Plaza de las palabras presenta en su sección Grandes cuentos del siglo XX., el cuento Encender una hoguera. To Build a Fire de Jack
London. (1876-1916), escritor,
novelista, periodista, amante del boxeo, marinero, pendenciero, aventurero, socialista y precursor comercial de las revistas de ficción y de la ciencia ficción. Pertenece a esa
estirpe de hombres que pasan por diferentes
actividades y terminan emprendiendo viajes temerarios. Del tipo de Henry Melville o Joseph Conrad.
Escritores que se internaron en lo profundo de selvas y navegaron por tormentosos
mares. Para luego volcar su experiencia viajera en sus narraciones. Jack
London, quien se formo solo, leyendo en la biblioteca publica de su pueblo. A
la temprana edad de 21 años, seducido por la fiebre de oro, Gold Rush de 1894, emprendió un viaje de 2100 kilómetros a
Klondike, región del río Yukón, hasta internarse en Alaska. Viaje que casi le cuesta la vida, y del cual regreso igual de pobre.
Pero que se trajo un pedazo de vida congelada, que con el calor de california, deshielo para ambientar
sus novelas de aventuras. Conocido, sobretodo por sus novelas Colmillo Blanco, White Fang, (1906) y El llamado de la selva, The Call of the Wild (1902) autor prolífico,que incursiono además de sus novelas y cuentos, en relatos autobiográficos, memorias, ensayos políticos, y
hasta en teatro. No obstante, Jack
London es más conocido por sus novelas de aventuras, algunas de las cuales
fueron llevadas a la gran pantalla; que
por sus cuentos. Aunque sus mejores cuentos no desmerecen lo mejor del género.
Y algunos de ellos pueden ser puestos a la par de los mejores cuentos norteamericanos.
El cuento Encender una hoguera,
es considerado el mejor cuento de Jack London. Escrito en 1902, por encargo de
la revista juvenil, Youth Companion,
versión que pocos años después mejoro, dotándola de mas realismo. Publicado
nuevamente como parte de la colección Lost
Face (1910). Cuento cuya atmósfera,
tiene la eficacia donde la ambientación es fundamental, valga el caso, El hotel azul de Stephen Crane. Narración sobre un Hotelito en Nebraska, a la salida del bar del hotel, donde entre la
ventisca de nieve y el frió, dos hombres se baten a muerte. O el cuento “Un río con dos corazones” de Hemingway. O para entrar en el terreno de la novela, otra atmósfera inmediata
y devoradora de hombres, infestada de
horror y mosquitos, de El corazón de las
tinieblas, de Joseph Conrad. En
London tenemos una atmósfera eficaz de geografía cruda y congelante del Yukón,
que destila un naturalismo realista, pero dramático. Donde el hombre intenta sobrevivir contra todas
las apuestas de las inclemencias del tiempo. Paisaje en que emergen como
pedazos de hielo: la soledad, el egoísmo, la muerte. Cuento magistral, dosificado y minimalista. No
describe, –salvo ciertas ocasiones– el paisaje,
sino lo que estrictamente circunda al protagonista del cuento. Trabaja en espacios reducidos, fiel al detalle necesario. para evolucionar los movimientos y pensamientos del protagonista. Es como si una
cámara le estuviera filmando únicamente sus movimientos. Narrado en tercera persona
por un narrador a quien a cada paso, sin escatimar los detalles pertinentes,
nos lleva de la mano por esa estepa de hielo. En dónde el personaje principal que
no tiene nombre, va acompañado por un fiel perro-lobo que tampoco tiene nombre.
Ambos se ven envueltos por un tercer
personaje, que si tiene nombre: el frío, frío inhumano a 60 grados centígrados bajo cero. De esos
fríos, que seguramente, no solo congelan los pies y las manos, sino también el
alma y el pensamiento. En definitiva la trama del cuento es sencilla y sin
vueltas. Es el recorrido de un hombre indeterminado que emprende una travesía
incierta, para detectar posibles campos madereros, viaje temerario que emprende
pese a las advertencias del clima y de los conocedores del lugar.
Dice London: “ Pero nada de esto -ni el
misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la
falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y
espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese
acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél
era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin
imaginación”.
Ya en marcha hombre perseguido
por el frío, se debate en sus arrestos físicos y mentales por llegar a una
estación y encontrar lo único que necesita de la civilización: abrigo del frio para proteger
el cuerpo y una buena sopa caliente para calentar el alma. Pero para alcanzar ese punto de feliz término, solo
depende de mantener el calor de su cuerpo, y para ello solo cuenta con unas
galletas, un perro-lobo y unas cerillas para
encender una hoguera.
ENCENDER UNA HOGUERA
Jack London
El día amaneció
extraordinariamente gris y frío. El hombre abandonó el camino principal del
Yukon y empezó a trepar por la empinada cuesta. En ella había un sendero apenas
visible y muy poco frecuentado, que se dirigía al Este a través de una espesura
de abetos. La pendiente era muy viva. Al terminar de subirla, el viajero se
detuvo para tomar aliento y trató de ocultarse a sí mismo esta debilidad
consultando su reloj. Eran las nueve. No había el menor atisbo de sol, a pesar
de que ni una sola nube cruzaba el cielo. El día era diáfano, pero las cosas
parecían cubiertas por un velo intangible, por un algo sutilmente lóbrego que
lo entenebrecía todo y cuya causa era la falta de sol. Pero esto no preocupaba
al caminante. Estaba ya acostumbrado. Llevaba varios días sin ver el globo
radiante y sabía que habrían de transcurrir algunos más para que se asomase un
poco por el Sur, sobre la línea del horizonte, volviendo a desaparecer en
seguida.
El viajero miró
hacia atrás. El Yukon tenía allí una anchura de más de kilómetro y medio, y
estaba cubierto por una capa helada de un metro de espesor, sobre la que se
extendía otra de nieve, igualmente densa. La superficie helada del río era de
una blancura deslumbrante y se extendía en suaves ondulaciones formadas por las
presiones contrarias de los hielos. De Norte a Sur, en toda la extensión que
alcanzaba la vista, reinaba una ininterrumpida blancura. Sólo una línea oscura,
fina como un cabello, serpenteaba y se retorcía hacia el Sur, bordeando una
isla cubierta de abetos; después cambiaba de rumbo y se dirigía al Norte,
siempre ondulando, para desaparecer, al fin, tras otra isla, cubierta de abetos
igualmente. Esta línea oscura y fina era un camino, el camino principal que,
después de recorrer más de ochocientos kilómetros, conducía por el Sur al Paso
de Chilcoot (Dyea) y al agua salada, y por el Norte a Dawson, tras un recorrido
de ciento doce kilómetros. Desde aquí cubría un trayecto de mil seiscientos
kilómetros para llegar a Nulato, y otro de casi dos mil para terminar en St.
