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9 MICROFICCIONES CENTROAMERICANAS*




 

El sueño de los cazadores
Arrodillados en campo abierto, a mitad de la noche, arrancaron la hierba, alborotaron el polvo, cavaron con las manos un agujero más largo que profundo y lo llenaron de agua. Contemplaron un momento su obra: un agujero negro sin fondo visible en donde se reflejaba el infinito; por él, en cualquier momento, rodaría desprevenida la luna.
Vania Vargas, Guatemala, 1978

Los clásicos
Augusto Monterroso nunca olvidó la tarde cuando descubrió, en la biblioteca de su amigo Luis Cardoza y Aragón, un libro que creía perdido para siempre: La comedia de Aristóteles. Lo tomó con apremio del estante, sin cortedad alguna pues estaba solo. Al principio creyó que sus ojos lo engañaban. Incluso pensó que se trataba de una broma, de un remedo ingeniado para burlarse de su entusiasmo por los clásicos. Pero los detalles que saltaban a la vista parecían indicar que estaba en lo correcto. Intuyó que se trataba de una edición veneciana del siglo XVII. Acarició el lomo del libro, el cuero bruñido por el tiempo. Inspeccionó la suntuosa encuadernación con más cuidado y notó, cerca de los bordes, innumerables manchas diminutas y oscuras, ásperas al tacto. Sujetó con firmeza cada tapa del libro y lo abrió con cautela. Fue entonces cuando sintió un agudo ardor en las yemas de los dedos. El libro cayó al suelo con un polvoroso estruendo. Augusto miró, perplejo, sus manos abiertas. Sus dedos sangraban.
 El viejo Luis entró a la biblioteca en el preciso instante en que el libro caía de las manos de Augusto. No mostró sorpresa alguna.
—Ten cuidado, Tito —comentó—. Hay libros que muerden.
Y con estudiado sigilo, como si ensayase su nueva profesión de fantasma, caminó hasta su mullida poltrona y se sentó para conversar un rato con su leal amigo, que lo visitaba a este lado de la muerte.
Jorge Ávalos, El Salvador, 1964

Max Schreck entre nosotros
Aquella escena dulce de esa mujer que juega con el gato en el inicio de Nosferatu provoca mucha ternura, hay que reconocerlo. Es la bella imagen de alguien que no conoceremos nunca, de la que no sabremos su nombre, de la que del amor nos imaginamos todo.
 De mi madre, por ejemplo, recuerdo que cuando era niño ella escuchaba música en español de los sesentas y setentas, sin ningún tipo de pudor, es el mejor ejemplo de una ternura desconocida. Mi abuela, que dejó de hornear aquellos hermosos panes que le recordaban a su pequeño país, aquel El Salvador tan lejano, como las historias de terror que la radio nacional transmitía durante las noches de los veranos más calurosos que conocí durante mi infancia.
De la ternura no sabemos nada, de sus infinitas formas de multiplicarse en los ojos de la niñez, nada sabemos de ella y su cardinal latido que siempre nos ha invadido.
 De las noches de noviembre en un 1998 cada vez más lejano recordamos poco, apenas los fantasmas que creíamos jugaban con nosotros, pero de los que jamás una certeza profunda nos habitó. En la casa de las monjas estábamos seguros que vivía Nosferatu, que él tocaba la campana de la iglesia, que él era quien caminaba los callejones oscuros de nuestro pequeño barrio durante los apagones nocturnos que el huracán nos heredó, sin embargo no era él, era Julio, el hijo quemado de doña Betty. Era aquel que para nosotros era un monstruo al que le teníamos miedo, al que ella amaba con la fiebre de un corazón solitario.
Martín Cálix, Honduras, 1984

Entre la niebla
Aquella tarde, mientras conversaba con Marcelo, el más viejo de mis compañeros de trabajo, logré ver entre la niebla un resplandor intermitente. Lo único que podía determinar era que se dirigía hacia el astillero. Al definirse las formas, mi expectación se transformó en asombro. Era un enorme buque de tres mástiles. Sus velas raídas denotaban que habían soportado, quizás durante siglos, las incontenibles ráfagas del tiempo.
Interrogué a Marcelo, desconcertado.
“Es un barco fantasma —respondió—. Hacía años que no lo veía. No imagino por qué ha vuelto”.
Comenté asustado que debía tratarse de un presagio. Algo terrible estaba a punto de ocurrir.
“No lo creo —me corrigió, sin darle ninguna importancia—.Sólo debe ser que el océano está recordando”.
Kalton Harold Bruhl, Honduras 1976

