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Next Door*, un cuento de Alvaro Calix** Cuento ganador del I Certamen Literario Internacional Coquimbo 2016. Honduras



Suena el timbre, no es en mi apartamento, supongo que son los nuevos vecinos. Dos timbrazos cortos, espaciados; luego un par bastante largos. Por fin alguien abre la puerta, escucho ruido de tacones altos, sí, tacones altos entrando al apartamento, pasos cortos, presurosos. La puerta se cierra de golpe. Pasan de las doce de la noche, será mejor que me vaya a la cama, mañana podría ser un día ajetreado en la librería, mientras duren las rebajas en los textos de mercadeo y finanzas. Además, el tráfico sigue siendo un nudo por las reparaciones en el Puente Catarina. Quizás no va a ser una noche tranquila, los gritos desde la pieza de al lado comienzan a escalar, no alcanzo a entender que se están diciendo los tortolitos. La vajilla  se despedaza en el piso que imagino ha de ser de cerámica, como el mío. ¡Ya paren, por favor!
Me voy al dormitorio. Da lo mismo, la pared comunica directo con la sala del apartamento contiguo.  En la pared se estrellan a saber qué bólidos, quizá zapatos, bolsos, qué sé yo. El primer acto fue sin duda estridente, digno de una tragicomedia barata de las que pasan en el teatro de la esquina. Ya es hora de que no vuelva a poner mis pasos en ese entablado de medio pelo, por cómo están las cosas no vale andar tirando los pesos. Parece que la riña acabó, aprovecho para lavarme los dientes y ponerme la ropa de dormir que guardo en la funda de la almohada. No hay suerte, quién me manda a ser porfiado, vuelvo a escuchar un portazo que rebota en mis tímpanos, enseguida patadas y forcejeos para abrir la puerta de lo que supongo es el dormitorio de los simpáticos vecinos. La mujer se encerró en la habitación, presumo;su compañero quiere entrar a como dé lugar. Aunque podría ser al revés, cómo saberlo. De nuevo el palabreo, con ese tonillo tan coloquial que sisean los que vienen del oriente de este país; sigo sin entender de qué va la cosa.
Las voces se apagan y dan paso al llanto de la mujer, mejor cambio la palabra, bramidos. Cualquiera diría que la están quemando a las brasas. Al final la puerta cede a las embestidas, o será que la persona que está adentro la abrió a su riesgo. Los sentidos nos traicionan e hilamos lo que la mente quiere o puede completar, en este caso el resultado es el mismo: la puerta se abrió. Trazos cortos de silencio se mezclan cada tanto con gritos esporádicos, un ritmo moderado que no deja de ser tenso. Vuelve la marejada.Los objetos siguen chocando en la pared, esa que por desgracia linda con mi habitación. Adivino también el cristal de algún armario hecho astillas. Si al menos pudiese mudarme a un condominio No kids no Pets, pero este es el más barato que pude encontrar y aun así me jala medio salario, sin contar el pago de los servicios públicos. La guerra no da tregua, a ese paso van a derribar el tabique. Qué dirán los otros vecinos… Nadie va a decir nada, hasta donde sé en este piso, además de nosotros, solo vive la viejita del 508, la que se levanta antes de las siete para ir a caminar al parque del otro lado de la estación de buses. Es un parque pequeño, con el pasto alto; tiene un sendero al contorno que los visitantes aprovechan para trotar o caminar. También lo usan para sacar a pasear a los perros, pero alguna gente no limpia las heces y una vez, mejor dicho, la única ocasión que visité el parque me traje un recuerdo en la planta de los zapatos. A veces veo a la señora desde la ventana de mi cuarto, hay que ver como se afana en cuidar la figura, será que piensa vivir otro siglo. Lamento ser tan sangrón, en verdad debería reconocer el tesón de la septuagenaria, es probable que su corazón esté mejor que el mío, si juzgo por el cansancio que experimento cuando me animo a subir las gradas que dan a este quinto piso del condominio.