Michael, a orillas del mar de Behring. Pero nada de esto -ni el misterioso
camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol
en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral –
causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese
acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél
era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin
imaginación. Despierto y de comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo
le interesaban estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero
correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación. Esto le
impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba consigo, pero la cosa no
pasaba de ahí. Tan espantosa temperatura no le llevaba a reflexionar sobre su
fragilidad como animal de sangre caliente, ni a extenderse en consideraciones
acerca de la debilidad humana, diciéndose que el hombre sólo puede vivir dentro
de estrechos limites de frío y calor; ni tampoco a filosofar sobre la
inmortalidad del hombre y el lugar que ocupa en el universo. Para él, cincuenta
grados bajo cero representaba un frío endemoniado contra el que había que
luchar mediante el uso de manoplas, pasamontañas, mocasines forrados y gruesos
calcetines. Para él, cincuenta grados bajo cero eran simplemente… eso:
cincuenta grados bajo cero. Que pudiera haber algo más en este hecho era cosa
que nunca le había pasado, ni remotamente, por la imaginación.
Al disponerse a
continuar, escupió para hacer una prueba, y oyó un chasquido que le sobresaltó.
Escupió nuevamente y otra vez la saliva crujió en el aire, antes de caer en la
nieve. Sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva se helaba y producía un
chasquido al entrar en contacto con la nieve, pero esta vez el chasquido se
había producido en el aire. Sin duda, y aunque no pudiera precisar cuánto, la
temperatura era inferior a cincuenta grados bajo cero. Pero esto no le
importaba. Su objetivo era una antigua localidad minera situada junto al ramal
izquierdo del torrente de Henderson, donde sus compañeros le esperaban. Ellos
habían llegado por el otro lado de la línea divisoria que marcaba el límite de
la comarca del riachuelo indio, y él había dado un rodeo con objeto de averiguar
si en la estación primaveral sería posible encontrar buenos troncos en las
islas del Yukon. Llegaría al campamento a las seis; un poco después del
atardecer ciertamente, pero sus compañeros ya estarían allí, con una buena
hoguera encendida y una cena caliente preparada. Para almorzar ya tenía algo.
Apretó con la mano el envoltorio que se marcaba en su chaqueta. Lo llevaba bajo
la camisa. La envoltura era un pañuelo en contacto con su piel. Era la única
manera de evitar que las galletas se helasen. Sonrió satisfecho al pensar en
aquellas galletas, empapadas en grasa de jamón y que, partidas por la mitad,
contenían gruesas tajadas de jamón frito.
Penetró entre
los gruesos troncos de abeto. El sendero apenas se distinguía. Había caído un
palmo de nieve desde haber pasado el último trineo, y el hombre se alegró de no
utilizar esta clase de vehículos, pues a pie podía viajar más de prisa. A decir
verdad, no llevaba nada, excepto su comida envuelta en el pañuelo. De todos
modos, aquel frío le molestaba. «Hace frío de verdad», se dijo, mientras
frotaba su helada nariz y sus pómulos con su mano enguantada. La poblada barba
que cubría su rostro no le protegía los salientes pómulos ni la nariz aquilina,
que avanzaba retadora en el aire helado. Pisándole los talones trotaba un
perro, un corpulento perro esquimal, el auténtico perro lobo, de pelambre gris
que, aparentemente, no se diferencia en nada de su salvaje hermano el lobo. El
animal estaba abatido por aquel frío espantoso. Sabía que aquel tiempo no era
bueno para viajar. Su instinto era más certero que el juicio del hombre. En
realidad la temperatura no era únicamente algo inferior a cincuenta grados bajo
cero, sino que se acercaba a los sesenta. El perro, naturalmente, ignoraba por
completo lo que significaban los termómetros. Es muy posible que su cerebro no
registrase la aguda percepción del frío intensísimo que captaba el cerebro del
hombre. Pero el animal contaba con su instinto. Experimentaba una vaga y
amenazadora impresión que se había adueñado de él por entero y le mantenía
pegado a los talones del hombre. Su mirada ansiosa e interrogante seguía todos
los movimientos, voluntarios e involuntarios, de su compañero humano. Parecía
estar esperando que acampara, que buscara abrigo en alguna parte para encender
una hoguera. Sabía por experiencia lo que era el fuego y lo deseaba.
A falta de él,
de buena gana se habría enterrado en la nieve y se habría acurrucado para
evitar que el calor de su cuerpo se dispersara en el aire. Su húmedo aliento se
había helado, cubriendo su piel de un fino polvillo de escarcha. Especialmente
sus fauces, su hocico y sus pestañas estaban revestidos de blancas partículas
cristalizadas. La barba y los bigotes rojos del viajero aparecían igualmente
cubiertos de escarcha, pero de una escarcha más gruesa, pues era ya compacto
hielo, y su volumen aumentaba de continuo por efecto de las cálidas y húmedas
espiraciones. Además, el hombre mascaba tabaco, y el bozal de hielo mantenía
sus labios tan juntos, que, al escupir, no podía expeler la saliva a distancia.
A consecuencia de ello, su barba cristalina, amarilla y sólida como el ámbar,
se iba alargando paulatinamente en su mentón. De haber caído, se habría roto en
mil pedazos como si fuera de cristal. Pero aquel apéndice no tenía importancia.
Era el precio que habían de pagar en aquel inhóspito país los aficionados a
mascar tabaco. Además, él ya había viajado en otras dos ocasiones con un frío
horroroso. No tanto como esta vez, desde luego; pero también extraordinario,
pues, por el termómetro de alcohol de Sixty Mile, supo que se habían registrado
de cuarenta y seis a cuarenta y ocho grados centígrados bajo cero.
