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Lenguaje y escritura: Jorge Luis Borges: El cuento y yo. Por Lee por Gusto -








Jorge Luis Borges: El cuento y yo


 
 
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Borges era un genio, pero tenía unos arranques de humildad para hacer creer a sus lectores que sus relatos eran una mera recopilación de informaciones que se encontraban en enciclopedias. Sin embargo, todos sabemos que sus monumentales textos han sido producto un trabajo invalorable en el que imaginación y enciclopedismo se han combinado. Compartimos la transcripción de una conferencia en la que el escritor argentino explica el origen de algunas sus más célebres historias.

Por Jorge Luis Borges
Acaban  de informarme que voy a hablar sobre mis cuentos. Ustedes quizás los  conozcan  mejor que yo, ya  que yo  los he escrito una vez  y he tratado  de  olvidarlos,  para   no   desanimarme  he  pasado   a  otros;  en cambio,  tal vez  alguno  de  ustedes  haya  leído algún  cuento mío, digamos un  par  de  veces,  cosa  que  no  me  ha  ocurrido  a  mí.  Pero  creo  que podemos  hablar  sobre  mis  cuentos,  si les  parece  que  merecen  atención. Voy  a  tratar  de  recordar   alguno  y  luego  me  gustaría   conversar   con ustedes  que,  posiblemente,   o  sin  posiblemente,   sin  adverbio   pueden enseñarme  muchas  cosas,  ya  que  no  creo,  contrariamente  a  la teoría  de Edgar Allan  Poe, que  el arte, la  operación  de escribir, sea una  operación intelectual.  Yo  creo  que  es  mejor  que  el  escritor  intervenga  lo  menos posible  en  su  obra.  Esto  puede  parecer  asombroso; sin  embargo,  no  lo es: en todo  caso  se trata, curiosamente,  de la  doctrina  clásica. Lo vemos en  la  primera  línea  -yo  no  sé  griego-  de  la  Ilíada  de  Homero,  que leemos  en  la  versión   tan   censurada   de  Hermosilla:   “canta, Musa,  la cólera   de  Aquiles”.   Es  decir,   Homero,   o  los  griegos  que  llamamos Homero,  sabían  que  el poeta  no  es  el  cantor,  que  el poeta  (el  prosista, da  lo  mismo)  es simplemente  el amanuense  de algo que ignora  y  que en su  mitología   se  llamaba  la  Musa.  En  cambio,  los  hebreos  prefirieron hablar  del espíritu,  y  nuestra  psicología  contemporánea  que  no  adolece de excesiva belleza,  de la  subconciencia,  el inconsciente  colectivo,  o algo así.  Pero,  en  fin,  lo  importante  es  el  hecho  de  que  el  escritor  es  un amanuense,  él  recibe  algo  y trata  de  comunicarlo,  lo  que  recibe  no  son exactamente ciertas palabras en un cierto orden, como querían los hebreos, que pensaban  que cada sílaba del texto había  sido prefijada.No, nosotros creemos en algo mucho más vago que eso, pero, en cualquier caso,  en recibir  algo.

***
Voy a tratar entonces de recordar un cuento mío. Estaba dudando mientras me traían y me acordé de un cuento que no sé si ustedes han leído: se llama El Zahir. Voy a recordar  cómo llegué yo a la  concepción de ese cuento.  Uso  la palabra  “cuento”  entre comillas,  ya  que no sé  si lo es o qué es, pero, en fin, el tema de los géneros es lo de menos. Croce creía que no hay géneros; yo creo que sí, que  los hay en  el sentido  de que hay una expectativa en el lector. Si una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo de  leer  cuando  busca  un  artículo en una enciclopedia o cuando lee una novela, o cuando lee un poema.Los textos pueden no ser distintos pero cambian según el lector, según la expectativa. Quien lee un cuento sabe o espera leer algo que lo  distraiga de su vida cotidiana, que lo haga entrar en un  mundo, no diré fantástico -muy  ambiciosa  es  la  palabra- pero  sí ligeramente  distinto  del  mundo de  las  expectativas  comunes.

