En esta ocasion Plaza de las palabras, siguiendo con la serie de Tres escritoras universales: Mansfield, Denisen y Munro,https://plazadelaspalabras.blogspot.com/2016/11/tres-cuentistas-niversalesmansfieldden.html y con la
publicación del cuento La Mosca de K.Mansfild, continuando con la serie, ahora
se presenta el cuento de Isak Denisen: El Festín de Babette.
Reseña
Erase una vez en el siglo XIX, “En
Noruega hay un fiordo –o brazo de mar largo y estrecho entre altas montañas-
llamado de Berlevaag. Al pie de las
montañas, el pequeño pueblecito de Berlevaag parece de juguete, una construcción de
pequeños tacos de madera pintados de gris, amarillo, rosa y muchos otros
colores.” En ese pueblito rodeado de montañas y y enclavado en un fiordo,
y en una casa amarilla vivían dos hermanas Martina y Philipa bautizadas así en honor
a Martin Lutero y a su amigo Philip Melanchton, hermanas quienes empleaban su
tiempo y sus escasos ingresos en realizar
obras de caridad. A las que se les uniría
como ama de llaves y cocinera Babette
Hersant, una joven francesa, que llego por recomendación,
después de haber perdido a su esposo e hijo en las revueltas de la comuna de
Paris. Pero que en muy pocas palabras
les cambiaria la vida, en el trascurso de una cena. El cuento trata de la vida,
las decisiones que se toman, la renuncia al amor, la redención de esas
elecciones. Pero también de la confraternidad comunitaria en un pequeño pueblo.
Si
algo sorprende de este magistral cuento de Isak Denisen, es la simpleza argumental
y de lenguaje; la sencillez de la
grandeza.
El argumento de una mujer que presta sus servicios en
una casa, no es único y ha sido utilizado de una u otra forma en varios cuentos
conocidos del siglo XIX y XX. Aquí el punto en
“El Festín de Babette”, es su apoteosis, y su final en que sin saber mucho,
los invitados a la cena tienen su revelación, su pequeña epifanía para utilizar
un recurso que se da en algunos de los cuentos de Alex Munro. Pero en el cuento
“El Festín”, esta epifanía es colectiva. Desde un argumento más paralelo el
cuento de Isak Denisen, nos trae a la mente varias escenas y recorridos
similares en “Un corazón Sencillo” de
Flaubert. O “Los buenos servicios” de Cortázar. Por supuesto con temáticas y
ambientaciones totalmente diferentes pero que en su eje central hay un personaje,
que como especie de domestica, presta sus servicios a los dueños de casa. En Flaubert
es la abnegada Felicite, en Cortázar es Francinet, y en Denise es
Babbette. Pero hay otro cuento, también
que tiene una escena que aunque sea por un tramo tiene similitudes con el cuento de Denisen. El cuento de Joyce “Los
muertos”. En este cuento de Joyce hay también una cena, aunque navideña. En que
los invitados de una u otra forma, reciben una epifanía y es una mujer Gretel,
quien recuerda un amor de juventud. En “El
festín de Babette”, también hay en esa cena recuerdos de amores idos. También
hay una trasformación en los personajes. En el cuento de Joyce, el narrador los
pasa como vivos y muertos. En El festín en la cena se recuerda a los vivos y a los
muertos. Pero los personajes de la cena salen
más vivos y purificados.
El cuento, a pesar de su extensión, tiene
visos de minimalista, precisamente no hay descripciones ambientales de la casa. En su mayoría es la narración de los
personajes la que llena el espacio. Si
hay alusiones al clima, pero son pocos los objetos o escenarios que se describen, el escenario principal es la
casa de Philipa y Martine, quienes son hermanas y viven en una casa amarilla. Ellas
solo se visten de negro o de gris. Ambas eran muy queridas en el pueblo e hijas del deán, ya
fallecido, muy respetuoso y respetado
como líder de orientación luterana. Y que era considerado en la pequeña
comunidad por su feligresía, los Hermanos
y las Hermanas, como una especie de reverendo y profeta, que incluso
algunos veían como milagroso; y a quien todos llamaban El Maestro. Quien con su
ejemplo había evitado los placeres del mundo y por lo tanto con una fuerte y
solida vocación de caridad por los menesterosos, virtud heredada e inculcada en
sus hijas. El Dean afirmaba “La
Verdad y la Misericordia, queridos hermanos, se han abrazado”(…) “La Rectitud y
la Bienaventuranza se han besado.” Era un hombre de acción conductual y de
frases orientadoras, también decía “Las
únicas cosas que podemos llevarnos con nosotros de esta vida en la tierra son
aquellas de las que nos hemos desprendido”
El cuento esta dividido en 12 capítulos donde de poco a poco se va preparando el ambiente para la culminación de la narración. Van
pasando las dudas de las hermanas sobre Babette, la austeridad y recato de
Babette, quien se convierte en una fiel y eficiente cocinera que poco a poco
también se gana el cariño de los lugareños. En el trascurso de la narración
cada una de las hermanas se le presenta
la oportunidad del amor, misma que por la razón que sea no se consuman. Y quizá
el personaje más importante pero a su vez misteriosos es el de la misma Babette,
en el transcurso del cuento se dan algunos datos de su origen. Pero nunca termínanos
de entender la disposición sicológica de Babette y sus motivos. Durante doce
años de servir y vivir con la pareja de hermanas, nunca solicito un favor,
hasta que les pidió preparar una cena para conmemorar los 100 años del
nacimiento del Deán, “preparar una cena
francesa, una verdadera cena francesa”, Estas con ciertas inquietudes se lo concedieron.
Pero para ellas, enfundadas en el más puro calvinismo,
“la
vida lujosa era pecado” La cena
es el punto extremo de la narración. En que se dan una serie de pequeños
cambios en los personajes, durante la cual “El
tiempo mismo se había fundido en eternidad”, mas adelante en la narración “Se les
había concedido una hora de eternidad”. Que nos recuerda aquel personaje de
Borges, en “El milagro secreto” acerca de un escritor condenado a muerte que no ha
podido terminar su obra: un drama. Y
invoca a Dios para que le de el tiempo suficiente para terminar su obra.
Pero en El festín ese tiempo es real e inconsciente. Y todo
trascurre en la cena y después de la cena, ya marchándose, con otro semblante y
disposición mental en que: “Era
maravilloso para todos ellos haberse vuelto como niños”.
Desde una perspectiva piadosa Babette, es un
instrumento humano abnegado y generoso, para revelar un estado de gracia en los
personajes del cuento. Pero nunca hay una externalidad de parte de ella, a no ser
el extraña motivo de querer brindar a
sus amas una cena con el producto que había obtenido de ganarse la lotería. La situación
podría parecer atípica o poco razonable. Porque bien con ese dinero pudo haber
regresado a Francia. Pero ella dice que allá todos están muertos. “Todos han
desaparecido. Los he perdido a todos”, exclama Babette, refiriéndose a sus
amigos y enemigos. Al final explaya una de sus pocas caracteres, cuando dice:”
-¡Yo
soy una gran artista “. A la replica
de las hermanas que le dicen que al haber gastado el premio ganado, en la cena,
será pobre. Babette contesta: “No, nunca
seré pobre. Ya es he dicho que soy una gran artista. Una gran artista,
Mesdames, jamás es pobre. Tenemos algo, Mesdames, sobre lo que los
demás no saben nada.” Es pues una revelación en que la misma Babette se
define como artista y esa es la única declaración que hay en todo el cuento de
lo que era Babette, de su personalidad, de su motivación existencial. Pero aún así
hay factores o condicionantes en la personalidad de Babette que están más allá
del entendimiento o de la expresividad. Un halo de silencio rodea a Babette, un personaje minimalista.
Artista de la cocina, la preparación de la cena, la pasión de una
artista culinaria, pero también detrás de eso una artista que veía en su obra,
el carácter generoso del mundo. Babette es la única en la cena que no come sentada a la mesa. Ni siquiera
se menciona en el cuento si ella comió esa noche en la cocina. Esta intención coloca a Babette en una persistente vocación, a toda prueba, aun a costa de su sacrificio. El amor por amor al arte. El resultado de su obra,
lo que pasa en la cena, que no solo es una comida física, sino que entrelineas
se va desarrollando un banquete espiritual: “esta mujer está convirtiendo una cena en el Café
Anglais en una especie de aventura amorosa…,en una aventura sentimental de esa
noble y romántica categoría en la que uno ya no distingue entre el apetito
corporal o espiritual” Entonces
Babette sin comer, nos recuerda esa otra alegoría del artista, escrita por
Kafka: “El artista del Hambre”, ahí el asunto es un ayuno, en Babette es una opulenta cena, pero desde la visión de
Babette y de la del artista del hambre.
Hay un encuentro: el artista en su lucha por mantener su visión artística, sea
desde un apostolado, un éxtasis místico o una alegoría existencial o
metafísica. Babette es fiel a su destino, pero por algún lado también Denisen
afirmo que el escritor debería ser fiel con sus personajes.
Pero por supuesto las posibilidades no se agotan ahí. ¿Quién
es Babette?, además de una artista de la vida. Un alter ego de la propia Isak
Denisen, o quizá un ser especial: un ángel trasmitiendo un mensaje o cumpliendo
una misión. Son posibilidades, Babette artista y Denisen artista. Ambas pierden
el amor se su vida. Babette en el Paris comunero del Siglo XIX, y Denisen en
Africa. Babette se salva o intenta
salvarse por su obra altruista y Denisen renuncia al mundo por su obra
literaria. Babette es fiel a su vocación y también lo fue Denisen. Pero también,
aun con esta hipótesis, hay algo más allá. En un pasaje del cuento, se describe
lo único físico de Babette”. Su semblante
sereno y su mirada firme y profunda tenían fuerza magnética; bajo sus ojos las
cosas se ordenaban, calladamente, ocupando ellas solas su lugar. Su actitud
de no pedir nada, su mutismo casi exasperante, su rigor durante doce años de
servicio la convierten en algo especial. Algo quizá humano y angelical. Su voz
fue como una canción. Al final del cuento una de las hermanas se funde en un
abrazo con Babette, y esta le dice a Babette: “En el Paraíso (…) ¡Ah, cómo deleitará a los ángeles!”
Finalmente, solo agregar que sobre este cuento hay una
película de Geoges Axel, cineasta francés, que realizo la película, y que fue
ganadora del Oscar a la mejor película extranjera en lengua No Inglesa. (1988).
El festín de Babette fue la primera
película danesa basada en una historia de Blixen. Película que el Papa Francisco en algún
momento y en algún lugar llego a decir que era una de sus películas preferidas.