Recorrió varios
kilómetros a través de la planicie cubierta de bosque, cruzó un amplio llano
cubierto de flores negruzcas y descendió por una viva pendiente hasta el lecho
helado de un arroyuelo. Estaba en el Henderson Creek y sabía que le faltaban
dieciséis kilómetros para llegar a la confluencia. Consultó nuevamente su
reloj. Eran las diez. Avanzaba a casi seis kilómetros y medio por hora, y
calculó que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió almorzar
cuando llegase, para celebrarlo. El perro se pegó de nuevo a sus talones, con
la cola hacia bajo -tanto era su desaliento-, cuando el viajero siguió la
marcha por el lecho del río. Los surcos de la vieja pista de trineos se veían
claramente, pero más de un palmo de nieve cubría las huellas de los últimos
hombres que habían pasado por allí. Durante un mes nadie había subido ni bajado
por aquel arroyuelo silencioso. El hombre siguió avanzando resueltamente. Nunca
sentía el deseo de pensar, y en aquel momento sus ideas eran sumamente vagas.
Que almorzaría en la confluencia y que a las seis ya estaría en el campamento,
con sus compañeros, era lo único que aparecía con claridad en su mente. No
tenía a nadie con quien conversar y, aunque lo hubiese tenido, no habría podido
pronunciar palabra, pues el bozal de hielo le sellaba la boca. Por lo tanto,
siguió mascando tabaco monótonamente, mientras aumentaba la longitud de su
barba ambarina.
De vez en
cuando pasaba por su cerebro la idea de que hacía mucho frío y de que él jamás
habría sufrido los efectos de una temperatura tan baja. Durante su marcha, se
frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de su enguantada mano. Lo hacía
maquinalmente, una vez con la derecha y otra con la izquierda. Pero, por mucho
que se frotara, apenas dejaba de hacerlo, los pómulos primero, y poco después
la punta de la nariz, se le congelaban. Estaba seguro de que se le helarían
también las mejillas. Sabía que esto era inevitable y se recriminaba por no
haberse cubierto la nariz con una de aquellas tiras que llevaba Bud cuando
hacía mucho frío. Con esta protección habría resguardado también sus mejillas.
Pero, en realidad, esto no importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas
heladas? Dolían un poco, desde luego, pero la cosa no tenía nunca
complicaciones graves.
Por vacío de
pensamientos que estuviese, el hombre se mantenía alerta y vigilante; así pudo
advertir todos los cambios que sufría el curso del riachuelo: sus curvas, sus
meandros, los montones de leña que lo obstruían… Al mismo tiempo, miraba mucho
dónde ponía los pies. Una vez, al doblar un recodo, dio un respingo, como un
caballo asustado, se desvió del camino que seguía y retrocedió varios pasos. El
arroyo estaba helado hasta el fondo – ningún arroyo podía contener agua en
aquel invierno ártico -, pero el caminante sabía que en las laderas del monte
brotaban manantiales cuya agua discurría bajo la nieve y sobre el hielo del
arroyo. Sabía también que estas fuentes no dejaban de manar ni en las heladas
más rigurosas, y, en fin, no ignoraba el riesgo que suponían. Eran verdaderas
trampas, pues formaban charcas ocultas bajo la lisa superficie de la nieve,
charcas que lo mismo podían tener diez centímetros que un metro de profundidad.
A veces, una sola película de hielo de un centímetro de espesor se extendía sobre
ellas y esta capa de hielo estaba, a su vez, cubierta de nieve. En otros casos,
las capas de hielo y agua se alternaban, de modo que, perforada la primera, uno
se iba hundiendo cada vez más hasta que el agua, como ocurría a veces, le
llegaba a la cintura.
De aquí que
retrocediera, presa de un pánico repentino: había notado que la nieve cedía
bajo sus pies y, seguidamente, su oído había captado el crujido de la oculta
capa de hielo. Mojarse los pies cuando la temperatura era tan
extraordinariamente baja suponía algo tan molesto como peligroso. En el mejor
de los casos, le impondría una demora, pues se vería obligado a detenerse con
objeto de encender una hoguera, ya que sólo así podría quitarse los mocasines y
los calcetines para ponerlos a secar, permaneciendo con los pies desnudos. Se
detuvo para observar el lecho del arroyo y sus orillas y llegó a la conclusión
de que el agua venía por el lado derecho. Reflexionó un momento, mientras se
frotaba la nariz y las mejillas, y seguidamente se desvió hacia la izquierda,
pisando cuidadosamente, asegurándose de la firmeza del suelo a cada paso que
daba. Cuando se hubo alejado de la zona peligrosa, se echó a la boca una nueva
porción de tabaco y prosiguió su marcha de seis kilómetros y medio por hora. En
las dos horas siguientes de viaje se encontró con varias de aquellas fosas
invisibles. Por regla general, la nieve que cubría las charcas ocultas formaba
una depresión y tenía un aspecto granuloso que anunciaba el peligro. Sin
embargo, por segunda vez se salvó el viajero por milagro de una de ellas. En
otra ocasión, presintiendo el peligro, ordenó al perro que pasara delante. El
animalito se hacía el remolón y clavaba las patas en el suelo cuando el hombre
le empujaba. Al fin, viendo que no tenía más remedio que obedecer, se lanzó
como una exhalación a través de la blanca y lisa superficie. De pronto, se
hundió parte de su cuerpo, pero el animal consiguió alcanzar terreno más firme.
Tenía empapadas las patas delanteras y al punto el agua que las cubría se
convirtió en hielo. Inmediatamente empezó a ladrar, haciendo esfuerzos
desesperados para fundir la capa helada. Luego se echó en la nieve y procedió a
arrancar con los dientes los menudos trozos de hielo que habían quedado entre
sus dedos. El instinto le impulsaba a obrar así, pues sus patas se llagarían si
no las despojaba de aquel hielo. El animal no podía saber esto y se limitaba a
dejarse llevar de aquella fuerza misteriosa que surgía de las profundidades de
su ser. Pero el hombre estaba dotado de razón y lo comprendía todo: por eso se
quitó el guante de la mano derecha y ayudó al perro en la tarea de quitarse
aquellas partículas de agua helada. Ni siquiera un minuto tuvo sus dedos
expuestos al aire, pero de tal modo se le entumecieron, que el hombre se quedó
pasmado al mirarlos.
