridad repentina—: Esto es lo que quiero ser cuando sea mayor.

      Bailey dijo:

      —Yo creí que querías ser médico.

      —¡Sí! —dijo Billy—. Seré las dos cosas. También quiero ser un sabio de bombas atómicas. Elizabeth entró llevando en brazos una niña.

      —¡Oh, John! —dijo. Y colocó a la niña en el regazo de su padre—. Es tan estupendo volver a verte… Me alegro tanto de que hayas podido venir…

      La pequeña estaba sentada mimosamente en las rodillas de Bailey. Llevaba un trajecito de crepé rosa pálido cogido en los hombros con un lazo y una cinta de seda del mismo color sujetándole los suaves rizos pálidos. Tenía la piel tostada del verano y sus ojos castaños; estaban moteados de oro. Cuando alcanzó y señaló con el dedo las gafas de concha de su padre, éste se las quitó y la dejó mirar un poco con ellas.

      —¿Cómo está mi bomboncito?

      Elizabeth estaba muy hermosa, más hermosa quizá de lo que Ferris la había visto jamás. Su cabello limpio y liso brillaba. Su rostro era más suave, brillante y sereno. Era una belleza de Madonna, que se avenía bien con el ambiente familiar.

      —No has cambiado nada —dijo Elizabeth—. Pero ha pasado mucho tiempo.

      —Ocho años. —Casi inconscientemente se llevó la mano al pelo que ya le clareaba, mientras se intercambiaban otras vaguedades.

      Ferris se sintió de pronto un espectador, un intruso entre los Bailey. ¿Por qué había venido? Estaba sufriendo. Su propia vida le parecía tan solitaria, una columna frágil sin nada que soportar en medio del naufragio de los años. Sentía que no podría seguir mucho tiempo en la habitación familiar.

      Miró el reloj.

      —¿Vosotros vais al teatro?

      —Es una pena —dijo Elizabeth—, pero teníamos este compromiso desde hace más de un mes.

      Pero, John, seguro que cualquier día de éstos te quedarás aquí. ¿No vas a ser un expatriado, no?

      —Expatriado —repitió Ferris—. No me gusta mucho esa palabra.

      —¿Qué palabra hay mejor? —preguntó ella.

      Él pensó un momento:

      —Transeúnte, quizá.

      Ferris miró otra vez su reloj y Elizabeth se excusó:

      —Si lo hubiera sabido con tiempo…

      —Sólo paso este día en la ciudad. Tuve que ir a casa inesperadamente. ¿Sabes? Papá murió la semana pasada.

      —¿Papá Ferris ha muerto?

      —Sí, en el Johns Hopkins. Estuvo enfermo allí casi un año. El entierro fue en casa, en Georgia.

      —Cuánto lo siento, John. Papá Ferris fue siempre una de mis personas predilectas.

      El niño se levantó por detrás de la butaca de modo que pudiera mirar el rostro de su madre. Preguntó:

      —¿Quién se ha muerto?

      Ferris estaba muy olvidadizo para comprender; pensaba en la muerte de su padre. Vio otra vez el cadáver, tendido en la seda dorada dentro del ataúd. Le habían maquillado la cara de una manera grotesca y aquellas manos familiares yacían unidas y pesadas sobre un desbordamiento de rosas. El recuerdo se cerró y Ferris se despertó a la voz tranquila de Elizabeth.

      —El padre del señor Ferris, Bill. Una gran persona; alguien a quien tú no conocías.

      —Pero, ¿por qué le llamas Papá Ferris?

      Bailey y Elizabeth intercambiaron una mirada furtiva. Fue Bailey el que contestó al niño:

      —Hace mucho tiempo —dijo—, tu madre y el señor Ferris estuvieron casados. Pero antes de que nacieras, hace mucho tiempo.

      —¿El señor Ferris?

      El pequeño se quedó mirando a Ferris incrédulo y desconcertado. Y los ojos de Ferris, al devolverle la mirada, eran también algo incrédulos. ¿Sería verdaderamente cierto que una vez había llamado a esta extraña, a Elizabeth, «patito mío» durante noches de amor, que habían vivido juntos, habían compartido quizás un millar de días y noches y que, finalmente, habían soportado juntos, en medio de la tristeza de la soledad repentina, la pena de ver destruirse poco a poco (celos, alcohol y discusiones por dinero) el edificio del amor conyugal?

      Bailey dijo a los niños:

      —A alguien le toca cenar. ¡Hala, vamos!

      —¡Pero, papá! Mamá y el señor Ferris… Yo…

      La mirada insistente de Bill, perpleja y con un brillo de hostilidad, le recordó a Ferris la mirada de otro niño. El hijo de Jeannine, un niño de siete años, de carita ensombrecida y rodillas huesudas al que Ferris evitaba y olvidaba con frecuencia.

      —¡De frente, marchen! —Bailey llevó suavemente a Billy hacia la puerta.

      —Di buenas noches, hijo.

      —Buenas noches, señor Ferris. —Añadió con resentimiento—: Creí que me iba a quedar para la tarta.