Quisiera pensar que es una rencilla ocasional,de esas que nublan de repente los días claros y que, pese al ventarrón, no pasan de ser chubascos. Si uno cavilase llega a la conclusión de que las discusiones son buenas de vez en cuando; quizás, aunque suene contradictorio,  me gustaría tener al lado una persona con quien disputar algún argumento o punto de vista sobre asuntos cotidianos. ¡Por Dios! no puedo dormir y la mujer lleva la peor parte.De cualquier modo, juzgo inoportuno salir y plantarme así como así a su puerta y decirles que dejen de fastidiar.  Dejo el dormitorio y voy a sentarme en la silla frente a la mesita del teléfono, es una mesita simpática, de cedro, casi nueva que me encontré en el mercado de pulgas. Ignoro cuál es el número de ellos. Pienso que es mejor llamar a la gendarmería del edificio, busco el número en la libretita marrón junto al aparato. Le doy vueltas a la cosa, al parecer no tengo otra opción. ¿Qué pasa?...marco y marco y nadie contesta, será que se volvió a dormir el centinela, cómo no va a despertarse con los timbrazos. Al otro lado, el llanto se reanuda. Ni modo, últimorecurso,telefonear a la policía;si se toma en cuenta que soy extranjero, no me conviene andar llamándola, es cierto, pero quién dudará de que este es un caso de fuerza mayor.
Tal como temí me pidieron el número y mi nombre, no sé mentir; además ellos saben desde que teléfono uno llama para poner la denuncia. Les repito la dirección: Condominio Tarqui, apartamento 504, Avenida Sucre y Nariño. Y está seguro de que no es un mal entendido de su parte, preguntaron al otro lado de la línea. Me quité el teléfono de los oídos y lo dirigí hacia la pared vecina, qué más evidencia, señor policía. Vuelvo a la cama, esta vez me pongo tapones en los oídos, fue una buena idea comprarlos el año pasado cuando vivía más al norte, en aquella manzana poblada de discotecas y bares que no cejaban en alborotar la paz de las noches. Hasta que tuve que mudarme. Bueno, de aquí en más el asunto queda en manos de la autoridad, ojalá que venga. Confieso que no es fácil conciliar el sueño;aunque se han espaciado los gritos, es cierto, encendieron la tele con el volumen al tope. Una película en la que para variar sobran los tiroteos. Aun así bostezo y caigo en un letargo que ajusta para descansar, aunque no logre dormir. Las balaceras tornaron a carcajadas y luego a presentaciones musicales, pero ya con un volumen que juzgo prudente. Esta vez el timbre suena en mi apartamento, eso creo. A tientas enciendo la luz de la lámpara de noche y me acomodo el pantalón de emergencias, busco la boina y camino hacia la entrada para ver quién vive. Me cuido de no destrabar la cadena de seguridad; el inspector se identifica cuando le pregunto su nombre. Su voz chillona, como la de los viejos discos rayados, casi me arranca una carcajada; muerdo los labios para contenerme. Abro y le digo que pase; prefiere quedarse afuera. Usted nos llamó para denunciar una riña en el edificio Sí, fui yo, en el departamento 504, como se los dije. ¿Seguro que no lo soñó?, mi compañero y yo estuvimos con la pareja y no vimos indicios de que hubiesen peleado o algo por el estilo, por cierto… ¿suele usted poner denuncias a la policía?, me imagino que usted vive solo. No… quiero decir, sí vivo solo, pero no acostumbro denunciar… de hecho es la primera vez. ¿De dónde es usted?, digo por el acento. Señor oficial, si quiere voy por mi pasaporte y mi permiso de trabajo; y le aseguro que esos dos se estaban dando en la madre, yo me preocupé por la mujer, no paraba de llorar. Bueno, amigo, nos tenemos que ir, cerciórese antes de poner una denuncia, no nos damos abasto y hoy parece ser un martes caliente, quién sabe por qué, seguro por el festival, no es cierto.
Durante la jornada en la librería, no dejé de bostezar cada tanto; la noche de ayer me pasó un poco la factura. Varias veces a lo largo del día pensé que la mujer del 504 a estas alturas habría colmado su valija y la imaginaba sola en el andén de la terminal esperando su bus de provincia. Para qué negarlo, también yo a veces me veo con la maleta parado en la estación tomando ese autobús que me devuelva al país de cuna, pero ya la vida está hecha y mejor prefiero sentarme en la banca y recordar el litoral, como dice la canción. También especulé si, por el contrario, ella se atrevió a denunciar al marido, hay que tener valor para hacerlo, aun en estos tiempos. Por momentos perdía de vista la línea divisoria entre mis ganas de dormir a pierna suelta y la sana preocupación por la suerte de la dama. Los dos intereses, creo, no se contraponen.