Sueño y memoria
Al despertarme toqué mi frente y palpé la sangre caliente. Por un momento sentí miedo, como si el tigre pudiese saltar de mis sueños a mi cama.
Corrí por las habitaciones buscando a mi marido muerto en las fauces del animal en aquella pesadilla.
Encontré el cuerpo desnudo en mi baño, cubierto de sangre y con los ojos abiertos. Entonces recordé que soy hombre y nunca me he casado.
Martha Cecilia Ruiz, Managua, 1972

Los otros
Madre siempre nos prohibió entrar al bosque. Nos enseñó a buscar entre los edificios abandonados lo que necesitábamos y a guardar silencio por las noches. Los otros duermen más allá de los árboles nos decía, no los debemos despertar.
Los mayores fueron los primeros en abandonar los restos de la ciudad. Dijeron que buscarían otros sobrevivientes y se internaron entre las ceibas para nunca regresar. Luego se fueron mis hermanas. Pensaban encontrar escorpiones o serpientes, cualquier cosa comestible que nos pudiese salvar. Las esperé durante meses, pero ellas tampoco volvieron.
Soporté el tiempo que pude comiendo termitas, muriendo un poco cada día bajo la lluvia negra. Una noche, con mis últimas fuerzas, me arrastré hacia el campo de cruces y saqué lo que quedaba de madre. Esa noche, mientras desgarraba carne y huesos, más allá de las tierras yermas, en la oscuridad de la foresta, despertaron los otros.
Alberto Sánchez Arguello, Nicaragua, 1976



5:30 a.m.
Me levanté temprano, como todos los días, para hacerte el desayuno, prepararte la merienda, bañarte, vestirte, peinarte. Me levanté temprano para reproducir lo que los humanos reproducen desde hace siglos para sus hijos: la mejor manzana y el mejor jabón, el agua caliente, las medias suaves, los detalles que hacen la diferencia. Pero esta mañana no se trata de vestirte bien o alimentarte bien. Esta mañana debo alejar urgentemente lo que sería una prueba fehaciente de crueldad. Crueldad ante tus ojos. No es momento para la violencia a la salida de tu cama. El panorama es gris. Miles de plumas flotando aún después de la pelea. Plumas en los sillones, en el suelo, plumas debajo de la mesa, sobre los libros. Todo metro cuadrado se convirtió, durante la madrugada, en una gran tumba. ¿Un sólo pájaro tiene todas esas plumas? Plumas en mi boca, en tus zapatos, plumas en medio de tus juguetes, en las cortinas. Tomo una escoba rápidamente, desesperada, frenética, barro velozmente cada mosaico, cada centímetro de lugar puro, temerosa de que abrás tu puerta en cualquier momento, cubierta con tu cobija amarilla y todavía dormitando, y me descubrás mintiendo: ¡feliz día de las plumas!, te diría. Necesito mantenerte intacta. En dos minutos hay sudor pero no plumas, hay bolsas de basura pero no sangre. Respiro agitadamente. La suerte está de nuestro lado. No hay rastros de dolor, ni de pájaro, ni del felino que hoy ha mostrado sus garras. Hoy he borrado a las plumas de tus recuerdos de infancia.
Silvia Piranesi,  Costa Rica, 1979