      —Puedes venir luego por la tarta —dijo Elizabeth—. Corre ahora con papá a cenar.

      Ferris y Elizabeth estaban solos. El peso de la situación gravitó sobre aquellos primeros momentos de silencio. Ferris pidió permiso para servirse otro cóctel y Elizabeth le puso la coctelera en la mesa a su lado. Miró el piano y observó la música en el atril.

      —¿Tocas todavía tan bien como antes?

      —Todavía disfruto tocando.

      —Toca, por favor, Elizabeth.

      Elizabeth se levantó inmediatamente. Su prontitud para tocar cuando se lo pedían había sido siempre una de sus amabilidades. Nunca se hacía rogar, excusándose. Ahora, mientras se acercaba al piano, había en ella, además, la prontitud del alivio.

      Empezó con un preludio y fuga de Bach. El preludio era alegremente irisado, como un prisma en una habitación por la mañana. La primera voz de la fuga, un anuncio puro y solitario, se repitió entremezclada con una segunda voz y repetida otra vez dentro de un marco elaborado; la música múltiple, horizontal y serena, fluía con majestad, sin apresuramiento. La melodía principal se trenzaba con otras dos voces, embellecida con un sinfín de ingeniosidades, dominante unas veces, sumergidas otras, con la sublimidad de una cosa única que no teme rendirse al conjunto. Hacia el final, la densidad del material se reunió para la última insistencia, enriquecida sobre el primer motivo dominante, y la fuga terminó en un acorde, como una afirmación final. Ferris descansaba la cabeza sobre el respaldo de la butaca y cerró los ojos. En el silencio que siguió, una voz alta y clara vino de la habitación del otro lado del vestíbulo. «Papá, pero cómo podían mamá y el señor Ferris…» Luego se oyó cerrar una puerta.

      El piano empezó otra vez. ¿Qué música era ésta? Sin lugar, familiar, la melodía límpida llevaba mucho tiempo dormida en su corazón. Ahora le hablaba de otro tiempo, otro lugar; era la música que Elizabeth solía tocar. La melodía suave evocó un bosque de recuerdos. Ferris se perdió en el tumulto de anhelos pasados, conflictos, deseos ambivalentes. Era extraño que la música, ocasión de esta anarquía tumultuosa, fuera tan clara y serena. La melodía principal quedó rota por la aparición de la criada.

      —Señora, la cena está servida.

      Todavía, después que se sentó a la mesa entre sus anfitriones, la música interrumpida le oscurecía el humor. Estaba algo borracho.

      —L’improvisation de la vie humaine —dijo—. No hay nada que te haga darte tanta cuenta de la improvisación de la existencia humana como una canción sin terminar, o un viejo cuaderno de direcciones.

      —¿Un cuaderno de recuerdos? —repitió Bailey. Luego se calló prudente.

      —Sigues siendo el mismo, John —dijo Elizabeth con algo de la antigua ternura.

      La cena de aquella noche era al estilo del Sur, y los platos eran de los que a él le gustaban: pollo frito y pastel de maíz y batatas en dulce. Durante la comida, Elizabeth mantuvo viva la conversación cuando los silencios se hacían demasiado largos. Y así Ferris tuvo ocasión de hablar de Jeannine.

      —La conocí el otoño pasado, hacia esta época, en Italia. Es cantante y tenía un contrato en Roma. Creo que nos casaremos pronto.

      Las palabras parecían tan verdaderas, inevitables, que Ferris no se dio al principio cuenta de que mentía. Él y Jeannine no habían hablado nunca de matrimonio en todo el año. Y en realidad ella seguía casada con un ruso blanco, agente de bolsa en París, del que llevaba separada cinco años. Pero era demasiado tarde para corregir la mentira. Elizabeth ya estaba diciendo: «Me alegra mucho saberlo. Enhorabuena, Johnny.»

      Trató de compensarlo con cosas verdaderas:

      —El otoño romano es tan bonito… Suave y florido. —Añadió—: Jeannine tiene un niño de seis años. Un chico curioso con tres idiomas; le llevo algunas veces a las Tullerías.

      Mentira otra vez. Había llevado sólo una vez al pequeño a los jardines. El pálido niño extranjero, con los pantaloncitos cortos que dejaban al descubierto las piernas huesudas, había echado su barco en el estanque de cemento y había montado en un caballito. El niño había querido entrar en el guiñol. Pero no había habido tiempo porque Ferris tenía un compromiso en el Hotel Scribe. Le había prometido que irían al guiñol otra tarde. Solamente había llevado una vez a Valentin a las Tullerías.

      Hubo un revuelo. La criada trajo una tarta blanca con velas rojas. Los niños entraron en pijama. Ferris no comprendía aún.

      —Felicidades, John —dijo Elizabeth—. Sopla las velas.

      Ferris se acordó de que era el día de su cumpleaños. Las velas se fueron apagando despacio y olía a cera quemada. Ferris tenía treinta y ocho años. Las venas de sus sienes se oscurecieron y latieron de una manera visible.