Qué alivio siento al poner el último cerrojo en la librería. Mi jefe tuvo hoy la cortesía de ofrecerme jalón. De paso a su casa, apenas tiene que desviarse unas cuadras para acercarme, el problema son las filas del tráfico en horas pico. Mi jefe es en realidad un buen jefe. A veces se compadece de este pobre empleado y se toma alguna deferencia conmigo; aunque lo que necesito es un aumento, si se me permite decir. Durante el viaje en el auto, él casi no me ha dirigido la palabra, no es que éste molesto o algo así. Deben ser esas deudas con el banco. Me bajo de su carro y camino medio kilómetro, más o menos. Las ciudades son cada vez más puros mercados, y escondidito en un palmo su centro histórico donde se ufana la gente de unas cuántas joyas de la corona. El resto es patético, calles abarrotadas de autos, gente enlatada en autobuses de regreso a casa y mercado, más mercado, puro mercado.
Llego a las siete y media al edificio de apartamentos, recién ha oscurecido. En el vestíbulo del edificio me quedo platicando un rato con Jonás, el guardia de turno;por cierto le pregunto si ayer tenían descompuesto el teléfono. Dice que no.Pronto la plática se desliza hacia el anuncio de la reparación de la cisterna de agua que van a hacer la semana que viene. El guardia me entrega la notificación y firmo en la ficha de control. Sugiere que tenga lista para el próximo jueves alguna cubeta en la que recaudar agua. No tengo cubetas y tendré que pensar en cómo hacerme de una, espero que no toque comprarla, para gastos estoy hasta la coronilla. Una pareja entra al edificio y sin saludar al guardia pasa directo a los elevadores;van abrazados,son una melcocha. Le pregunto a Jonás si se trata de nuevos inquilinos. Sí, responde, sus vecinos del 504. Volteo de prisa la mirada al ascensor, todavía están esperando que baje la cabina. ¿No los conoce todavía?, se sorprende el guardia. Sin dejar de verlos, le respondo a Jonás, usted sabe cómo es la vida en estos edificios, uno apenas media palabra con los vecinos. Los dos visten jean azules, de esos que tienen la apariencia de pantalones viejos sin serlo; lo parecen por los lamparones que les ponen en el diseño. Para una persona un poco aedada como yo, esas modas resultan temerarias. Noto que la mujer es medio morocha, más bien bajita y con una cabellera algo grande para su porte; esta vez no anda tacones, ahora calza tenis rojos, tendré que decir muy sucios, salpicados en el fango de a saber qué arrabal. El muchacho es apenas una pulgada más alto que la mujer, cara lampiña, con una camiseta ajustada sobre un cuerpo que deja entreverla afición por los gimnasios. ¿A qué se dedicará? Sus tenis, blancos con punta azul, distan de verse tan asquerosos como los de la joven. Son unas criaturas, no entiendo porque la gente se apresura a amarrarse, será que piensan que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina.A propósito de fin del mundo, cuánta gente hizo pucheros la semana pasada porqué ganó ese tal Trump… Tampoco la otra era buena ficha, y esa sí que era gatillo alegre. Ojalá la moneda se hubiese quedado en el aire. Como sea, no es mi problema, ni lo uno ni lo otro. Me despido del guardia.Antes de irme al apartamento, pienso que es buena idea pasar por la panadería que está justo al frente del edificio. Con el día que he tenido, apenas probé bocado.