Lanzando un
gruñido, se apresuró a calzarse el guante y al punto empezó a golpear
furiosamente su helada mano contra su pecho. A las doce, el día alcanzaba allí
su máxima luminosidad, a pesar de que el sol se hallaba demasiado hacia el Sur
en su viaje invernal rumbo al horizonte que debía trasponer. Casi toda la masa
de la tierra se interponía entre el astro diurno y Henderson Creek, región
donde el hombre puede permanecer al mediodía bajo un cielo despejado sin
proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto, llegó el viajero a la
confluencia. Estaba satisfecho de su marcha. Si mantenía este paso, estaba
seguro de que se reuniría con sus compañeros a las seis de la tarde. Se quitó
la manopla y se desabrochó la chaqueta y la camisa para sacar el paquete de
galletas. No tardó más de quince segundos en realizar esta operación, pero este
breve lapso fue suficiente para que sus dedos expuestos a la intemperie
quedasen insensibles. En vez de ponerse la manopla, golpeó repetidamente la
mano contra su pierna. Luego se sentó en un tronco cubierto de nieve, para
comer. Las punzadas que había notado en sus dedos al caldearlos a fuerza de
golpes cesaron tan rápidamente, que se sorprendió. Ni siquiera había tenido
tiempo de morder la galleta. Volvió a darse una serie de golpes con la mano en
la pierna y de nuevo la enfundó en la manopla, descubriéndose la otra mano para
comer. Intentó introducir una galleta en su boca, pero el bozal de hielo se lo
impidió.
Se había
olvidado de que tenía que encender una hoguera para fundir aquel hielo. Sonrió
ante su estupidez y, mientras sonreía, notó que el frío se iba infiltrando en
sus dedos descubiertos. También advirtió que la picazón que había sentido en
los dedos de los pies al sentarse iba desapareciendo, y se preguntó si esto
significaría que entraban en calor o que se helaban. Al moverlos dentro de los
mocasines, llegó a la conclusión de que era lo último. Se puso la manopla a
toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado. Empezó a ir y venir, pisando
enérgicamente hasta que volvió a sentir picazón en los pies. La idea de que
hacía un frío horroroso le obsesionaba. En verdad, aquel tipo que conoció en
Sulphur Creek no había exagerado cuando le habló de la infernal temperatura de
aquellas regiones. ¡Pensar que entonces él se había reído en sus barbas!
Indudablemente, nunca puede uno sentirse seguro de nada. Evidentemente, el frío
era espantoso. Continuó sus paseos, pisando con fuerza y golpeándose los
costados con los brazos. Al fin, se tranquilizó al notar que se apoderaba de él
un agradable calorcillo. Entonces sacó las cerillas y se dispuso a encender una
hoguera. Se procuró leña buscando entre la maleza, allí donde las crecidas de
la primavera anterior habían acumulado gran cantidad de ramas semipodridas. Procediendo
con el mayor cuidado, consiguió que el pequeño fuego inicial se convirtiese en
crepitante fogata, cuyo calor desheló su barba y le permitió comerse las
galletas. Por el momento había logrado vencer al frío. El perro, con visible
satisfacción, se había acurrucado junto al fuego, manteniéndose lo bastante
cerca de él para entrar en calor, pero no tanto que su pelo pudiera
chamuscarse.
Cuando hubo
terminado de comer, el viajero cargó su pipa y dio varias chupadas con toda
parsimonia. Luego volvió a ponerse los guantes, se ajustó el pasamontañas sobre
las orejas y echó a andar por el ramal izquierdo de la confluencia. El perro
mostró su disgusto andando como a la fuerza y lanzando nostálgicas miradas al
fuego. Aquel hombre no tenía noción de lo que significaba el frío. Seguramente,
todos sus antepasados, generación tras generación, habían ignorado lo que era
el frío, el frío de verdad, el frío de sesenta grados bajo cero. Pero el perro
sí que sabía lo que era; todos sus antepasados lo habían sabido, y él había
heredado aquel conocimiento. También sabía que no era conveniente permanecer a
la intemperie haciendo un frío tan espantoso. Lo prudente en aquel momento era
abrir un agujero en la nieve, ovillarse en su interior y esperar que un telón
de nubes cortara el paso a la ola de frío. Por otra parte, no existía verdadera
intimidad entre el hombre y el perro. Éste era el sufrido esclavo de aquél y
las únicas caricias que de él había recibido en su vida eran las que se podían
prodigar con el látigo, que restallaba acompañado de palabras duras y gruñidos
amenazadores. Por lo tanto, el perro no hizo el menor intento de comunicar su
aprensión al hombre. No le preocupaba el bienestar de su compañero de viaje; si
miraba con nostalgia al fuego, lo hacía pensando únicamente en sí mismo. Pero
el hombre le silbó y le habló con un sonido que parecía el restallar de un
látigo, y él se pegó a sus talones y continuó la marcha.
El hombre
empezó de nuevo a masticar tabaco y otra vez se le formó una barba de ámbar.
Entre tanto, su aliento húmedo volvía a cubrir rápidamente sus bigotes, sus
cejas, sus pestañas, de un blanco polvillo. En la bifurcación izquierda del
Henderson no parecía haber tantos manantiales, pues el hombre ya llevaba media
hora sin descubrir el menor rastro de ellos. Y entonces sucedió lo inesperado.
En un lugar que no mostraba ninguna señal sospechosa, donde la nieve suave y
lisa hacía pensar que el hielo era sólido debajo de ella, el hombre se hundió.
Pero no muy profundamente. El agua no le había llegado a las rodillas cuando
consiguió salir de la trampa trepando a terreno firme. Montó en cólera y lanzó
una maldición. Confiaba en llegar al campamento a las seis, y aquello suponía
una hora de retraso, pues tendría que encender fuego para secarse los mocasines.
La bajísima temperatura imponía esta operación. Consciente de ello, volvió a la
orilla y trepó por ella. Ya en lo alto, se internó en un bosquecillo de abetos
enanos y encontró al pie de los troncos abundante leña seca que había
depositado allí la crecida: astillas y pequeñas ramas principalmente, pero
también ramas podridas y hierba fina del año anterior. Echó sobre la nieve
varias brazadas de esta leña y así formó una capa que constituiría el núcleo de
la hoguera, a la vez que una base protectora, pues evitaría que el fuego se
apagase apenas encendido, al fundirse la nieve. Frotando una cerilla contra un
trocito de corteza de abedul que sacó del bolsillo, y que se inflamó con más
facilidad que el papel, consiguió hacer brotar la primera llama. Acto seguido,
colocó la corteza encendida sobre el lecho de hierba y ramaje y alimentó la
incipiente hoguera con manojos de hierba seca y minúsculas ramitas.