[Piel de tigre]
En el suelo de mi cuarto está la piel curtida de un gran gato americano. No sé quién, ni porqué, cometió la gran bajeza de quitar la vida a tan noble felino. Le arrancaron la hermosa túnica veteada, que en vida le sirvió de guarida contra el frío y la humedad, y de cuartel en la caza entre la maleza.
La curtieron por tres meses con mangle y agalla, y la secaron al salobre viento de este desierto creado por los hombres. Y aquí está. Una parte de aquel magnífico tigre, que mató grandes vacas y veloces venados, desgajándoles el cuero con sus afiladas garras y colmillos. Hoy está aquí, a mis pies, aquel que un día fue el terror, capaz de ver en la noche, oler a la distancia y oír lo inaudito, aquel cuyo olor fue miedo y su grito muerte. Aquí, en mi propio cuarto, yace en el suelo la piel del jaguar que algún hombre mató de un ruin y cobarde tiro de escopeta.
¡Qué desperdicio! ¡Qué falta de conciencia! Tanta belleza la de la suave piel moteada de ese esbelto y ágil animal, y hoy sólo es una infame e indigna alfombra. Sus ojos, nariz y oídos ya desaparecieron, pero aquí, en su antiguo abrigo todavía quedan los orificios. Y aún asustan. Igual que aún atemorizan las grandes patas que conservan los enormes hoyos que una vez penetraron sus agudas garras.

No sé qué hacer. No puedo dormir en esta madrugada, pues me parece que el alma del tigre aún puede acechar en la noche. Y su piel está aquí. Y la toco levemente y la acaricio con fascinación. Ahora es dura, pero qué suave y flexible debió ser cuando corría libremente cubriendo a su dueño.
Y mientras le paso la mano por encima, esta se me vuelve de color pardo. Y se ve hermosa, pues está moteada como la piel del felino que inútilmente murió hace quién sabe cuánto.
            Es tarde. Es de noche y el aire entra por la ventana cargado de olores. Siento hambre y una feroz necesidad de salir a correr sigilosamente; siento la angustia del encierro y la ansiedad del vasto monte, el anhelo de ser libre.
Debo salir ya, mi piel es parda y moteada y aunque la lámpara se ha roto al caer, aún veo bien. Y los olores me excitan y los sonidos me llaman. Y mis garras son filosas y mis dientes puntiagudos.
 Afuera ha de haber un venado que ya se agita nervioso porque voy por él.
José Luis Rodríguez Pittí, Panamá, 1971
Tomado del libro Crónica de invisibles (Panamá, 1998)

Cometa Halley
A finales del verano de 1986, mi hermano Pacho de 14 años me subió en sus hombros para que yo pudiera estar un poco más cerca del cielo, y aquella madrugada contemplamos juntos el paso del maravilloso Cometa Halley, que le da la vuelta al sol cada 76 años. Ya entrando a clases, el profesor de Geografía de mi hermano preguntó si alguien tenía algún familiar vivo que hubiese visto el cometa en su paso anterior. Mi hermano levantó la mano:
—Mi bisabuelo va con el siglo y tenía 10 años cuando el cometa pasó la vez anterior.
El profesor atravesó el aula, se paró junto a mi hermano a punto de condecorarlo y dijo a la clase:
—Vean esto, tenemos aquí un caso extraordinario: el bisabuelo de este joven ha logrado ver el cometa dos veces.
—No profesor, solo una vez —dijo mi hermano.
—Pero, ¿cómo? ¿No me dice que está vivo?
—Sí, pero ahora está ciego.
El profesor reprendió a mi hermano por tomar en broma algo tan serio. Pero nunca hubo algo tan solemne como aquella última vacación en la que mi hermano tomó la mano de mi abuelo Pedro El Ciego y, llevándole la punta de los dedos por el aire, le describió en detalle la alineación de las estrellas y el infranqueable paso del cometa, mientras Pedro Guevara abría al cielo sus ojos blancos buscando en el universo de la mente esos millones de luciérnagas en su oscuridad infinita.
Lilian Guevara, Panamá, 1974

*En este post Plaza de las palabras presenta 9 minificciones de las 60 que tiene la antología.  Tomadas de la Breve Antología de minificción centroamericana contemporánea. Textos  reunidos por Alberto Sánchez Arguello.
Fuente: de los relatos aquí presentados: Tomado de Centroamerica Escribe/Facebook. Hinc sunt dracones  Aquí hay dragones Breve antología de minificción centroamericana contemporánea. Parafernalia Ediciones digitales (Nicaragua). 2016,78 pp.  parafernalia.org
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Para descargar la antología  http://parafernalia.org/