Compro una hogaza de pan campesino, servirá para la cena y, con suerte, para el desayuno. Todavía está calientito, de la horneada de la tarde. No pierdo oportunidad y me quedo un rato en la panadería para tomarme un café con leche en una de las mesas acomodadas junto a la ventana, hoy están vacías. Desde aquí puedo ver todavía la costra parduzca del edificio de apartamentos, pide ya que le den una mano de pintura, aunque sea para eso les debería alcanzar la alícuota. En este local a veces encuentro a un señor, ya mayor él, que me saluda cuando quiere y, si anda de buenas,le da por contar sus aventuras de cuando vivió más de veinte años en Estados Unidos, en Baltimore para ser más preciso.En esa misma ciudad yo me la pase casi un año, hace ya un buen tiempo. Él anciano habla hasta por los codos, a mí se me da escuchar. Suelo pensar que me habla de una ciudad distinta a la que yo conocí, por poco me dice que las calles están pavimentadas con oro. Las ciudades se ven distintas según el punto cardinal donde uno esté. Baltimore es un caso muy especial. Pero esta vez toca beberme solo el café, mirando el penoso tráfico de la noche. Se la pasa uno bien aquí, es un lugar barato y el piso siempre está limpio. Lo mejor es que me queda a un paso. El dueño de la panadería me hace señas porque ya va a cerrar. Pago el café con el importe exacto. Al entrar al condominio, le digo buenas noches al guardia que releva a Jonás; no le sé el nombre, tengo que confesar;si lleva diez días es mucho. Siempre enfundado en su gorro pasamontañas, ocupa el lugar de Hilario que se fue así de repente, de un día para otro,  a ver si se le daba entrar a los Estados Unidos, porque a España no volvía ni loco, le escuche decir una vez. Sospecho que ahora muchos estarán asustados con ese  muro que “planean” construir en la frontera gringa. Pero a mí eso me da risa, no se dan cuenta que el muro hace tiempo está en pie. Quién quita y mañana sean ellos los que tengan que cruzar ríos, desiertos y saltar muros para refugiarse en el sur.
Por suerte, no tengo que esperar demasiado tiempo el ascensor. Ceno con el pedazo de pan y un poco de crema, repito otra tacita de café, esta vez sin leche ni azúcar. Como me gustaría ahorita acompañarlo con un par de rosquillas de Sabanagrande, sentir la fusión del queso con el maíz y deshacerlas en el café. Qué cosas se me ocurren, pronto será más fácil que las imprima en 3D que mandarlas a traer a mi país. Aunque estoy molido, pienso que es buena idea leer un rato la novela pendiente, un largo monólogo de un escritor que se apellida Chefjec. No es una novela de las que venden en mi librería ¡qué más quisiera yo!, me la trajo un amigo al que se le da viajar por el continente y no escatima a la hora de frecuentar las estanterías raras. Los ojos se me cierran y creo que voy a dormirme, aquí en el sofá, con la cortina corrida, mirando la ciudad y sus brotes de luces; o quizás me trasmute al parque del sur de Brasil de la novela entre mis manos. Ya me levantaré más tarde para cepillarme los dientes.
Al principio pensé que estaba soñando, acaso el policía de anoche tendría razón, pero compruebo lo contrario, que son reales, si es que eso puede ser dicho, los palabras fuera de tono y la renovada artillería en el cuarto de al lado. Esta vez no he escuchado tacones ni timbrazos. Bueno, admito que me dormí, por lo tanto no sé con certeza si esos dos incidentes se repitieron o no, el caso es que otra vez tengo que tragarme el bochinche. Es  la una de la mañana, no se mide la gente. Debo decir al menos que la pelea de esta noche entrevé menos revoluciones que la de ayer, igual uno no deja de alarmarse. Dudo si hoy debo también llamar a la policía, o quizás solo al guardia de turno de la planta baja. No lo tengo claro,tal vez esos muchachos necesitan sentarse con alguien que se las baraje, que les haga ver que nada, o casi nada, merece que perdamos los estribos. Total, la esferita gira queramos o no.Si yo supiese qué decirles, seguro lo haría, pero qué puede decirles un hombre encerrado entre las paredes de su apartamento y las de una librería venida a menos. Soy el menos indicado. Ahora que si no tuviera otro remedio, al menos les diría que se lo pensasen, que a ese ritmo van a detonar su guerra mundial y nada será capaz de reconciliarlos, que se la tomen con calma y vayan al parque a respirar el aire estival, que caminen por esas calles a media luz de la ciudad vieja y, solo después de ver la luna, se vayan luego a casa mirando las cosas con otra tonalidad. Pero quién soy yo para decirles nada. Además, la verdad, no debería importarme lo que ellos hagan, solo pido que por favor me dejen dormir. Buena falta me hace. En esos pensamientos me encuentra el sueño otra vez y no puedo evitar las ganas de cerrar los ojos. Mañana será otro día, eso dicen.