Cuento
El Festín
de Babette de Isak Denisen
11949
palabras
I. Dos
damas de Berlevaag
En Noruega hay un fiordo –o brazo de mar largo y
estrecho entre altas montañas- llamado de Berlevaag. Al pie de las montañas, el pequeño pueblecito
de Berlevaag parece de juguete, una construcción de pequeños tacos de madera
pintados de gris, amarillo, rosa y muchos otros colores.
Hace sesenta y cinco años, vivían dos damas en una de
las casas amarillas. En aquel entonces, las señoras llevaban polisón, y estas
dos hermanas podían haberlo llevado con tanta gracia como cualquier otra, ya
que eran altas y esbeltas. Pero jamás
poseyeron ningún artículo de moda; toda la vida vistieron solemnemente de gris
o de negro. Fueron bautizadas Martine y Philippa por Martín Lutero y Philip
Melanchton. El padre había sido deán y profeta, fundador de un piadoso grupo o
secta religiosa que fue conocida y considerada en todo el país de Noruega. Sus
miembros renunciaban a los placeres de este mundo, ya que para ellos la tierra
y cuanto contenía no eran sino una especie de ilusión, mientras que la
verdadera realidad estaba en la Nueva Jerusalén, por la que suspiraban. No
juraban en absoluto, sino que su comunicación era sí sí y no no, y se trataban
entre ellos de Hermanos y Hermanas.
El deán se había casado tardíamente y había muerto ya.
De año en año, sus discípulos se volvían más escasos, más canosos o calvos, y
más duros de oído; incluso se volvían algo quejumbrosos y enojadizos, de modo
que llegaban a producirse pequeños cismas en la congregación. Pero aún seguían
reuniéndose para leer e interpretar la palabra divina. Todos conocían a las
hijas del deán desde pequeñas; incluso ahora seguían siendo muy pequeñas para
ellos, y queridas a causa del padre. Notaban que, en la casa amarilla, el
espíritu del Maestro estaba con ellos; aquí se sentían a gusto y en paz.
Estas dos damas tenían una criada francesa, Babette.
Resultaba extraño, en un par de puritanas de un pueblecito noruego; el hecho
parecía incluso requerir una explicación. La gente de Berlevaag encontraba esa
explicación en la piedad y bondad de corazón de las hermanas. Porque las hijas
del viejo deán consagraban su tiempo y sus pequeños ingresos a las obras de
caridad; ningún ser afligido o desventurado llamaba en vano a su puerta. Y
Babette había llegado a esa puerta hacía doce años, fugitiva y sin amigos, y
casi loca de aflicción.
Pero la verdadera razón de la presencia de Babette en
la casa de las dos hermanas hay que buscarla más atrás en el tiempo, y más
profundamente en el dominio de los corazones humanos.
II. El amor
de Martine
De jóvenes, Martine y Philippa habían sido
extraordinariamente bonitas, con esa belleza casi sobrenatural de los frutales
en flor o de las nieves perpetuas. Jamás se las vio en bailes y fiestas; pero
la gente se volvía a mirarlas cuando pasaban por la calle, y los chicos de
Berlevaag iban a la iglesia a verlas deambular por la nave. La más joven tenía
también una voz preciosa con la que, los domingos, llenaba la iglesia de
dulzura. Para la congregación del deán, el amor terreno y con él el matrimonio,
era asunto trivial, mera ilusión; sin embargo, es posible que más de uno de
aquellos Hermanos mayores apreciase a las jóvenes hermanas mucho más que a los
rubíes, y se lo hubiese sugerido así a su padre. Pero el deán había declarado
que en lo que atañía a su vocación, sus hijas eran para él como la mano derecha
y la mano izquierda. ¿Quién querría privarle de ellas? Y así, las preciosas
jóvenes fueron educadas en un ideal de amor celestial; estaban totalmente
imbuidas de él, y no se dejaban rozar por las llamas de este mundo.
Sin embargo, turbaron el corazón de dos caballeros que
pertenecían al mundo exterior de Berlevaag.
Uno de ellos fue un joven oficial llamado Lorens
Loewenhielm, que había llevado una vida alegre en la ciudad de su guarnición y
había contraído deudas. En 1854, cuando Martine contaba dieciocho años y
Philippa diecisiete, el irritado padre de este joven mandó a su hijo a pasar un
mes con su tía, en una vieja casa de campo de Fossum, próxima a Bervlevaag, a
fines de que tuviese tiempo para meditar y mejorar sus costumbres. Un día cogió
el caballo, fue al pueblo, y vio a Martine en la plaza del mercado. Bajó la
mirada hacia la preciosa joven; y ella alzó los ojos hacia el apuesto jinete.
Martine acabó de cruzar; y cuando hubo desaparecido, el joven Loewenhielm no
supo si creer a sus propios ojos.
Existía una leyenda en la familia Loewenhielm según la
cual, hacía mucho tiempo, un caballero de este apellido se había casado con una
Huldre, espíritu femenino de las montañas de Noruega, tan hermoso, que el aire
de su alrededor tiembla y resplandece. Desde entonces, los miembros de la
familia tenían de cuando en cuando destellos de clarividencia. Hasta ahora, el
joven Lorens no había notado ningún don espiritual particular en su propia
naturaleza. Pero en este momento surgió ante sus ojos la visión súbita y
poderosa de una vida más pura y superior, sin acreedores, cartas de apremio ni
sermones paternos, sin secretos y desagradables remordimientos de conciencia, y
con un ángel dulce y de cabellos dorados que le guiara y recompensase.
Por medio de su piadosa tía consiguió ser recibido en
casa del deán, y vio que, sin la cofia, Martine era más bella todavía. Siguió
su esbelta figura con ojos adoradores, pero detestó y despreció la impresión
que él mismo causaba en la proximidad de ella. Se sentía asombrado y
estupefacto al comprobar no era capaz de encontrar nada en absoluto que decir,
ni inspiración alguna en el vaso de agua que tenía ante sí. “La Verdad y la
Misericordia, queridos hermanos, se han abrazado” dijo el deán. “La Rectitud y
la Bienaventuranza se han besado.” Y el joven pensó en el momento en que él y
Martine podrían abrazarse y besarse. Repitió su visita una y otra vez, y en
cada una de ellas le parecía que se iba haciendo más pequeño, insignificante y
despreciable.
Cuando por la noche regresaba a casa de su tía,
arrojaba sus brillantes botas de montar, de una patada, al fondo de la habitación, apoyaba la cabeza
sobre la mesa y lloraba.
El último día de su estancia hizo un último intento de
confesarle a Martine sus sentimientos. Hasta entonces, le había sido fácil
decirle a una bella que la amaba; pero ahora se le pegaban las tiernas palabras
en la garganta cuando miraba el rostro de la joven. Tras despedirse de los
demás, Martine le acompañó a la puerta con una vela en la mano. La luz brillaba
en la boca de ella y proyectaba hacia arriba la sobra de sus largas pestañas.
Estaba a punto de dejarla, preso de muda desesperación, cuando le acogió la
mano, en el umbral, y se la llevó a los labios.
-¡Me voy para siempre! –exclamó-. ¡Nunca más la volveré
a ver! ¡Pues aquí he aprendido que el Destino es riguroso, y que en este mundo
hay cosas que son imposibles!
Cuando estuvo de nuevo en el pueblo de su guarnición,
consideró concluida su aventura, y comprobó que no le gustaba pensar en ella.
Mientras los jóvenes oficiales hablaban de sus lances amorosos, él guardaba
silencio sobre el suyo. Porque, contemplada desde la sala de oficiales, y a
través de los ojos de éstos, por así decir, la aventura era lastimosa. ¿Cómo es
posible que un teniente de húsares se hubiese dejado derrotar por un puñado de
sectarios descontentos encerrados en una habitación sin alfombras de la casa de
un viejo deán?
Y entonces sintió miedo; el pánico se apoderó de él.
¿Era la locura familiar, que aún prolongaba en él el sueño de una joven tan
hermosa que hacía que el aire de su alrededor resplandeciese de pureza y de
santidad? No quería ser un soñador; quería ser como sus camaradas oficiales.
Así que procuró serenarse, y con el esfuerzo más
grande que había hecho en su joven vida, decidió olvidar lo que le había
acontecido en Berlevaag. En lo sucesivo, decidió, miraría hacia delante, no
hacia atrás. Se concentraría en su carrera, y quizá llegara el día en que
causase una espléndida impresión en un mundo brillante.
Su madre se sintió gratamente sorprendida ante los
resultados de su estancia en Fossu, y escribió a la tía expresándole su
agradecimiento. No sabía por qué extraños y sinuosos caminos había alcanzado su
hijo su concepto moral de la felicidad.
El joven y ambicioso oficial llamó muy pronto la
atención de sus superiores e hizo progresos extraordinariamente rápidos. Fue
enviado a Francia y a Rusia; y a su regreso se casó con una dama de honor de la
reina Sophia. Se desenvolvía con gracia y donaire en estos círculos elevados, contento
con su ambiente y consigo mismo. Y en el transcurso del tiempo sacó provecho
incluso de las palabras y comentarios de casa del deán que se le habían quedado
en la memoria, ya que la devoción estaba ahora de moda en la corte.
En la casa amarilla de Berlevaag, Philippa sacaba a
relucir el tema del joven apuesto y callado que tan súbitamente había hecho su
aparición y tan súbitamente había vuelto a desaparecer. La hermana mayor le
contestaba entonces dulcemente, con semblante sosegado y sereno, y encontraba
otras cosas de qué hablar.
III. El
amor de Philippa
Un año más
tarde llegó a Berlevaag una persona aún más distinguida que el teniente
Loewenhielm.
El gran cantante Achille Papin, de París, había
cantado durante una semana en el Royal Opera de Estocolmo y había entusiasmado
a su auditorio igual que en todas partes. Una noche, una dama de la corte,
imaginando una aventura con el artista, le había descrito el paisaje grandioso
y agreste de Noruega. Su naturaleza romántica se conmovió con el relato, y a su
regreso a Francia había querido pasar por la costa de Noruega. Pero se sintió
pequeño ante los sublimes escenarios naturales; y como no tenía con quién
hablar, se sumió en una melancolía que le hacía verse a sí mismo como un viejo,
al final de su carrera, hasta que un domingo, no ocurriéndosele otra cosa que
hacer, entró en la iglesia y oyó cantar a Philippa.