      —Es hora de ir al teatro.

      Ferris agradeció a Elizabeth la cena de cumpleaños y dijo los adioses apropiados. La familia entera le despidió en la puerta.

      Una luna alta, fina, brillaba sobre los oscuros rascacielos mellados. En las calles hacía viento y frío. Ferris fue deprisa a la Tercera Avenida y llamó un taxi. Miraba la ciudad nocturna con la atención deliberada de la partida y quizá de despedida. Estaba solo. Deseó que llegara pronto la hora del vuelo y el viaje.

      Al día siguiente miró la ciudad desde el cielo, bruñida al sol, de juguete, precisa. Luego, América se quedó atrás y sólo estaba el Atlántico y la distante costa europea. El océano tenía un color lechoso, pálido, plácido bajo las nubes. Ferris dormitó casi todo el día. Hacia el atardecer pensaba en Elizabeth y en la visita de la tarde anterior. Pensó en Elizabeth entre su familia, con deseo, con envidia y una pena inexplicable. Buscó la melodía, la frase sin terminar que le había emocionado tanto. La cadencia, algunos sonidos dispersos, era todo lo que le quedaba; la melodía misma había huido. Había encontrado, en cambio, la primera voz de la fuga que Elizabeth había tocado, irónicamente invertida y en tono menor. Colgado sobre el océano, las preocupaciones por su soledad y por lo transitorio de las cosas dejaron de acongojarle y pensó en la muerte de su padre con ecuanimidad. A la hora de cenar, el avión llegó a la costa francesa.

      A medianoche, Ferris cruzaba París en un taxi. El cielo estaba cubierto y la neblina ponía halos a las luces de la plaza de la Concordia. Los bistrós nocturnos brillaban en los pavimentos húmedos. Como siempre después de un vuelo transoceánico, el cambio de continentes era demasiado repentino. Nueva York por la mañana, esta noche París. Ferris entrevió el desorden de su vida; la sucesión de ciudades, de amores transitorios; y el tiempo, el siniestro deslizarse de los años, siempre el tiempo.

      —Vite, vite! —llamó con terror—. Dépêchez-vous.

      Valentin le abrió la puerta. El niño estaba en pijama, con una bata roja que le venía grande. Sus ojos grises estaban ensombrecidos y, al entrar Ferris en el piso, chispearon momentáneamente.

      —J’attends, maman.

      Jeannine cantaba en un club nocturno. No estaría en casa hasta dentro de una hora. Valentin volvió a un dibujo que estaba haciendo, acurrucándose con sus lápices sobre un papel extendido en el suelo. Ferris miró el dibujo: era uno que tocaba el banjo con las notas y las líneas onduladas saliéndole en un globito, como en las historietas.

      —Volveremos otra vez a las Tullerías.

      El niño levantó la cabeza y Ferris se lo acercó a las rodillas. La melodía, la música sin terminar que Elizabeth había tocado le vino de repente a la memoria. Sin pedírselo, la memoria desembarcaba en él su carga; esta vez trayendo sólo reconocimiento y súbita alegría.

      —Monsieur Jean —dijo el niño—. ¿Le vio usted?

      Confuso, Ferris pensó solamente en otro niño, el niño pecoso, mimado por su familia.

      —¿A quién, Valentin?

      —A su papá, en Georgia. —El niño añadió—: ¿Estaba bien? Ferris se apresuró a decir:

      —Iremos a las Tullerías a menudo, a montar en el caballito y ver el guiñol. Lo veremos y no tendremos prisa nunca más.

      —Monsieur Jean —dijo el niño—. El guiñol está cerrado ahora.

      Otra vez el terror, la comprensión de años desperdiciados, y la muerte. Valentin, impulsivo y confiado, se acurrucaba entre sus brazos. Su mejilla tocó la mejilla suave y sintió el roce de las pestañas delicadas. Con íntima desesperación estrechó al niño como si una emoción tan cambiante como su amor pudiera dominar el pulso del tiempo.

 

 

Notas bibliográficas

1. Carson McCullers Literatura .US

2. Molina, Jaime. Los relatos de Carson McCullerss: la crueldad piadosa. Cicutadry

3. Arístides, César.  Luces y sombras de MaCuller, Letras Libres, 21 septiembre 2017

 

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El mudo y otros textos

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La balada del café triste

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Regreso a Babilonia. Un cuento de Francis Scott Fitzgerald. El ultimo romántico de la era del Jazz. Post de Plaza de las palabras

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El Peatón un cuento de Ray Bradbury. El problema moral de la soledad en una distopia de Bradbury. Edición bilingüe. Post de Plaza de las palabras

https://plazadelaspalabras.blogspot.com/2020/05/el-peaton-un-cuento-de-ray-bradbury-el.html

Flannery O'connor: La escritora que le enseño a un pollo a caminar hacia atrás. Post Plaza de las palabras

https://plazadelaspalabras.blogspot.com/2017/03/flannery-oconnor-la-que-le-enseno-un.html


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