Realizaba esta
tarea lenta y minuciosamente, pues se daba cuenta del peligro en que se
hallaba. Poco a poco, a medida que la llama fue creciendo, fue alimentándola
con ramitas de mayor tamaño. Echado en la nieve, arrancaba a tirones las ramas
de la enmarañada maleza y las iba echando en la hoguera. Sabía que no debía
fracasar. Cuando se tienen los pies mojados y se está a sesenta grados bajo
cero, no debe fallar la primera tentativa de encender una hoguera. Si se tienen
los pies secos, aunque la hoguera se apague, le queda a uno el recurso de echar
a correr por el sendero. Así, tras una carrera de un kilómetro, la circulación
de la sangre se restablece. Pero la sangre de unos pies mojados y a punto de
congelarse no vuelve a circular normalmente por efecto de una carrera cuando el
termómetro marca sesenta grados bajo cero: por mucho que se corra, los pies se
congelarán. El hombre sabía perfectamente todo esto. El veterano de Sulphur
Creek se lo había dicho el otoño anterior, y él recordaba ahora, agradecido,
tan útiles consejos. Sus pies habían perdido ya la sensibilidad por completo.
Para encender el fuego había tenido que quitarse los gruesos guantes, y los
dedos se le habían entumecido con asombrosa rapidez. Gracias a la celeridad de
su marcha, su corazón había seguido enviando sangre a la superficie de su
cuerpo y a sus extremidades. Pero, apenas se detuvo, la bomba sanguínea aminoró
el ritmo. El frío del espacio caía sin clemencia sobre la corteza terrestre, y
el viajero recibía de pleno el impacto en aquella región desprotegida. Y
entonces su sangre se escondía, atemorizada. Su sangre era algo vivo como el perro,
y, como él, quería ocultarse, huyendo de aquel frío aterrador. Mientras el
hombre caminó a paso vivo, la sangre, mal que bien, llegó a la superficie del
cuerpo, pero ahora que se había detenido, el líquido vital se retiraba a lo más
recóndito del organismo.
Las
extremidades fueron las primeras en notar esta retirada. Sus pies mojados se
congelaban a toda prisa. Los dedos de sus manos, al permanecer al descubierto,
sufrían especialmente los efectos del frío, pero todavía no habían empezado a
congelarse. Su nariz y sus mejillas comenzaban a helarse, y lo mismo ocurría a
toda su epidermis, al perder el calor de la corriente sanguínea. Pero estaba
salvado. La congelación sólo apuntaría en los dedos de sus pies, su nariz y sus
mejillas, porque el fuego empezaba a arder con fuerza. Lo alimentaba con ramas
de un dedo de grueso. Transcurrido un minuto, podría echar ramas como su
muñeca. Entonces, podría quitarse los empapados mocasines y, mientras los
secaba, tener calientes los pies desnudos, manteniéndolos junto al fuego…
después de haberse frotado con nieve, como es natural. Había conseguido
encender fuego. Estaba salvado. Se acordó otra vez de los consejos del veterano
de Sulphur Creek y sonrió. Este hombre le había advertido que no debía viajar
solo por el Klondike cuando el termómetro estuviese a menos de cincuenta grados
bajo cero. Era una ley. Sin embargo, allí estaba él, que había sufrido los
mayores contratiempos, hallándose solo y, a pesar de ello, se había salvado.
Pensó que aquellos veteranos, a veces, exageraban las precauciones. Lo único
que había que hacer era no perder la cabeza, y él no la había perdido.
Cualquier hombre digno de este nombre podía viajar solo. De todos modos, era
sorprendente la rapidez con que se le helaban las mejillas y la nariz. Por otra
parte, nunca hubiera creído que los dedos pudiesen perder la sensibilidad en
tan poco tiempo. Los tenía como el corcho: apenas podía moverlos para coger las
ramitas y le parecía que no eran suyos. Cuando asía una rama, tenía que mirarla
para asegurarse de que la tenía en la mano. Desde luego, se había cortado la
comunicación entre él y las puntas de sus dedos.
Pero nada de
esto tenía gran importancia. Allí estaba el fuego, chisporroteando, estallando
y prometiendo la vida con sus inquietas llamas. Empezó a desatarse los
mocasines. Estaban cubiertos de una capa de hielo. Los gruesos calcetines
alemanes que le llegaban hasta cerca de las rodillas parecían fundas de hierro,
y los cordones de los mocasines eran como alambres de acero retorcidos y enmarañados.
Estuvo un momento tirando de ellos con sus dedos entumecidos, pero, al fin,
comprendiendo lo estúpido de su acción, sacó el cuchillo. Antes de que pudiese
cortar los cordones, sucedió la catástrofe. La culpa fue suya, pues había
cometido un grave error. No debió encender el fuego debajo del abeto, sino al
raso, aunque le resultaba más fácil buscar las ramas entre la maleza para
echarlas directamente al fuego. El árbol al pie del cual había encendido la
hoguera tenía las ramas cubiertas de nieve. Desde hacía semanas no soplaba la
más leve ráfaga de aire y las ramas estaban sobrecargadas. Cada vez que
arrancaba una rama de la maleza sacudía ligeramente al árbol, comunicándole una
vibración que él no notaba, pero que fue suficiente para provocar el desastre.
En lo alto del árbol una rama soltó su carga de nieve, que cayó sobre otras
ramas, arrastrando la nieve que las cubría. Esta nieve arrastró a la de otras
ramas, y el proceso se extendió a todo el árbol. Formando un verdadero alud,
toda aquella nieve cayó de improviso sobre el hombre, y también sobre la
hoguera, que se apagó en el acto. Donde hacía un momento ardía alegremente una
fogata, sólo se veía ahora una capa de nieve floja y recién caída.