Entonces, en un instante, se dio cuenta de todo, y lo
comprendió. Porque aquí estaban las cumbres nevadas, las flores silvestres y
las blancas noches nórdicas, traducidas a su propio lenguaje de la música, y
traídas para él en la voz de una joven. Igual que Lorens Loewenhielm, tuvo una
visión.
“¡Dios Todopoderoso!”, pensó. “Tu poder es ilimitado,
y Tu piedad llega a las nubes. Aquí hay una prima donna de la ópera que pondrá
París a sus pies.”
Achille Papin era por entonces un hombre apuesto de
cuarenta años, con el cabello negro y ondulado, y una boca roja. La idolatría
de las naciones no le había estropeado; era una persona bondadosa y honesta
consigo misma.
Fue directamente a la casa amarilla, dio su nombre
–cosa que el deán no le dijo nada- y explicó que había venido a Berlevaag por
motivos de salud, y que durante ese tiempo le encantaría tomar a la joven
señorita como discípula.
No mencionó la Ópera de París, pero describió con todo
detalle cuán maravillosamente podría la señorita Philippa cantar en la iglesia,
para gloria de Dios.
Por un momento, se olvidó de sí mismo; pues cuando el
deán le preguntó si era católico romano, contestó de acuerdo con la verdad, y
el viejo clérigo, que jamás había visto a un católico romano, se puso un poco
pálido. No obstante, el deán se sintió complacido de poder hablar en francés,
ya que le recordaba sus tiempos jóvenes en que estudiaba las obras del gran
escritor luterano francés, Lefébre d´Etamples. Y como nadie podía resistirse a
Achille Papin cuando ponía su empeño en una cosa, al final el padre dio su
consentimiento y le comentó a su hija: “Los senderos de Dios recorren los mares
y las montañas nevadas, donde el ojo del hombre no puede descubrir rastro
alguno.”
Así que el gran cantante francés y la joven noruega se
pusieron a trabajar. Las esperanzas de Achille se convirtieron en certidumbre y
su certidumbre en éxtasis. Pensó: “Me equivocaba al creer que estaba
envejeciendo. ¡Aún tengo ante mí nuevos triunfos! ¡El mundo creerá una vez más
en los milagros cuando cantemos juntos ella y yo!”.
Un rato después, no pudo guardarse para sí sus sueños,
y se los contó a Philippa.
Ella, dijo, se elevaría como una estrella por encima
de todas las divas del pasado y del presente. El emperador y la emperatriz, los
príncipes, las grandes damas y los bels sprits de París la escucharían con
lágrimas de emoción. El pueblo llano la adoraría también, y ella llevaría consuelo y fortaleza a los
oprimidos. Cuando saliese del Grand Opera del brazo de su maestro, la multitud
desengancharía los caballos de su coche, y ella misma la llevaría al Café
Anglais, donde la aguardaría una espléndida cena.
Philippa no repitió estas esperanzas a su padre ni a
su hermana, y ésta fue la primera vez en su vida que tuvo un secreto para
ellos.
El profesor dio luego a su discípula el papel de
Zerlina de la ópera de Mozart Don Giovanni, a fin de que lo estudiase. Él
mismo, como había hecho frecuentemente, cantó la parte de don Giovanni.
Jamás había cantado Achille Papin como lo hacía ahora.
En el dúo del segundo acto –llamado dúo de la seducción- sintió que le elevaban
del suelo la música celestial y las voces celestiales. Cuando acabó de apagarse
la última nota, cogió las manos de Philippa, la atrajo hacia sí y la besó
solemnemente, como el esposo podría besar a la esposa ante el altar. Luego la
dejó ir. Porque el instante era demasiado sublime para que ninguno de los dos
dijese una palabra o hiciese un movimiento; el propio Mozart les contemplaba a
los dos desde lo alto.
Philippa regresó a casa, le dijo a su padre que no
quería dar más lecciones y le pidió que le escribiese a monsieur Papin
comunicándoselo así.
El deán dijo:
-Los senderos de Dios cruzan también los ríos, hija
mía.
Cuando Achille recibió la carta del deán, se quedó
inmóvil, sentado, durante una hora. Pensó: “Me he equivocado. Mis días han
terminado. Nunca más seré el divino Papin. ¡Y este pobre jardín plagado de
malas yerbas ha perdido a su ruiseñor!”
Poco después, pensó: “No sé qué le pasará a esa
lagarta; ¿la llegué a besar por casualidad?”
Al final pensó: “¡He perdido mi vida por un beso, y no
recuerdo en absoluto haberla besado! ¡Don Giovanni besó a Zerlina, y es Achille
Papin quien lo paga! ¡Este es el destino de los artistas!”
En casa del deán, Martine percibía que el asunto era
más hondo de lo que parecía, y escrutaba la cara de su hermana. Por un momento,
temblando ligeramente, imaginó también que el caballero católico romano pudo
haber tratado de besar a Philippa. No imaginaba que quizá su hermana se había
sorprendido y asustado por algo propio de su naturaleza.
Achille Papin tomó el primer barco que salía de
Berlevaag.
Las dos hermanas hablaron poco de este visitante del
gran mundo; carecían de palabras con las que hablar de él.
IV. Una
carta de Paris.
Quince años más tarde, una lluviosa noche de junio de 1871,
la cuerda de la campanilla de la puerta recibió tres tirones violentos. Las dueñas
de la casa abrieron a una mujer voluminosa, morena, mortalmente pálida, con un
lío en el brazo, la cual se les quedó mirando, dio un paso y se desplomó en el
umbral presa de un mortal desmayo. Cuando las asustadas damas consiguieron que
volviese en sí, y se hubo incorporado, les lanzó una mirada con sus ojos
hundidos, y sin decir una sola palabra, hurgó en sus ropas mojadas, extrajo una
carta y se las tendió.
La carta iba dirigida a las dos, pero estaba escrita
en francés. Las dos hermanas juntaron sus cabezas y la leyeron. Rezaba así:
“¡Mis queridas señoras!:
¿Se acuerdan de mí? ¡Ah, cuando pienso en ustedes,
siento el corazón inundado de lirios silvestres de los valles! ¿Podrá el
recuerdo de la devoción de un francés inclinar sus corazones a salvar la vida
de una francesa?
La portadora de esta carta, Madame Babette Hersant, al
igual que mi hermosa emperatriz, ha tenido que huir de París. La guerra se ha
desatado en nuestras calles. Las manos francesas han derramado sangre francesa.
Los nobles communards, al levantarse
en defensa de los Derechos del Hombre, han sido aplastados y aniquilados. El
esposo y el hijo de Madame Babette, eminentes peluqueros los dos, han muerto.
Ella misma fue detenida por pétroleuse (palabra
empleada aquí para designar a las mujeres que pegan fuego a las casas con
petróleo) y ha escapado por los pelos de las sangrientas manos del general
Galliffet. Ha perdido cuanto tenía y no se atreve a permanecer en Francia.
Tiene un sobrino que va de cocinero en el barco Anna
Colbioernsson, con destino a Cristianía (que es, creo, la capital de Noruega),
el cual tiene una oportunidad de embarcar a su tía. ¡Se trata de su último
recurso!
Sabedora de que yo visité una vez ese magnífico país
que tienen ustedes, acude a mí, me pregunta si hay buena gente en Noruega, y de
ser así, me pide que le proporcione una carta para esas personas. Las dos
palabras, “buena gente”, traen inmediatamente a mis ojos la imagen de ustedes,
sagrada en mi corazón. Se las envío. No sé cómo irá de Cristianía a Berlevaag,
ya que he olvidado el mapa de Noruega. Pero es francesa, y como descubrirán por
ustedes mismas, aún le queda capacidad para desenvolverse, dignidad y auténtico
estoicismo.
La envidio en su desesperación: va a ver el rostro de
ustedes.
Cuando le den misericordiosa acogida, mándenme a
Francia un pensamiento misericordioso.
Durante quince años, señorita Philippa, he lamentado
que su voz no llenara el gran Teatro de la Ópera de París. Cuando esta noche
pienso en usted, sin duda rodeada de alegre y adorable familia, y en mí, gris,
solo, olvidado de quienes en otro tiempo me aplaudieron y adoraron, me digo que
quizá ha elegido usted el mejor papel en esta vida. ¿Qué es la fama? ¿Qué es la
gloria? ¡La tumba que nos espera a todos!
¡Sin embargo, mi malograda Zerlina, sin embargo,
soprano de las nieves!…Mientras escribo esto, siento que la tumba no es el
final. Sin duda oiré otra vez su voz en el Paraíso. Allí cantará, sin temores
ni escrúpulos, como Dios quiso que cantara. Allí será la gran artista que Dios
quiso que fuera. ¡Ah, cómo embelesará a los ángeles!
Babette sabe cocinar.
Les ruego, señoras, que se dignen a recibir el
testimonio de gratitud de éste que en
otro tiempo fue su amigo,
Achille Papin.”
Al final de la página, a modo de postdata, venían
pulcramente escritos los dos primeros compases del dúo de Don Giovanni y
Zerlina.
Hasta ahora, las dos hermanas sólo habían tenido a una
pequeña sirvienta que les ayudaba en la casa, comprendiendo que no podían
permitirse mantener una ama de llaves madura y experta. Pero Babette les dijo
que ella serviría a la buena gente de monsieur Papin sin cobrar salario alguno,
y que no serviría a nadie más. Si la rechazaban, se moriría. Babette permaneció
en casa de las hijas del deán doce años, hasta la época de este relato.
V- Vida
callada.
Babette había llegado ojerosa y con la mirada
extraviada como un animal acosado; pero en este ambiente nuevo y amable, no
tardó en adquirir todo el aspecto de una criada respetable y digna de
confianza. Había parecido una pordiosera; resultó ser una conquistadora. Su
semblante sereno y su mirada firme y profunda tenían fuerza magnética; bajo sus
ojos las cosas se ordenaban, calladamente, ocupando ellas solas su lugar.
Sus amas, al principio, temblaron un poco, como le había
ocurrido al deán en otro tiempo, ante la idea de acoger a una papista bajo su
techo. Pero no quisieron atormentar a un ser humano que había sufrido ya tanto,
catequizándola; por otra parte, tampoco se sentían muy seguras con su francés.
Acordaron en silencio que el mejor medio de convertir a la criada era con el
ejemplo de una buena vida luterana. En este sentido, la presencia de Babette en
la casa se convirtió, por así decir, en acicate moral para sus habitantes.
Desconfiaron de la afirmación de monsieur Papin de que
Babette sabía cocinar. En Francia, ellas lo sabían, la gente comía ranas.