La cereza en el pastel, faltaba más, de nuevo les da por encender la televisión. Ahora son unos desaforados comentaristas de un canal latino en los Estados Unidos, no logran todavía reponerse del mazazo. ¡Madre mía!, sí son las cuatro de la mañana. Sospecho que hoy no podré librarme de las jaquecas que vienen tras una mala noche; pocos saben lo mucho que me cuesta ir a los velorios. Tampoco quiero tomar las pastillas que me recetó el último doctor que visite en el hospital. Estoy harto de las pastillas y de los jarabes. ¡Un momento!, sospecho que lo que me ha despertado no es la tele sino el ruido de sirenas allá afuera, qué lata da la gente con sus líos. Aunque no fuese en las zonas que están en boga,  con un poco más de billete alcanzaría para mudarme a sitios más distinguidos, así no cenase más que pan con crema. Pero a cómo va la librería pedir un aumento está en mandarín. Ruego que tampoco se trate de un incendio, porque huele a quemado, aunque el olor podría venir de las zacateras de los cerros aledaños. No hay verano en que no ardan, prenderles fuego parece ser deporte nacional. Dicen los más veteranos que el clima de estas sierras ya no es lo que era antes. Hasta la neblina se ha vuelto perezosa y se hace rogar para bajar a la meseta. Ojalá no sea un incendio. Sin encender la luz me asomo a la ventana, noto que hay una patrulla y una ambulancia enfrente del edificio. También escucho ruido en el pasillo, frente a mi apartamento. Si al menos en el condominio las puertas tuvieran mirillas para ver quién merodea o toca el timbre. Vestido aún con la ropa de ayerme levanto medio zonzo, busco la salida para abrir la puerta sin quitar la cadena de seguridad. Distingo un par de policías, no son los mismos de la otra noche. En seguida escucho el jaleo de radio-comunicadores, con sus pitidos entrecortados. Quién me manda de curioso, uno de los policías toca la puerta y me ordena salir. Vuelvo por mis sandalias y salgo al pasillo, el policía ya no está parado enfrente; me acerco ala baranda y de reojo noto la puerta entreabierta en casa de los vecinos del 504. Las luces están encendidas, hay varias personas adentro: policías, un par de enfermeros, y sentada en el sofá la septuagenaria del cuarto de enfrente. Avanzo unos pasos y desde el umbral de la puerta veo a la mujer de cabellera enorme, con una bata rosa, sentada en el piso contra la pared. Sus piernas están arqueadas, cabeza gacha, con las manos tapándose la cara. Sale el policía y me empieza a preguntar lo obvio. Solo puedo decirle que tuve un día pesado en el trabajo y me dormí como un tronco. Usted fue él que llamó ayer a la estación, verdad. Sí, fui yo. ¿Por qué no volvió a telefonear anoche?... Debió hacerlo. No… oficial, es que…usted sabe,antenoche sus compañeros vinieron de puro gusto y… la verdad,ayer no escuché nada que se diga sospechoso, así que me dormí. Tendrá que acompañarnos a la comisaría.  Está bien, si usted lo ordena.
Les pido autorización para ir a medio asearme y buscar una mudada limpia. Cinco minutos, no más, responde el otro oficial sin verme a la cara.  Entro a mi pieza, pienso en hablarle al dueño de la librería, al final decido que mejor no, es muy temprano; aunque no dispongo de saldo en el teléfono móvil, supongo que será fácil conseguir una llamada desde la comisaría. Me alisto tan pronto como pueden durar los cinco minutos, salgo de nuevo. Ojalá no tomen fotografías. Le pongo seguro a la puerta y vamos a ver qué pasa. Por el pasillo sacan el cuerpo en camilla, envuelto en una sábana blanca. Es increíble cómo ganó Trump.



* Cuento ganador del  I Certamen Literario Internacional Coquimbo 2016, (rama de cuento), Revista Coquimbo, Honduras. 
** Alvaro Calix, escritor hondureño. 

Ilustración del post, Plaza de las palabras.