El viajero
quedó anonadado. Tuvo la impresión de que acababa de oír pronunciar su
sentencia de muerte. Permaneció un momento atónito, sentado en el suelo,
mirando el lugar donde había estado la hoguera. Acto seguido, una profunda
calma se apoderó de él. Sin duda, el veterano de Sulphur Creek tenía razón. Si
hubiera viajado con otro, no habría corrido el peligro que estaba corriendo,
pues su compañero de viaje habría encendido otra hoguera. En fin, como estaba
solo, no tenía más remedio que procurarse un nuevo fuego él mismo, y esta vez
aún era más indispensable que no fallara. Aunque lo consiguiera, no se
libraría, seguramente, de perder algunos dedos de los pies, pues los tenía ya
muy helados y la operación de encender una nueva fogata le llevaría algún
tiempo. Éstos eran sus pensamientos, pero no se había sentado para reflexionar,
sino que mientras tales ideas cruzaban su mente, se mantenía activo, trabajando
sin interrupción. Dispuso un nuevo lecho para otra hoguera, esta vez en un
lugar despejado, lejos de los árboles que la pudieran apagar traidoramente. Después
reunió cierta cantidad de ramitas y hierbas secas. No podía cogerlas una a una,
porque tenía los dedos agarrotados, pero sí en manojos, a puñados. De este modo
pudo formar un montón de ramas podridas mezcladas con musgo verde. Habría sido
preferible prescindir de este musgo, pero no pudo evitarlo.
Trabajaba
metódicamente. Incluso reunió una brazada de ramas gruesas para utilizarlas
cuando el fuego fuese cobrando fuerza. Entre tanto, el perro permanecía
sentado, mirándole con expresión anhelante y triste. Sabía que era el hombre el
que había de proporcionarle el calor del fuego, pero pasaba el tiempo y el
fuego no aparecía. Cuando todo estuvo preparado, el viajero se llevó la mano al
bolsillo para sacar otro trocito de corteza de abedul. Sabía que estaba allí,
en aquel bolsillo, y aunque sus dedos helados no la pudieron identificar por el
tacto, reconoció el ruido que produjo el roce de su guante con ella. En vano
intentó cogerla. La idea de que a cada segundo que pasaba sus pies estaban más
congelados absorbía su pensamiento. Este convencimiento le sobrecogía de temor,
pero luchó contra él, a fin de conservar la calma. Se quitó los guantes con los
dientes y se golpeó fuertemente los costados con los brazos. Ejecutó estas
operaciones sentado en la nieve, y luego se levantó para seguir braceando. El
perro, en cambio, continuó sentado, con las patas delanteras envueltas y
protegidas por su tupida cola de lobo, las puntiagudas orejas vueltas hacia
adelante para captar el menor ruido, y la mirada fija en el hombre. Éste,
mientras movía los brazos y se golpeaba los costados con ellos, experimentó una
repentina envidia al mirar a aquel ser al que la misma naturaleza proporcionaba
un abrigo protector. Al cabo de un rato de dar fuertes y continuos golpes con
sus dedos, sintió en ellos las primeras y leves señales de vida. La ligera
picazón fue convirtiéndose en una serie de agudas punzadas, insoportablemente
dolorosas, pero que él experimentó con verdadera satisfacción. Con la mano
derecha desenguantada pudo coger la corteza de abedul. Sus dedos, faltos de
protección, volvían a helarse a toda prisa. Luego sacó un haz de fósforos. Pero
el tremendo frío ya había vuelto a dejar sin vida sus dedos, y, al intentar
separar una cerilla de las otras, le cayeron todas en la nieve. Trató de
recogerlas, pero no lo consiguió: sus entumecidos dedos no tenían tacto ni
podían asir nada. Entonces concentró su atención en las cerillas, procurando no
pensar en sus pies, su nariz y sus mejillas, que se le iban helando. Al
faltarle el tacto, recurrió a la vista, y cuando comprobó que sus dedos estaban
a ambos lados del haz de fósforos, intentó cerrarlos. Pero no lo consiguió: los
agarrotados dedos no le obedecían. Se puso el guante de la mano derecha y la
golpeó enérgicamente contra la rodilla. Luego unió las dos enguantadas manos de
modo que formó con ellas un cuenco, y así pudo recoger las cerillas, a la vez
que una buena cantidad de nieve. Lo depositó todo en su regazo, pero con ello
no logró que las cosas mejorasen.
Tras una serie
de manipulaciones, consiguió que el haz de cerillas quedase entre sus dos
muñecas enguantadas, y, sujetándolo de este modo, pudo acercarlo a su boca.
Haciendo un gran esfuerzo, y entre crujidos y estampidos del hielo que rodeaba
sus labios, logró abrir las mandíbulas. Entonces replegó la mandíbula inferior
y adelantó la superior, con cuyos dientes logró separar una de las cerillas,
que hizo caer en su regazo. Pero el esfuerzo resultó inútil, pues no podía
recogerla. En vista de ello, discurrió un nuevo sistema. Atenazó la cerilla con
los dientes y la frotó contra su pierna. Tuvo que repetir veinte veces el
intento para lograr que el fósforo se encendiera. Entonces, manteniéndolo entre
los dientes, lo acercó a la corteza de abedul. Pero el azufre que se desprendió
de la cerilla, por efecto de la combustión, penetró en sus fosas nasales y
llegó hasta sus pulmones, produciéndole un violento ataque de tos. La cerilla
cayó en la nieve y se apagó.
«El veterano de
Sulphur Creek tenía razón», se dijo, procurando dominar su desesperación, que
aumentaba por momentos. «Cuando la temperatura es inferior a cincuenta grados
bajo cero, no se puede viajar».
Se golpeó las
manos una contra otra, pero no consiguió despertar en ellas sensación alguna.
De súbito, se quitó los guantes con los dientes y apresó torpemente el haz de
cerillas con sus manos insensibles, que pudo apretar una contra otra con
fuerza, gracias a que los músculos de sus brazos no se habían helado. Una vez
hubo sujetado así el manojo de cerillas, lo frotó contra su pierna. Los sesenta
fósforos se encendieron de súbito, todos a la vez. No se podían apagar, porque
la inmovilidad del aire era absoluta. El viajero apartó la cabeza para esquivar
la sofocante humareda y acercó el ardiente manojo a la corteza de abedul. Entonces
sintió algo en su mano. Era que su carne se quemaba. Lo notó por el olor y
también por cierta sensación profunda que no llegaba a la superficie. Esta
sensación se convirtió en un dolor que se fue agudizando, pero él lo resistió y
apretó torpemente el llameante haz de cerillas contra la corteza de abedul, que
no se encendía con la rapidez acostumbrada, porque las manos quemadas del
hombre absorbían casi todo el calor.