Enseñaron a Babette a preparar un plato de bacalao, y sopa de pan con cerveza;
durante la demostración, el semblante de la francesa se mantuvo absolutamente
inexpresivo. Pero una semana después, Babette preparaba el bacalao y la sopa
tan bien como cualquiera de los nacidos y criados en Berlevaag.
La idea del lujo y el derroche franceses casi había
alarmado a las hijas del deán. El primer día de entrar Babette en servicio, la
llamaron y le explicaron que eran pobres y que para ellas la vida lujosa era
pecado. Su misma comida debía ser lo más sencilla posible; eran los cubos de
sopa y los cestos de pan de sus pobres lo que importaba. Babette asintió con la
cabeza; de joven, contó a sus señoras, había sido cocinera de un viejo
sacerdote que era un santo. Al oír esto, las hermanas decidieron superar en
ascetismo al sacerdote francés. Y pronto descubrieron que desde el día en que
Babette se hiciera cargo de la casa, los gastos se habían reducido
milagrosamente, y los cubos de sopa y los cestos de pan adquirieron un nuevo y
misterioso poder para estimular y fortalecer a sus pobres y enfermos.
El mundo exterior a la casa amarilla llegó a reconocer
también las excelencias de Babette. La refugiada no consiguió aprender a hablar
nunca la lengua de su nuevo país; pero en un noruego imperfecto, regateaba los
precios a los tenderos más inflexibles de Bervelaag. En el muelle y en el
mercado le tenían temor.
Los viejos Hermanos y Hermanas, que al principio
miraban con recelo a la extranjera entre ellos, notaron un cambio feliz en la
vida de sus hermanas pequeñas, y se alegraron y se beneficiaron también.
Descubrieron que las inquietudes y preocupaciones habían sido conjuradas de su
existencia, y que ahora tenían dinero del que disponer, tiempo para las
confidencias y las quejas de sus viejos amigos, y paz para meditar sobre
cuestiones celestiales. En el transcurso del tiempo, no pocos de la hermandad
incluyeron el nombre de Babette en sus oraciones, y dieron gracias a Dios por
la callada desconocida, la oscura Marta de casa de sus dos fieles Marías. El
sillar que los constructores casi habían rechazado se convirtió en piedra
angular de su edificio.
Las dueñas de la casa amarilla eran las únicas
personas que sabían que su piedra angular tenía un rasgo misterioso y
alarmante, tanto como si tuviese relación con la misma Kaaba, la Piedra Negra
de la Meca.
Casi nunca aludía Babette a su vida pasada. Cuando en
los primeros días le expresaron dulcemente las hermanas su condolencia por todo
lo que había perdido, se tropezaron con esa dignidad y ese estoicismo de los
que Monsieur Papin les había hablado en su carta: “¿Qué le vamos a hacer,
señoras?”, había contestado ella encogiéndose de hombros. “Es el Destino”.
Pero un buen día, de repente, les informó que desde
hacía muchos años compraba un billete de lotería francesa, y que un fiel amigo
de París se lo seguía cogiendo cada año. Quizá le tocase alguna vez el grand prix de diez mil francos. Al oír aquello,
sintieron que la vieja bolsa de viaje de su cocinera estaba hecha con una
alfombra mágica; en cualquier momento podía subirse encima de ella y regresar a
París.
Y ocurría que, cuando Martine o Philippa le hablaban a
Babette, no obtenían ninguna respuesta, y se preguntaban si oía siquiera lo que
ellas le decían. La encontraban en la cocina, con los codos en la mesa y las
manos en las sienes, enfrascada en el estudio de un libro que secretamente
sospechaban que era un devocionario papista. O permanecía inmóvil en la silla
de tres patas de la cocina, con sus fuertes manos en el regazo y sus ojos
negros muy abiertos, enigmática y fatal
como una Pitia en su trípode. En esos
momentos se daban cuenta de que Babette era profunda; y en los sondeos que
hacían de su ser notaban pasiones, y que había recuerdos y anhelos de los que
no sabían nada en absoluto.
Un pequeño y frío estremecimiento las sacudía, y pensaban
para sus adentros: “Quizá, después de todo, ha sido una verdadera pétroleuse.”
VI. La
suerte de Babette
El 15 de diciembre se cumplía el centenario del
nacimiento del deán.
Hacía tiempo que sus hijas esperaban esta fecha y
querían celebrarla como si su querido padre estuviese aún entre sus discípulos.
Así que era triste e incomprensible para ellas que este último año la discordia
y la disensión hubiesen levantado cabeza en su rebaño. Habían hecho todo lo
posible por imponer la paz, pero comprendían que habían fracasado. Era como si
el excelente y amable vigor de la personalidad del padre se hubiese evaporado,
del mismo modo que se evaporó la anodina voluntad de Hoffman al dejarla en el
estante de una botella destapada. Y su desaparición había dejado las puertas
abiertas a cosas hasta ahora desconocidas para las dos hermanas, mucho más
jóvenes que los hijos espirituales del deán. Desde hacía medio siglo, en que
estaban las ovejas sin pastor y
extraviadas por las montañas, unos huéspedes sombríos no invitados se agolpaban
tras los telones de los adoradores y entenebrecían las pequeñas habitaciones y
dejaban entrar el frío. Los pecados de los viejos Hermanos y Hermanas llegaban
con un arrepentimiento tardío y penetrante como un dolor de muelas, y los pecados
de los otros contra ellos volvían con amargo resentimiento, como un
envenenamiento de la sangre.
Había en la congregación dos viejas que antes de su
conversión se habían estado calumniando mutuamente, se habían arruinado el
matrimonio la una a la otra, y también una herencia. No eran capaces de
recordar sucesos de ayer o de hacía una semana; sin embargo, recordaban las
ofensas de hacía cuarenta años y seguían repasándose antiguas cuentas; se
regañaban la una a la otra. Había un hermano viejo que de repente se acordó de
cómo otro hermano, hacía cuarenta y cinto años, le había engañado en un
negocio; quizá quería apartar el asunto aquel del pensamiento; pero se le
adhería como una astilla infectada y metida muy dentro. Había un honrado
capitán de cabello gris y una viuda piadosa y arrugada que en sus tiempos
jóvenes, mientras ella era esposa de otro hombre, habían estado enamorados.
Hacía poco, cada uno había empezado a lamentarse –al tiempo que pasaba la carga
de su culpa de sus propios hombros a los del otro y viceversa- y a atormentarse
por las terribles consecuencias que probablemente le acarrearía para toda la
eternidad precisamente quien había pretendido quererle mucho. Palidecían en las
reuniones de la casa amarilla, y cada uno evitaba la mirada del otro.
A medida que se acercaba el aniversario, Martine y
Philippa sentían crecer el peso de la responsabilidad. ¿Miraría el fiel padre a
sus hijas desde lo alto y las tendría por injustas administradoras? Hablaban
entre sí, una y otra vez, de estas cuestiones y se repetían la frase de su
padre: que los senderos del Señor cruzaban incluso mares salados y montañas
cubiertas de nieve, donde los ojos del hombre no podían descubrir huella
alguna.
Un día de este verano el correo trajo una carta de
Francia para Madame Babette Hersant. En sí, esto era algo sorprendente; pues
durante doce años Babette no había recibido ninguna carta. ¿Qué contendría?, se
preguntaban las amas. Se la llevaron a la cocina a fin de observar a Babette
mientras la abría y la leía. Babette la
abrió, la leyó, alzó los ojos de la carta al rostro de sus señoras, y les dijo
que había salido su número de la lotería. Le habían tocado diez mil francos.
La noticia produjo tal impresión en las dos hermanas
que durante un minuto entero no pudieron decir una sola palabra. Estaban
acostumbradas a recibir su modesta pensión en pequeñas asignaciones, de modo
que les resultaba difícil incluso imaginar la cantidad de diez mil francos uno
encima del otro. Luego le estrecharon la mano a Babette, con sus manos un poco
temblorosas. Jamás habían estrechado la mano de una persona que un momento
antes hubiera entrado en posesión de diez mil francos.
Un rato después, comprendieron que el acontecimiento
las afectaba a ellas tanto como a Babette. El país de Francia, comprendieron,
se alzaba poco a poco ante el horizonte de su criada, y consecuentemente la
existencia de ellas mismas se hundía bajo sus propios pies. Los diez mil
francos que a ella la hacían rica… ¡qué pobre hacían la casa donde había
servido! Una tras otra, las viejas y olvidadas inquietudes y tribulaciones
empezaron a acecharlas desde los cuatro rincones de la cocina. Las
felicitaciones se les murieron a flor de labios, y las dos piadosas mujeres
sintieron vergüenza de su propio silencio.
Durante los días siguientes, anunciaron la noticia a
sus amigos con el semblante alegre, pero les aliviaba ver cómo las caras de sus
amigos se ponían tristes al oír aquello. Nadie, comprendieron en la Hermandad,
podía culpar verdaderamente a Babette: los pájaros vuelven a sus nidos y los
seres humanos a su país de nacimiento. Pero, ¿se daba cuenta esta buena y fiel
criada de que al marcharse de Berlevaag dejaría a muchas viejas y pobres
personas sumidas en la aflicción? Las hermanas pequeñas ya no tendrían tiempo
que dedicar a los enfermos y menesterosos. En efecto, las loterías eran cosa
impía.
A su debido tiempo, el dinero llegó a las oficinas de
Cristianía y a Berlevaag. Las dos damas ayudaron a Babette a contarlo, y le
dieron una caja para que lo guardase. Manipularon los siniestros trozos de
papel y se familiarizaron con ellos.
No se atrevieron a preguntarle a Babette la fecha de
su marcha. ¿Se atrevería a esperar que se quedase con ellas hasta el 15 de
diciembre?
Jamás habían sabido con seguridad las dos hermanas
hasta dónde era capaz la cocinera de seguir o entender sus conversaciones
privadas. De modo que se quedaron sorprendidas cuando, una noche de septiembre,
entró Babette en el salón, más humilde o sumisa de lo que nunca la habían
visto, a pedir un favor. Les suplicaba, dijo, que le permitiesen preparar una
cena para conmemorar el aniversario del deán.
Las dueñas no habían pensado dar ninguna recepción.
Una cena sencilla con una taza de café era el banquete más caro al que habían
invitado a ningún huésped. Pero los oscuros ojos de Babette se mostraron tan
ansiosos y suplicantes como los de un perro; así que consintieron en dejarle
hacer lo que quisiera. Al oír esto, el semblante de la cocinera se iluminó.
Pero tenía más cosas que decir. Quería, dijo, preparar
una cena francesa, una verdadera cena francesa, por esta única vez. Martine y
Philippa se miraron. No les gustó la idea; se daban cuenta de que no se sabía
qué podía significar. Pero la misma extrañeza de la petición las desarmó. No
tuvieron argumento que oponer a la proposición de confeccionar una verdadera
cena francesa.
Babette dejó escapar un largo suspiro de felicidad,
pero no se movió. Tenía una petición más que hacer. Suplicaba que le
permitiesen pagar la cena francesa con su propio dinero.
¡Ah, no, Babette!- exclamaron las damas. ¿Cómo podía
imaginar una cosa semejante? ¿Se creía ella que iban a permitir que se gastase
su precioso dinero en comida y bebida…o en ellas? No, Babette; desde luego que
no.
Babette dio un paso adelante. Hubo algo formidable en
ese movimiento, como el crecimiento de una ola. ¿Había avanzado así, en 1871,
para plantar la bandera roja en una barricada? Habló, en un extraño noruego,
con la clásica elocuencia francesa. Su voz fue como una canción.
¡Señoras! ¿Les había pedido ella, durante doce años,
algún favor? ¡No! ¿Y por qué? Señoras, ¿ustedes, que rezan sus oraciones todos
los días, pueden imaginar lo que significa para un corazón humano no tener
ninguna petición que hacer? ¿Qué podía haber pedido Babette? ¡Nada! Esta noche
brotaba una súplica desde el fondo de su corazón. ¿No sienten, pues, esta
noche, mis señoras, que les corresponde concederlo con la alegría con que el
buen Dios se la concede a ustedes?
Las damas, durante un rato, no dijeron nada. Babette
tenía razón; era su primera petición en doce años; muy probablemente, sería la
última. Decidieron pensarlo. Al fin y al cabo, se dijeron, su cocinera tenía
ahora más dinero que ellas, y una cena podía no importar para una persona que
poseía diez mil francos.
Su consentimiento, al final, transfiguró completamente
a Babette. Vieron que de joven había sido hermosa. Y se preguntaron si en este
momento, por primerísima vez, no se habían convertido ellas en la “buena gente”
de la carta de Achille Papin.
VII. La
tortuga
En noviembre, Babette emprendió un viaje.
Tenía que hacer algunos preparativos, dijo a sus
señoras, y necesitaría un permiso de una semana o diez días. Su sobrino, el que
antaño la trajera a Cristianía, aún hacía la ruta marítima a esa ciudad; debía
ir a verle, y hablar con él. Babette soportaba muy mal el mar: hablaba de su
único viaje por mar, de Francia a Noruega, como de la experiencia más horrible
de su vida. Ahora se mostraba singularmente sosegada; las dos hermanas
comprendieron que su corazón estaba ya en Francia.
Diez días después, regresó a Berlevaag.
¿Había arreglado las cosas tal como deseaba?
preguntaron sus amas. Sí, contestó, había visto a su sobrino y le había
entregado una lista de mercancías que debía traerle de Francia. Para Martine y
Philippa ésta fue una explicación oscura, pero no querían saber nada de su
marcha, así que no le hicieron más preguntas.
Babette estuvo algo nerviosa durante las semanas
siguientes. Pero un día de diciembre anunció triunfal a sus señoras que las
mercancías habían llegado a Cristianía, y tras embarcarlas allí, habían llegado
este mismo día a Berlevaag. Había alquilado, añadió, a un viejo una carretilla
para que se las trajera del puerto a casa.
Pero ¿qué mercancías, Babette?, preguntaron las
señoras. Pues, mis señoras, replicó Babette, los ingredientes para la cena del
aniversario. Gracias a Dios, han llegado todas de buen estado de París.
A todo esto, Babette, como el demonio embotellado del
cuento de hadas, había ensanchado y aumentado en tales proporciones que sus
señoras se sentían pequeñas en su presencia. Ahora veían la comida francesa que
se les venía encima como algo de naturaleza y alcance incalculables. Pero jamás
en la vida habían roto una promesa; así que se pusieron en manos de su cocinera.
De todas formas, cuando Martine vio entrar en la
cocina una carretilla cargada de botellas, se quedó petrificada. Tocó las
botellas, y alzó una de ellas. “¿Qué contiene esa botella, Babette? preguntó en
voz baja. “¿No es vino?” “Vino, Madame!”, contestó Babette. “No, Madame. ¡Es un
Clos Vougeot de 1846!” Y tras una
pausa añadió: “De Philippe, de Rue Montorguel!” Martine jamás había sospechado
que los vinos pudiesen tener nombre, y se vio reducida al silencio.
Avanzada la noche, abrió la puerta a una llamada, y se
enfrentó nuevamente con la carretilla, esta vez empujada por un joven marinero
pelirrojo, como si el viejo hubiese quedado atrás, muerto de cansancio. El
joven le sonrió al tiempo que descargaba de la carretilla un bulto voluminoso e
indefinible. A la luz de la lámpara, parecía como una piedra verdinegra; pero
cuando la depositó en el suelo de la cocina, surgió de ella súbitamente una
cabeza de reptil que se balanceó blandamente de un lado a otro. Martine había
visto representaciones de tortugas; incluso había tenido una tortuguita de
mascota. Pero este ser era de tamaño monstruoso y tenía una presencia terrible.
Salió reculando de la cocina sin decir palabra.
No se atrevió a contarle a su hermana lo que había
visto. Pasó la noche casi sin conciliar el sueño; pensaba en su padre y sentía
que en su mismo aniversario, ella y su hermana estaban prestando su casa para
la celebración de un aquelarre. Cuando finalmente se quedó dormida, tuvo un
sueño terrible, en el que veía a Babette envenenando a los Hermanos y Hermanas,
a Philippa y a ella misma.
Ya de madrugada, se levantó, se puso su abrigo gris y
salió a la calle oscura. Anduvo de casa en casa, abriendo su corazón a sus
Hermanos y Hermanas, y confesando su culpa. Ella y Philippa, dijo, no
pretendían hacer mal alguno; habían concedido a su criada una petición, pero no
habían previsto qué podía ocurrir. Ahora no sabían qué se les a dar de comer y
de beber a sus invitados en el día del aniversario de su padre. No llegó a
mencionar la tortuga, pero estuvo presente en su semblante y su voz.
Los ancianos, como se ha dicho, conocían a Philippa y
a Martine desde que eran niñas; las habían visto llorar amargamente sobre una
muñeca rota. Las lágrimas de Martine habían arrancado lágrimas a sus propios
ojos. Así que se reunieron por la tarde y hablaron del problema.
Antes de volverse a separar prometieron, por las
pequeñas hermanas, guardar silencio, en el gran día, sobre todo lo que se
refiriese a la comida y la bebida. Nada de cuanto les pusiesen delante, ya
fuesen ranas o caracoles, arrancaría una palabra de sus labios.
Aún así -dijo un Hermano de barba blanca-, la lengua
es un pequeño adminículo que se jacta de grandes cosas. A la lengua no la puede
domesticar ningún hombre; es un demonio indisciplinado y lleno de veneno
mortal. El día de nuestro maestro limpiaremos nuestra lengua de todo sabor y la
purificaremos de toda delicia o repugnancia de los sentidos, guardándola y
preservándola para las funciones superiores de alabanza y de acción de gracias.
Pocas eran las cosas que ocurrían en la pacífica
existencia de la fraternidad de Berlevaag, de modo que en este momento estaban
profundamente conmovidos y elevados. Se estrecharon la mano en confirmación de
su promesa, y para ellos fue como si la hubiesen hecho ante el Maestro.
VIII. El
himno
El domingo por la mañana empezó a nevar. Los copos
blancos caían rápidos y espesos; los pequeños cristales de las ventanas de la
casa amarilla quedaron embadurnados de nieve.
A primera hora de la mañana, un mozo de Fossum trajo a
las dos hermanas una nota. La anciana señora Loewenhielm todavía residía en su
casa de campo. Ahora tenía noventa años, estaba sorda como una tapia y había
perdido el sentido del olfato y del gusto. Pero había sido una de las primeras
seguidoras del deán, y ni sus achaques ni el viaje en trineo le impedirían ir a
honrar la memoria del Maestro. Ahora bien –decía-, su sobrino el general Lorens
Loewenhielm, había llegado inesperadamente de visita. Hablaba con profunda
veneración del deán, motivo por el cual les pedía permiso para traerle con
ella. Eso le haría mucho bien, ya que el querido muchacho parecía algo
deprimido.
Martine y Philippa recordaron entonces al joven
oficial y sus visitas; hablar de viejos tiempos felices les alivió su presente
ansiedad. Contestaron que el general Loewenhielm sería bien recibido. Llamaron
también a Babette y le informaron que ahora serían doce a cenar; añadieron que
su último invitado había vivido en París varios años. Babette pareció encantada
con la noticia, y les aseguró que había comida suficiente.
Las anfitrionas hicieron sus pequeños preparativos en
el cuarto de estar. No se atrevieron a poner los pies en la cocina, pues
Babette había conseguido misteriosamente un cocinero de un barco del puerto –el
mismo joven, se dio cuenta Martine, que había traído la tortuga- para que le
ayudase en la cocina y a servir; y ahora la mujer morena y el muchacho
pelirrojo, como una bruja y su espíritu familiar, habían tomado posesión de
estas regiones. Las dos hermanas no sabían qué fuegos ardían o qué calderos
borboteaban allí desde antes del amanecer.
La mantelería había sido mágicamente planchada, pulida
la vajilla y traídos vasos y frascos sólo Babette sabía de dónde. Como la casa
del deán no tenía doce sillas, habían trasladado al comedor el largo sofá de
crin de caballo; y el salón, poco amueblado de por sí, parecía ahora
extrañamente desnudo y grande sin él.
Martine y Philippa hicieron cuanto pudieron para
embellecer los dominios que les había dejado. Fueran cuales fuesen las vicisitudes
que aguardaban a sus invitados, en todo caso no pasarían frío; durante todo el
día las dos hermanas estuvieron alimentando la vieja e imponente estufa con
leños de abedul. Pusieron una guirnalda de enebro alrededor del retrato de su
padre, colgado en la pared, y encendieron velas en la pequeña mesita de trabajo
de la madre, debajo de él; quemaron ramitas de enebro para perfumar la
habitación. Entre tanto, se peguntaban si llegaría el trineo de Fossum con este
tiempo. Al final se pusieron sus mejores y viejos vestidos negros y los
crucifijos de oro de su confirmación. Se sentaron, plegaron sus manos en el
regazo y se encomendaron a Dios.
Los viejos Hermanos y Hermanas llegaron en pequeños
grupos y entraron en la habitación lenta y solemnemente.