Al fin, no pudo
resistir el dolor y separó las manos. Entonces, los fósforos encendidos cayeron
sobre la nieve, donde se fueron apagando entre débiles silbidos.
Afortunadamente, la llama había prendido ya en la corteza de abedul. El hombre
empezó a acumular hierba seca y minúsculas ramas sobre el incipiente fuego.
Pero no podía hacer una selección escrupulosa de la leña porque, para cogerla,
tenía que unir, a modo de tenaza, los bordes de sus dos manos. Con los dientes,
y como podía, separaba los menudos trozos de madera podrida y de musgo verde
adheridos a las ramas. Sopló para mantener encendida la pequeña hoguera. Sus
movimientos eran torpes, pero aquel fuego significaba la vida y no debía
apagarse. La sangre había abandonado la parte exterior de su organismo, y el
hombre empezó a temblar y a proceder con mayor torpeza todavía. En esto, un
puñado de musgo verde cayó sobre la diminuta hoguera. Al tratar de apartarlo,
lo hizo tan torpemente a causa de su vivo temblor, que dispersó las ramitas y
las hierbas encendidas. Intentó reunirlas nuevamente, pero, por mucho cuidado
que trató de poner en ello, sólo consiguió dispersarlas más, debido a aquel
temblor que iba en aumento. De cada una de aquellas ramitas llameantes brotó
una débil columnita de humo, y al fin las llamas desaparecieron. El intento de
encender la hoguera había fracasado.
Miró con gesto
apático a su alrededor y su vista se detuvo en el perro. El animal estaba al
otro lado de la apagada hoguera. Sentado en la nieve, no cesaba de moverse,
dando muestras de inquietud, agachándose y levantándose, adelantando ahora una
pata y luego otra, sobre las que descargaba alternativamente todo el peso de su
cuerpo, y lanzando gemidos de ansiedad. Al verle, brotó una siniestra idea en
el cerebro del hombre. Recordó la historia de un viajero que, sorprendido por
una tempestad de nieve, mató a un buey para guarecerse en su cuerpo, cosa que
hizo, logrando salvarse. Se dijo que podía matar al perro para introducir sus
manos en el cuerpo cálido del animal y así devolverles la vida. Entonces podría
encender otra hoguera. Le llamó, pero en su voz había un matiz tan extraño, tan
nuevo para el perro, que el pobre animal se asustó. Allí había algo raro, un
peligro que la bestia, con su penetrante instinto, percibió. No sabía qué
peligro era, pero algo ocurrió en algún punto de su cerebro que despertó en él
una instintiva desconfianza hacia su dueño. Al oír su voz, bajó las orejas y
sus gestos de inquietud se acentuaron, mientras seguía levantando y bajando las
patas delanteras.
Al ver que no
acudía a su llamada, el viajero avanzó a gatas hacia él, insólita postura que
aumentó el recelo del animal y le impulsó a retroceder paso a paso. El hombre
se sentó en la nieve y trató de dominarse. Se puso los guantes con ayuda de los
dientes y se levantó. Tuvo que mirarse los pies para convencerse de que se
sostenía sobre ellos, pues era tal la insensibilidad de sus plantas, que no
podía notar el contacto con la tierra. Al verle de pie, las telarañas de la
sospecha que se habían tejido en el cerebro del can empezaron a disiparse; y
cuando el hombre le llamó enérgicamente, con voz que restalló como un látigo,
él obedeció como de costumbre y se acercó a su amo. Al tenerlo a su alcance, el
hombre perdió la cabeza. Tendió súbitamente los brazos hacia el perro y
experimentó una profunda sorpresa al descubrir que no podía sujetarlo con las
manos, que sus dedos insensibles no se cerraban: se había olvidado de que tenía
las manos congeladas y se le iban helando cada vez más. Con rápido movimiento,
y antes de que el animal pudiese huir, le rodeó el cuerpo con los brazos.
Entonces se sentó en la nieve, sin soltar al perro, que gruñía, gemía y luchaba
por zafarse. Pero esto era todo cuanto podía hacer: permanecer sentado con los
brazos alrededor del cuerpo del perro. Entonces comprendió que no podía
matarlo. No podía hacerlo de ninguna manera. Con sus manos inermes y
desvalidas, no podía sacar ni empuñar el cuchillo, ni estrangular al animal. Lo
soltó, y el perro huyó como un rayo, con el rabo entre piernas y sin dejar de
gruñir. Cuando se hubo alejado unos doce metros, se detuvo, se volvió y miró a
su amo con curiosidad, tendiendo hacia él las orejas.
El hombre buscó
con la mirada sus manos y las halló: pendían inertes en los extremos de sus
brazos. Era curioso que tuviese que utilizar la vista para saber dónde estaban
sus manos. Empezó a mover los brazos de nuevo, enérgicamente, y dándose golpes
en los costados con las manos enguantadas. Después de hacer esta violenta
gimnasia durante cinco minutos, su corazón envió a la superficie de su cuerpo
sangre suficiente para evitar por el momento los escalofríos. Pero sus manos
seguían insensibles. Le producían el efecto de dos pesos inertes que pendían de
los extremos de sus brazos. Sin embargo, no logró determinar de qué punto de su
cuerpo procedía esta sensación. Un principio de temor a la muerte, deprimente y
sordo, empezó a invadirle, y fue cobrando intensidad a medida que el hombre fue
percatándose de que ya no se trataba de que se le helasen los pies o las manos,
ni de que llegara a perderlos, sino de vivir o morir, con todas las probabilidades
a favor de la muerte.
Tal pánico se
apoderó de él, que dio media vuelta y echó a correr por el antiguo y casi
invisible camino que se deslizaba sobre el lecho helado del arroyo. El perro se
lanzó en pos de él, manteniéndose a una prudente distancia. El hombre corría
sin rumbo, ciego de espanto, presa de un terror que no había experimentado en
su vida. Poco a poco, mientras corría dando tropezones aquí y allá, fue
recobrando la visión de las cosas: de las riberas del arroyo, de los montones
de leña seca, de los chopos desnudos, del cielo… Aquella carrera le hizo bien.