Esta habitación baja, con el piso desnudo y escaso
mobiliario, era cara a los discípulos del deán. De ventanas para afuera, se
extendía el ancho mundo. Visto desde aquí, ese mundo, con su blancura invernal,
estaba siempre preciosamente bordeado de rosa, azul y rojo gracias a la hilera
de jacintos de los alféizares. Y en verano, cuando las ventanas se abrían, el
mundo tenía un marco de muselina blanca que tremolaba blandamente.
Esta noche, los invitados fueron recibidos en el
umbral por un calor y un olor agradables, y miraron el rostro de su querido
Maestro rodeado de enebro. Sus corazones se ablandaron igual que los dedos
entumecidos.
Un hermano muy viejo, tras unos momentos de silencio,
atacó con voz temblona uno de los himnos del maestro:
Jerusalén, mi hogar feliz,
Nombre siempre caro a mí…
Una tras otra, se unieron las demás voces: las voces
inseguras y débiles de las mujeres, los gruñidos profundos de los Hermanos,
antiguos marineros y, por encima de todas, el timbre claro de soprano de
Philippa, un poco gastado por los años, pero todavía angelical.
Inconscientemente, el coro se cogió la mano. Cantaron el himno hasta el final,
pero no consintieron en dejarlo ahí, y siguieron con otro:
No te atribules ansioso
por la comida y la ropa.
Algo tranquilizadas con esto las dueñas de la casa,
las palabras del tercer versículo:
¿Darías a tu hijo una piedra,
un reptil para comer?…
le llegaron a Martine directamente al corazón y le
infundieron esperanzas. En medio de este himno, se oyeron cascabeleos en el
exterior: los invitados de Fossum habían llegado.
Martine y Philippa salieron a recibirles y les pasaron
al salón. La señora Loewenhielm, con la edad, se había vuelto pequeñita, con la
cara descolorida como un pergamino, y muy sosegada. A su lado, el general
Loewenhielm, alto, ancho y rubicundo, con su uniforme flamante y el pecho
cubierto de condecoraciones, se contoneaba y resplandecía como un ave
ornamental, un faisán dorado o un pavo real, en esta apacible asamblea de
grajos y cuervos negros.
IX. El
general Loewenhielm
El general Loewenhielm había venido todo el trayecto
desde Fossum a Berlevaag inmerso en un extraño estado de ánimo. Hacía treinta
años que no visitaba esta parte del país. Ahora había venido a descansar de su
ajetreada vida en la corte, y no había encontrado la tranquilidad. La vieja
casa de Fossum era bastante pacífica y parecía algo patéticamente pequeña,
después de las Tullerías y el Palacio de Invierno. Pero tenía una figura
inquietante: el joven teniente Loewenhielm vagaba por sus habitaciones.
El general Loewenhielm vio pasar junto a él su figura
esbelta y apuesta. Y al pasar, el joven le dirigió a este hombre mayor una
mirada breve, y esbozó una sonrisa: la sonrisa altiva y arrogante que los
jóvenes dirigen a las personas de edad. El general podía habérsela devuelto un
poco afable y tristemente, como sonríen los años a la juventud, de no haber
sido porque no tenía humor para sonreír; como su tía había dicho en su misiva,
estaba en baja forma.
El general Lewenhielm había conseguido todo aquello
por lo que había luchado en la vida, y era admirado y envidiado por todos. Sólo
él conocía un hecho que no concordaba con su próspera existencia: no era
completamente feliz. Había algo que andaba mal, y tanteaba cuidadosamente por
todo su yo como se tantea para localizar el sitio donde uno tiene clavada una
espina invisible y profunda.
Gozaba altamente del favor real; había cumplido bien
en su profesión y tenía amigos por todas partes. La espina no estaba alojada en
ninguno de estos sitios.
Su esposa era una mujer brillante y todavía estaba de
buen ver. Quizá descuidaba un poco su propia casa a causa de las visitas y las
fiestas; cambiaba de criados cada tres meses y al general se le servían las
comidas con una gran falta de puntualidad. El general, que daba gran valor a la
comida, sentía por esto un ligero rencor hacia su esposa, y la culpaba
secretamente de las indigestiones que a veces padecía. No obstante, la espina
tampoco estaba aquí.
Además, últimamente le venía sucediendo algo absurdo
al general Loewenhielm: se sorprendía a sí mismo preocupándose por su alma
inmortal. ¿Tenía alguna razón para ello? Era una persona moral, fiel a su rey,
a su esposa y a sus amigos, y un ejemplo para todo el mundo. Pero había
momentos en que le parecía que el mundo no era una cuestión moral, sino
mística. Se miraba en el espejo, observaba la hilera de condecoraciones de su
pecho y suspiraba para sí: “¡Vanidad de vanidades y todo es vanidad!”.
El extraño encuentro en Fossum le había impulsado a
hacer el balance de su vida.
El joven Lorens Loewenhielm había atraído a los sueños
y las fantasías como una flor atrae a las abejas y las mariposas. Había luchado
por liberarse de todo eso; había huido, pero los sueños y las fantasías habían
seguido tras él. Había tenido miedo de la Huldre de la leyenda familiar, y
había declinado su invitación a entrar en la montaña; había rechazado
firmemente el don de la clarividencia.
El maduro Lorens Loewenhielm se sorprendió a sí mismo
deseando que acudiese a él aunque fuera un pequeño sueño, y que le mirase una
mariposa gris de la noche antes de que oscureciese. Se sorprendió deseando
tener la clarividencia, como un ciego ansía la facultad normal de la visión.
¿Puede el total de la suma de las victorias, a lo
largo de muchos años y países, dar como resultado una derrota? El general
Loewenhielm había hecho realidad los deseos del teniente Loewenhielm, y había
satisfecho sobradamente sus ambiciones. Podía afirmarse que había conquistado
el mundo entero. Y había llegado a esto: a que el hombre maduro se volviese
ahora hacia la figura joven e ingenua para preguntarle gravemente, incluso
amargamente, en qué había salido ganando. En alguna parte había perdido algo.
Cuando la señora Loewenhielm le habló a su sobrino del
aniversario del deán, y él decidió acompañarla a Berlevaag, su decisión no
había sido la aceptación normal de una invitación a una cena.
Esta noche, resolvió, resarciría al joven Lorens
Loewenhielm, que había sido apocado y cohibido en casa del deán, y al final se
había sacudido el polvo de las botas de montar. Haría que el joven se probase a
sí mismo, de una vez por todas, que treinta y un años atrás había hecho la
elección adecuada. Las habitaciones bajas, el arenque y el vaso de agua que
pondrían delante de él, en la mesa, probarían que la existencia de Lorens
Loewenhielm, en medio de todo esto, habría sido muy pronto absolutamente
desgraciada.
Dejó que su pensamiento se extraviase en la lejanía.
En París había ganado una vez un concours
hipique y había sido felicitado por los más altos oficiales de caballería
franceses, príncipes y duques entre ellos. Se había celebrado una comida en su
honor en el restaurante más elegante de la capital. Frente a él, en la mesa,
había estado sentada una noble dama, una famosa belleza a la que desde hacía
tiempo galanteaba. En medio de la cena, ella había alzado sus ojos
aterciopelados y negros por encima del borde de su copa de champán y, sin
palabras, le había prometido hacerle feliz. Ahora, en el trineo, recordó de
pronto que había visto entonces, por un segundo, el rostro de Martine ante él,
y lo había rechazado. Durante un rato escuchó el tintinear de cascabeles del
trineo; luego sonrió un poco mientras reflexionaba sobre cómo dominaría esta
noche la conversación en torno a la misma mesa en la que el joven Lorens
Loewenhielm había permanecido callado.
Los grandes copos caían espesamente; detrás del
trineo, el rastro se borraba con rapidez. El general Loewenhielm iba sentado
sin moverse al lado de su tía, con la barbilla hundida en el grueso cuello de
piel de su abrigo.
X. La cena
de Babette
Cuando el pariente pelirrojo de Babette abrió la
puerta del comedor y los invitados cruzaron el umbral, se soltaron las manos y
enmudecieron. Pero fue un silencio dulce; porque, en espíritu, aún cantaban con
las manos cogidas.
Babette había puesto una fila de velas en el centro de
la mesa; las pequeñas llamas brillaban sobre las chaquetas, los vestidos negros
y el uniforme escarlata y se reflejaron en los ojos claros y húmedos.
El general Loewenhielm vio el rostro de Martine a la
luz de las velas tal como lo había visto al despedirse, hacía treinta años.
¿Qué huellas habían dejado en él treinta años de vida en Berlevaag? El cabello
rubio estaba ahora veteado de hebras plateadas; el rostro sonrosado se había vuelto
de alabastro. Pero ¡qué serena era la frente, qué pacíficos y confiados sus
ojos! ; la boca, como si jamás hubiese pasado por sus labios una palabra
precipitada, qué pura y dulce!
Cuando todos estuvieron sentados, el miembro más
anciano de la congregación dio gracias con palabras del deán:
Que este alimento mantenga mi cuerpo,
que mi cuerpo sostenga mi alma,
y mi alma, con palabra y obra,
dé gracias por todo al Señor.
A la palabra “alimento”, los invitados, con sus viejas
cabezas inclinadas sobre sus manos juntas, recordaron que habían prometido no
decir nada sobre el particular, y en sus corazones se reafirmaron en esta
promesa: ¡no dedicarían siquiera un pensamiento a tal cosa! Estaban sentados a
comer, eso sí, tal como se sentaron las gentes en las bodas de Caná. Y la
gracia decidió manifestarse allí, en el mismo vino, tan espléndidamente como en
cualquier otro lugar.
El joven ayudante de Babette llenó un vasito a cada
uno de los comensales, y éstos se lo llevaron a los labios gravemente, confirmando
de este modo su resolución.
El general Loewenhielm, algo receloso del vino, bebió
un pequeño sorbo; se sobresaltó, se lo llevó a la nariz, luego a los ojos y se
quedó perplejo. “¡Esto es muy extraño!”, pensó. “¡Amontillado! ¡El mejor
amontillado que he probado jamás!” Un momento después, y para someter a prueba
sus sentidos, tomó una cucharada de sopa, tomó una segunda, y dejó la cuchara.
“¡Esto es extraño por demás!”, se dijo a sí mismo. “Porque sin duda estoy
tomado sopa de tortuga… ¡y qué sopa!” Se sintió dominado por una especie de
pánico y vació el vaso.
Normalmente, en Belevaag, la gente no habla mucho
durante las comidas. Pero, de alguna forma, esta noche se soltaron las lenguas.
Un Hermano viejo contó la historia de su primer encuentro con el deán. Otro
analizó aquel sermón que sesenta años atrás había propiciado su conversión. Una
anciana, la misma a la que Martine había contado sus inquietudes en primer
lugar, recordó a sus amigos cómo, en toda aflicción, cualquier Hermano o
Hermana estaba dispuesto a compartir la carga con los demás.
El general Loewenhielm, que debía dominar la
conversación de la mesa, contó que la colección de sermones del deán era uno de
los libros favoritos de la reina. Pero al servirse un nuevo plato guardó
silencio. “¡Increíble!”, se dijo. “¡Es un Blinis
Demidoff!” Miró en torno suyo a los comensales. Todos ellos comían en
silencio su Blinis Demidoff sin el
menor signo de sorpresa o aprobación, como si lo hubiesen estado comiendo todos
los días durante treinta años.
Un Hermano, al otro lado de la mesa, abordó el tema de
los extraños sucesos que solían ocurrir cuando el deán todavía estaba entre sus
hijos, y que uno podía aventurarse a calificar de milagrosos. ¿Recordaban,
preguntó, la vez en que prometió un sermón de Navidad al pueblo del otro lado
del fiordo? Desde hacía dos semanas, el tempo venía siendo tan malo que ningún
patrón o pescador quería arriesgarse a cruzar. Los lugareños fueron perdiendo
las esperanzas; pero el deán les dijo que si no le llevaba ninguna embarcación iría a ellos caminando
sobre las olas. ¡Y ya veis! Tres días antes de Navidad amainó la tormenta,
llegó el frío y el fiordo se heló de orilla a orilla… ¡Cosa que ningún hombre
recordaba que hubiera sucedido anteriormente!
El ayudante de Babette llenó los vasos una vez más.
Ahora los Hermanos y las Hermanas se dieron cuenta de que lo que les daban a
beber no era vino, puesto que centelleaba. Debía de ser una especie de
limonada. La limonada iba tan bien con su exaltado estado de ánimo que parecía
elevarles del suelo hacia una esfera más alta y más pura.
El general Loewenhielm dejó el vaso otra vez, se
volvió hacia su vecino de la derecha y le dijo: “Pero esto es un Veuve Cliquot de 1860, ¿verdad? Su
vecino le miró afablemente, le sonrió e hizo un comentario sobre el tiempo.
El ayudante de Babette había recibido instrucciones:
llenó los vasos de la Hermandad una sola vez, pero volvía a llenar el del
general tan pronto como lo veía vacío, y el general lo vaciaba rápidamente una
y otra vez. ¿Pues cómo debe comportarse un hombre cuando no puede fiarse de sus
sentidos? Es preferible estar borracho a estar loco.
Muy frecuentemente la gente de Berlevaag, en el curso de
una buena comida, se siente algo pesada. Esta noche no ocurría así. A medida
que comían y bebían, los convives se sentían cada vez más ligeros de peso y de
corazón. Ya no necesitaban tener presente su promesa. Es, se daban cuenta, en
el momento en que el hombre no sólo olvida por completo, sino que renuncia
firmemente a toda clase de alimento y bebida, cuando come y bebe con el
adecuado estado de ánimo.
El general Loewenhielm dejó de comer y se quedó
inmóvil. Una vez más se sintió transportado a aquella cena en París, cuyo
recuerdo le había venido a la memoria en el trineo. En ella habían servido un
plato increíblemente suculento y recherché;
en aquella ocasión le había preguntado el nombre a su vecino, el coronel
Galliffet, y el coronel le había dicho sonriente que se llamaba cailles en sarcophague. Le había dicho
además que el plato lo había inventado el chef del mismo café en el que estaban
cenando, persona conocida en todo París como el genio culinario más grande de
su tiempo, que –sorprendentemente- ¡era una mujer! “Y en efecto”, había dicho
el coronel Galliffet, “esta mujer está convirtiendo una cena en el Café Anglais
en una especie de aventura amorosa…,en una aventura sentimental de esa noble y
romántica categoría en la que uno ya no distingue entre el apetito corporal o
espiritual y la saciedad! Antes de ahora, he sostenido un duelo por una hermosa
dama. ¡Por ninguna otra en todo París, mi querido amigo, habría derramado más
gustosamente mi sangre!” El general Lowenhielm se volvió hacia su vecino de la
izquierda y le dijo: “Pero ¡esto son cailles
en sarcophague!” El vecino, que había estado escuchando la descripción de
un milagro, le miró con ojos ausentes, asintió luego con la cabeza y contestó:
“Sí, sí; por supuesto. ¿Qué otra cosa podía ser?”
De los milagros del Maestro, la conversación en torno
a la mesa había pasado a los milagros menores de bondad y generosidad que
realizaban a diario sus hijas. El viejo Hermano que al principio había iniciado
el himno citó la frase del deán: “Las únicas cosas que podemos llevarnos con
nosotros de esta vida en la tierra son aquellas de las que nos hemos
desprendido.” Los invitados sonrieron: ¡en qué nababs no se convertirían estas
pobres y sencillas doncellas en el otro mundo!
El general Loewenhielm ya no se extrañó de nada.
Cuando, minutos más tarde, vio uvas, melocotones e higos frescos ante sí se
echó a reír, comentándole al vecino que tenía al lado de la mesa: “¡Hermosas
uvas!” Su vecino replicó: “Y fueron al arroyo de Eshcol, y cortaron una rama en
un racimo de uvas. Y la colgaron de un bastón.”
Ahora el general consideró que había llegado el
momento de pronunciar un discurso. Se levantó y se quedó muy tieso.
Nadie más de la mesa se levantó a hablar. Las personas
ancianas alzaron los ojos hacia el rostro que tenían por encima de ellas con
intensa y feliz expectación. Estaban habituados a ver marineros y vagabundos
completamente borrachos de tosca ginebra del país, pero no reconocieron en un
guerrero y un cortesano la embriaguez producida por el vino más noble del
mundo.
XI. El
discurso del general.
-Se han abrazado -dijo el general- la misericordia y
la verdad, amigos míos. La rectitud y la dicha se besarán mutuamente.
Hablaba con una voz clara que había adiestrado en el
campo de instrucción y había resonado dulcemente en los salones reales; sin
embargo, hablaba de forma tan nueva para él mismo, y tan extrañamente
conmovedora, que después de la primera frase tuvo que hacer una pausa. Porque
tenía costumbre de pronunciar sus discursos con cuidado, consciente de su
invención; pero aquí, en medio de la sencilla congregación del deán, era como
si la figura entera del general Loewenhielm, con su pecho cubierto de
condecoraciones, no fuese más que un megáfono dispuesto para el mensaje que iba
a pronunciar.
-El hombre, amigos míos –dijo el general Loewenhielm-,
es frágil y estúpido. Se nos ha dicho que la gracia hay que encontrarla en el
universo. Pero en nuestra miopía y estupidez humanas, imaginamos que la gracia
divina es limitada. Por esa razón temblamos… –nunca hasta ahora había confesado
el general que temblaba; se quedó sinceramente sorprendido, y hasta
estupefacto, al oír su propia voz proclamando tal cosa-. Temblamos antes de
hacer nuestra elección en la vida; y después de haberla hecho, seguimos temblando
por temor a haber elegido mal. Pero llega el momento en que se abren nuestros
ojos, y vemos y comprendemos que la gracia es infinita. La gracia, amigos míos,
no exige nada de nosotros, sino que la esperamos con confianza y la reconocemos
con gratitud. La gracia, hermanos, no impone condiciones y no distingue a
ninguno de nosotros en particular; la gracia nos acoge a todos en su pecho y
proclama la amnistía general. ¡Mirad! Aquello que hemos elegido se nos da; y
aquello que hemos rechazado es derramado sobre nosotros en abundancia. ¡Pues se
han abrazado la misericordia y la verdad, y la rectitud y la dicha se han
besado mutuamente!
Los Hermanos y Hermanas no comprendieron del todo el
discurso del general; pero su rostro sereno e inspirado, y el sonido de las
palabras familiares y queridas, inundaron y conmovieron todos los corazones.
Así es como, treinta años después, el general Loewenhielm consiguió dominar la
conversación en casa del deán.
De lo que ocurrió más tarde nada puede consignarse
aquí. Ninguno de los invitados tenía después ciencia clara de ello. Sólo
recordaban que los aposentos habían estado llenos de una luz celestial, como si
diversos halos se combinaran en un resplandor glorioso. Las viejas y taciturnas
gentes recibieron el don de lenguas; los oídos, que durante años habían estado
casi sordos, se abrieron por una vez. El tiempo mismo se había fundido en
eternidad. Mucho después de la media noche, las ventanas de la casa
resplandecían como el oro, y doradas canciones se difundían en el aire invernal.
Los corazones de las dos viejas que antes se habían
calumniado retrocedieron ahora más allá del período maligno al que habían
vivido aferradas, hasta esos días de su primera juventud en que, juntas, se
preparaban para la confirmación e inundaban de canciones los caminos de
Berlevaag cogidas de la mano. Un Hermano de la congregación le dio un golpe a
otro en las costillas, a modo de caricia entre chicos, y exclamó: “¡Tú me
engañaste con aquella madera, sinvergüenza!” El Hermano así interpelado estuvo
a punto de caerse al suelo acometido por un ataque de celestial risa; pero
brotaron lágrimas de los ojos. “Sí, te engañé, querido Hermano”, contestó, “te
engañé”. El capitán Halvorsen y Madam Oppegaarden, de repente, se sorprendieron
muy juntos en un rincón, dándose el largo beso para el que el incierto y secreto amor de su juventud jamás
les había brindado ocasión.
La grey del viejo deán estaba formada por gente
humilde. Cuando, pasado el tiempo, pensaban en esta noche, nunca se les ocurría
que aquella exaltación se debiera a sus propios méritos. Se daban cuenta de que
les fue concebida la gracia infinita de que el general Loewenhielm les había
hablado, y ni siquiera se maravillaban de ello, pues no había sino el
cumplimiento de una esperanza siempre presente. Las vanas ilusiones de este
mundo se habían disuelto ante sus ojos como el humo y habían visto el universo como
verdaderamente es. Se les había concedido una hora de eternidad.
La vieja señora Loewenhielm fue la primera en
marcharse. Su sobrino la acompañó, y las anfitrionas salieron a despedirles con
luces. Mientras Philippa ayudaba a la vieja dama a ponerse sus múltiples
envolturas, el general cogió la mano de Martine y se la retuvo largo rato en
silencio. Por último, dijo:
-He estado con usted cada día de mi vida. Sabe usted
que es cierto, ¿verdad?