Su temblor había desaparecido. Se dijo que si seguía corriendo, tal vez se
deshelaran sus pies. Por otra parte, aquella carrera le podía llevar hasta el
campamento donde sus compañeros le esperaban. Tal vez perdiera algunos dedos de
las manos y de los pies, y parte de la cara, pero sus amigos le cuidarían y
salvarían el resto de su cuerpo. Sin embargo, a este pensamiento se oponía otro
que iba esbozándose en su mente: el de que el campamento estaba demasiado lejos
para que él pudiera llegar, pues la congelación de su cuerpo había llegado a un
punto tan avanzado, que pronto se adueñaría de él la rigidez de la muerte.
Arrinconó este pensamiento en el fondo de su mente, negándose a admitirlo, y
aunque a veces la idea se desmandaba y salía de su escondite, exigiendo se le
prestara atención, él la rechazaba, esforzándose en pensar en otras cosas.
Se asombró al
advertir que podía correr con los pies tan helados que no los sentía cuando los
depositaba en el suelo descargando sobre ellos todo el peso de su persona. Le
parecía que se deslizaba sin establecer el menor contacto con la tierra.
Recordaba haber visto una vez un alado Mercurio y se preguntó si este dios
mitológico experimentaría la misma sensación cuando volaba a ras de la tierra.
Había un serio obstáculo para que pudiera llevar a cabo su plan de seguir
corriendo hasta llegar al campamento en que sus compañeros le esperaban, y era
que no tendría la necesaria resistencia. Dio varios traspiés y, al fin, después
de tambalearse, cayó. Intentó levantarse, pero no pudo. En vista de ello,
decidió permanecer sentado y descansar. Luego continuaría la marcha, pero no ya
corriendo, sino andando. Cuando estuvo sentado, notó que no sentía frío ni
malestar. Ya no temblaba, e incluso le pareció que un agradable calorcillo se
expandía por todo su cuerpo. Sin embargo, al tocarse las mejillas y la nariz,
no sintió absolutamente nada. Se le habían helado y, por mucho que corriese, no
las volvería a la vida. Lo mismo podía decir de sus manos y de sus pies. Y
entonces le asaltó el pensamiento de que la congelación se iba extendiendo
paulatinamente a otras partes de su cuerpo. Trató de imponerse a esta idea, de
rechazarla, pensando en otras cosas, pues se daba cuenta de que tal pensamiento
le producía verdadero pánico, y el mismo pánico le daba miedo. Pero la
aterradora idea triunfó y permaneció. Al fin, ante él se alzó la visión de su
cuerpo enteramente helado. Y no pudiendo sufrir semejante visión, se levantó,
no sin grandes esfuerzos, y echó a correr por el camino. Poco a poco, fue
reduciendo la velocidad de su insensata huida hasta marchar al paso, pero como
volviera a pensar que la congelación iba extendiéndose, emprendió de nuevo una
loca carrera.
El perro no lo dejaba,
le seguía pegado a sus talones. Y cuando vio que el hombre caía por segunda
vez, se sentó frente a él, se envolvió las patas delanteras con la cola, y se
quedó mirándole atentamente, con ávida curiosidad. Al ver al animal, protegido
por el abrigo que le proporcionaba la naturaleza, el hombre se enfureció y
empezó a maldecirle de tal modo, que el perro bajó las orejas con gesto humilde
y conciliador. Inmediatamente el viajero empezó a sentir escalofríos. Perdía la
batalla contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes,
insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y
seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a
tambalearse y volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando
recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve y se encaró
por primera vez con la idea de recibir la muerte con dignidad. Pero él no se
planteó la cuestión en estos términos, sino que se limitó a pensar que había
hecho el ridículo al correr de un lado a otro alocadamente como – éste fue el
símil que se le ocurrió – una gallina decapitada. Ya que nada podía impedir que
muriese congelado, era preferible morir de un modo decente.
Al sentir esta
nueva serenidad, experimentó también la primera sensación de somnolencia.
«Lo mejor que
puedo hacer -se dijo- es echarme a dormir y esperar así la llegada de la
muerte».
Le parecía que
había tomado un anestésico. Morir helado no era, al fin y al cabo, tan malo
como algunos creían. Había otras muertes mucho peores. Se imaginó a sus
compañeros en el momento de encontrar su cadáver al día siguiente. De súbito,
le pareció que estaba con ellos, que iba con ellos por el camino, buscándole.
El grupo dobló un recodo y entonces el hombre se vio a sí mismo tendido en la
nieve con la rigidez de la muerte. Estaba con sus compañeros, contemplando su
propio cadáver; por lo tanto, su cuerpo ya no le pertenecía.
Aún pasó por su
pensamiento la idea del tremendo frío que hacía. Cuando volviese a los Estados
Unidos podría decir lo que era frío… Después se acordó del veterano de Sulphur
Creek y lo vio con toda claridad, bien abrigado y con su pipa entre los
dientes.
-Tenías razón,
amigo; tenías razón -murmuró como si realmente lo tuviese delante.
Seguidamente se
sumió en el sueño más dulce y apacible de su vida.
El perro se
sentó frente a él y esperó. El breve día iba ya hacia su ocaso en un lento y
largo crepúsculo. El animal observaba que no había indicios de que el hombre
fuera a encender una hoguera, y le extrañaba, porque era la primera vez que
veía a un hombre sentado en la nieve de aquel modo sin preparar un buen fuego.
A medida que el crepúsculo iba avanzando hacia su fin, el animal iba sintiendo
más ávidamente el deseo de ver brotar las llamas de una hoguera. Impaciente,
levantaba y bajaba las patas anteriores. Luego lanzó un suave gemido y bajó las
orejas, en espera de que el hombre le riñese. Pero el hombre guardó silencio.
Entonces, el perro gimió con más fuerza y, arrastrándose, se acercó a su dueño.
Retrocedió con los pelos del lomo erizados: había olfateado la muerte. Aún
estuvo allí unos momentos, aullando bajo las estrellas que parpadeaban y
danzaban en el helado firmamento. Luego dio media vuelta y se alejó al trote
por la pista, camino del campamento, que ya conocía y donde estaba seguro de
encontrar otros hombres que tendrían un buen fuego y le darían de comer.
Enlaces al cuento
Versiones en español
Encender
una hoguera
Versión ilustrada
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To build a Fire
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