-Sí –dijo Martine-; sé que lo es.
-Y –prosiguió él- seguiré estándolo cada uno de los
días que me queden por vivir. Cada noche me sentaré, si no corporalmente, lo
que no significa nada, sí de manera espiritual, que lo es todo, a cenar con
usted, exactamente igual que esta noche. Pues esta noche he aprendido, querida
hermana, que en este mundo todo es posible.
– Sí; así es, querido hermano –dijo Martine-. En este
mundo todo es posible.
Dicho esto, se despidieron.
Cuando finalmente se disolvió la reunión, había cesado
de nevar. El pueblo y las montañas tenían un esplendor blanco, ultraterreno, y
en el cielo brillaban miles de estrellas. En la calle, la nieve era tan espesa
que resultaba difícil caminar. Los invitados de la casa amarilla se fueron a
pie y andaban haciendo eses, se caían sentados o sobre las manos y rodillas, y
se levantaban cubiertos de nieve, como si se hubiesen lavado los pecados y
hubiesen quedado tan blancos como la lana; y con este vestido de inocencia
recobrada andaban retozando como corderos. Era maravilloso para todos ellos
haberse vuelto como niños; era bienaventuradamente gracioso ver a los Hermanos,
que tan en serio se tomaban entre ellos, inmersos en esta especie de segunda
niñez celestial. Daban traspiés, se enderezaban, caminaban o se quedaban
parados, formando a veces una gran cadena de beatíficos lanciers.
-“¡Benditos, benditos, benditos seáis!”, resonaba por
todas partes como un eco de la armonía de las esferas.
Martine y Philippa permanecieron largo rato en la
escalera de piedra del portal. No sentían frío. “Las estrellas están más
cerca”, dijo Philippa.
-Se acercarán todas las noches- dijo Martine en voz
baja-. Es muy posible que no vuelva a nevar más.
En esto, sin embargo, se equivocaba. Una hora después
empezaba a nevar otra vez, y cayó una nevada como nunca se había conocido en
Berlevaag. A la mañana siguiente, las gentes apenas podían abrir sus puertas
contra la nieve acumulada. Las ventanas de las casas estaban tan espesamente
cubiertas, según se contaba años después, que muchos buenos vecinos del pueblo
no se dieron cuenta de que había amanecido y siguieron durmiendo hasta bien
entrada la tarde.
XII. La
gran artista.
Cuando Martine y Philippa cerraron la puerta se
acorron de Babette. Una oleada de ternura y de piedad las invadió: sólo Babette
no había participado de la dicha de esa noche.
Así entraron en la cocina, y Martine le dijo a
Babette:
-Ha sido una cena maravillosa, Babette.
Sus corazones se llenaron súbitamente de gratitud.
Comprendían que ninguno de sus invitados había dicho una sola palabra sobre la
comida. Efectivamente, por mucho que se esforzaban, no recordaban ninguno de
los platos que se habían servido. Martine se acordó de la tortuga. No había
visto absolutamente nada de ella, y ahora le parecía muy vaga y lejana; muy
posiblemente, no era más que una pesadilla.
Babette estaba sentada en el tajo, rodeada de las más
negras y grasientas cacerolas y sartenes que sus señoras hubieran visto en la
vida. Estaba tan pálida y tan mortalmente agotada como la noche en que apareció
y se desvaneció en el umbral.
Al cabo de largo rato, las miró a la cara y dijo:
-En otro tiempo fui cocinera del Café Anglais.
Martine repitió:
-Todos han dicho que fue una cena espléndida –y como
Babette no decía nada, añadió: – Todos recordaremos esta noche, cuando usted regrese
a París, Babette.
Babette dijo:
-No voy a regresar a París.
-¿No va a volver a París?- exclamó Martine.
-No -dijo Babette-. ¿Qué haría yo en París. Todos han
desaparecido. Los he perdido a todos, Mesdames.
El pensamiento de las hermanas voló hacia Monsieur
Hersant y su hijo, y dijeron:
-¡Oh, mi pobre Babette!
-Sí, todos han desaparecido –dijo Babette- ¡El duque
de Morny, el duque de Descazes, el príncipe Narishkine, el general Galliffet,
Aurélian Scholl, Paul Darm, la princesa Pauline, todos!
Aquellos nombres y títulos desconocidos de personas
que habían muerto para Babette dejaron a las dos hermanas ligeramente
confundidas; pero había tan infinita perspectiva de tragedia en el anuncio que
en su sensible estado espiritual sintieron aquellas pérdidas como propias, y
sus ojos se llenaron de lágrimas.
Al final de otro largo silencio, Babette les sonrió
súbitamente y dijo:
-¿Cómo iba yo a regresar a París, Mesdames? No tengo
dinero.
-Que no tiene dinero? –exclamaron las dos hermanas al
unísono.
-No -dijo Babette.
-Pero, ¿y los diez mil francos? –preguntaron las
hermanas con una horrorizada aspiración.
-Esos diez mil francos los he gastado. Mesdames –dijo
Babette.
Las dos hermanas tuvieron que sentarse. Durante un
minuto, no fueron capaces de hablar.
-¿Los diez mil? –susurró despacio Martine.
-¿Qué quieren ustedes, Mesdames –dijo Babette con gran
dignidad-. Una cena para doce en el Café Anglais habría costado diez mil
francos.
Las damas seguían sin saber qué decir. La noticia era
incomprensible para ellas, pero en cierto modo esa noche había habido muchas
cosas que escapaban a toda comprensión.
Martine recordó un cuento que había oído a un amigo de
su padre que estuvo de misionero en África. Había salvado la vida de la esposa
favorita de un viejo jefe, y para demostrar su gratitud el jefe le invitó a un
rico banquete. Sólo mucho después se enteró el misionero, por su criado negro,
de que lo que se había comido era un nieto pequeño del jefe, guisado en honor
del gran hombre-medicina cristiano. Martine se estremeció.
Pero a Philippa se le derritió el corazón. Parecía que
una noche inolvidable debía terminar con una prueba inolvidable de lealtad y
abnegación humanas.
-Querida Babette- dijo suavemente-, no ha debido
desprenderse de cuanto tenía por nosotras.
Babette dirigió a su señora una mirada profunda, una
mirada extraña. ¿No había piedad, incluso burla, en el fondo de aquella mirada?
-¿Por ustedes? –replicó-. No. Ha sido por mí.
Se levantó del tajo y se quedó de pie ante las
hermanas.
-¡Yo soy una gran artista! –dijo. Calló un momento y
luego repitió-: Soy una gran artista, Mesdames.
Otra vez, durante largo rato, se hizo un profundo
silencio en la cocina. Luego dijo Martine:
-Entonces, ahora será pobre toda su vida, Babette.
-¿Pobre? –dijo Babette. Sonrió como para sí-. No,
nunca seré pobre. Ya es he dicho que soy una gran artista. Una gran artista,
Mesdames, jamás es pobre. Tenemos algo, Mesdames, sobre lo que los demás no
saben nada.
Mientras la hermana mayor no encontraba nada más que
decir, en el fondo del corazón de Philippa vibraron cuerdas olvidadas. Porque
ella había oído, antes de ahora, hacía mucho tiempo, hablar del Café Anglais.
Había oído, antes de ahora, hacía mucho tiempo, los nombres de la trágica lista
de Babette. Se levantó y dio un paso hacia la criada.
-Pero toda esa gente a la que ha mencionado –dijo-,
esos príncipes y esas gentes de París de que habla, Babette… usted ha luchado
contra ellos. ¡Usted es una communard!
¡El general al que ha nombrado es el que mató a su marido y a su hijo! ¿Cómo
puede afligirse por ellos?
Los ojos negros de Babette se encararon con los de
Philippa.
-Sí –dijo-, fui una communard. ¡Gracias a Dios, fui una communard! Y las personas que he nombrado, Mesdames, eran malvados
y crueles. Dejaban que la gente se muriese de hambre; oprimían a los pobres y
les hacían objeto de injusticias. Gracias a Dios, he estado en las barricadas;
¡cargaba el fusil de mis hombres! Pero de todos modos, Mesdames, no volveré a Paris, ahora que esas personas de las que he
hablado ya no están allí.
Permaneció inmóvil, sumida en sus pensamientos.
-Esas gentes, Mesdames,
-dijo por fin-, me pertenecen, eran mías. Habían sido criadas y educadas con
mayores gastos de lo que ustedes, mis pequeñas señoras, podrían imaginar o
creer jamás, para comprender a la gran artista que soy. Yo podía hacerles
felices. Cuando ponía todo mi empeño, les hacía perfectamente felices.
Calló un momento.
-Lo mismo que le ocurría a Monsieur Papin –dijo.
-¿A Monsieur Papin? –preguntó Philippa.
-Sí, con su Monsieur Papin, mi pobre señora –dijo
Babette-. Me lo decía él mismo: “Es terrible e insoportable para un artista”,
decía, “ser alentado, aplaudido para hacer una cosa lo mejor posible, por
segunda vez.” Y decía: “A través del mundo se propaga un grito largo que brota
del corazón del artista: ¡dejad que lo haga lo mejor que me sea posible!”
Philippa se acercó a Babette y la rodeó con sus
brazos. Sintió el cuerpo de la cocinera contra el suyo como un monumento de
mármol, pero se estremeció y tembló ella misma de pies a cabeza.
Durante un rato no pudo hablar. Luego susurró:
-¡Sin embargo, esto no es el fin! Tengo la impresión,
Babette, de que esto no es el fin. En el Paraíso usted será la gran artista que
Dios quería que fuese. ¡Ah! –añadió, con las lágrimas corriéndole por las
mejillas-. ¡Ah, cómo deleitará a los ángeles!
Crédito del
texto del cuento
Cuento El Festín de Babette http://narrativabreve.com/
Tanto el texto del cuento como las citas entre comillas y en cursiva son sacadas de esta versión: http://narrativabreve.com/2013/11/cuento-karen-blixen-festin-babette.html
Créditos de
ilustraciones en orden de aparición
Paisaje fiordo Sognefjord,
noruego. Todo el resto de ilustraciones son fotogramas de la película El
festín de Babette, Dirección y guion
por el cineasta danés Gabriel Axel. Reparto: Bibi Andersson, Gudmar Wivesson,
Hanne Stengard, Jarl Kulle, Jean-Philippe Lafont y Stéphane Audran, Título en
V.O.: Babette Gaestebud,Año: 1986,Duración: 102 min.Género: Drama, Fotografía:
Henning Kristiansen, Música: Per Norgard