Ahora   llego  a  El  Zahir  y,  ya   que  estamos   entre  amigos,  voy  a contarles  cómo  se me  ocurrió  ese  cuento. No  recuerdo  la  fecha  en  la que  escribí  ese  cuento,  sé que yo  era  director  de la  Biblioteca  Nacional, que  está  situada  en  el  Sur  de  Buenos  Aires,  cerca  de  la  iglesia  de  La Concepción;  conozco bien ese  barrio.  Mi punto de partida   fue  una palabra, una  palabra que usamos casi todos los días sin darnos  cuenta de lo misterioso  que hay en ella (salvo que todas las palabras son misteriosas): pensé en la palabra inolvidableunforgettable en inglés. Me detuve, no  sé por qué, ya  que había  oído esa palabra  miles de veces, casi no pasaba un día en que no la oía; pensé: qué raro sería que hubiera  algo que  realmente  no  pudiéramos  olvidar.  Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un objeto -¿Por  qué  no?- que fuera realmente inolvidable.
Ese fue mi punto de partida, bastante  abstracto y pobre; pensar en el  posible  sentido de esa palabra oída, leída, literalmente inolvidableunforgettableunvergesslich,inoubiable.  Es una consideración bastante pobre, como ustedes han  visto. En seguida pensé que si hay algo inolvidable, ese algo debe ser común, ya que si tuviéramos una quimera, por ejemplo, un  monstruo con tres  cabezas (una cabeza creo que de cabra, otra de serpiente, otra creo que de perro, no  estoy seguro), lo  recordaríamos ciertamente. De modo que no habría ninguna gracia en un cuento con un minotauro,  con una  quimera, con un unicornio inolvidables; no, tenía que ser algo  muy  común. Al pensar en ese algo común pensé, creo que inmediatamente,  en una  moneda, ya que se acuñan miles y miles de monedas todas exactamente iguales. Todas con la efigie  de la libertad, o con un escudo o con ciertas palabras convencionales.  Qué raro sería si hubiera una moneda, una  moneda perdida entre esos millones de monedas, que fuera inolvidable. Y pensé en una moneda que ahora ha desaparecido, una moneda de veinte centavos, una moneda igual a las otras, igual a la moneda de cinco, o a la de diez, un poco más grande; qué raro si entre los millones, literalmente, de monedas acuñadas por el Estado, hubiera una que fuera inolvidable. De ahí surgió una idea; una inolvidable moneda de veinte centavos. No sé si existen aún, si los numismáticos las coleccionan, si tienen algún valor, pero, en fin, no pensé en eso en aquel tiempo

Pensé en una moneda que para los fines de mi cuento tenía que ser inolvidable; 
es decir: una persona que la viera no podría pensar en  otra cosa.

Luego me encontré ante una segunda o tercera dificultad… he perdido la cuenta. ¿Por qué esa moneda iba a ser inolvidable? El lector no acepta la idea, yo  tenía que preparar  la inolvidabilidad  de mi  moneda y para eso convenía suponer un estado emocional en quien la ve,  había que insinuar la locura, ya que el tema de mi cuento es un tema que se parece a la locura o a la obsesión. Entonces pensé, como  pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su justamente famoso poema El Cuervo, en la muerte de una mujer hermosa. Poe se preguntó a  quién  podría impresionar la muerte de esa mujer, y dedujo que tenía que  impresionarle a alguien que estuviese enamorado de ella. De ahí llegué a la idea de una mujer, de quien yo estoy enamorado, que muere, y yo estoy   desesperado.

En ese punto hubiera sido fácil, quizá demasiado fácil, que  esa mujer fuera  como  la  perdida  Leonor  de  Poe.  Pero  no,  decidí mostrar a esa mujer de un modo satírico, mostrar el amor de quien olvidará la moneda de veinte centavos como un poco ridículo, todos  lo  son para quien los ve  desde  a fuera.
Entonces, en lugar de hablar de la belleza del love splendor, la convertí en una mujer bastante trivial, un poco ridícula, venida a menos, tampoco demasiado linda. Imaginé esa situación que se da muchas veces: un hombre enamorado de una mujer, que sabe,  por  un  lado,  que  no  puede vivir sin ella y, al mismo tiempo, sabe que esa mujer no es especialmente memorable,  digamos,  para   su  madre,  para  sus  primas,  para  la   mucama, para la costurera, para las amigas; sin embargo, para él,  esa  persona  es única.
Eso me lleva a otra idea, la idea de que quizás toda persona sea única, y que nosotrosno veamos lo único de esa persona que habla a favor de ella. Yo he pensado alguna vez que esto se da en todo, si no fijémonos en  la Naturaleza,  o en Dios  (Deus sive  Natura, decía Spinoza) lo importante es la cantidad y no la calidad. Por qué no suponer, entonces, que hay algo, no sólo en cada ser humano, sino en cada hoja, en cada hormiga, único, que por eso Dios, o la Naturaleza, crea millones de hormigas; es falso, no hay millones de hormigas,  hay millones  de seres muy diferentes, pero la diferencia es tan sutil que  nosotros  los veos como iguales.
Entonces, ¿qué es estar   enamorado?   Estar   enamorado es percibir lo único que hay en cada persona, eso único que no puede comunicarse salvo por medio de hipérboles o de metáforas. Entonces, por qué no suponer que esa mujer, un poco ridícula para todos, poco ridícula para quien está enamorado de ella, esa mujer muere. Y luego tenemos el velorio. Yo elegí el lugar del velorio, elegí la esquina, pensé en la  iglesia de La Concepción, una iglesia no demasiado famosa  ni demasiado patética,  y  luego  al  hombre  que  después  del  velorio  va  a  tomar    un guindado  a  un  almacén.  Paga;  en  el  cambio  le  dan  una  moneda  y  él distingue  enseguida  que  hay  algo  en  ella  -hice  que  fuera  rayada  para distinguirla  de  las  otras.  Él ve  la  moneda,  está  muy  emocionado  por  la muerte de la mujer, pero al verla  ya empieza  a olvidarse  de ello, empieza a  pensar  en  la  moneda.  Ya  tenemos  el  objeto  mágico  para  el  cuento. Luego  vienen  los  subterfugios  del  narrador  para  librarse  de  esa  que  él sabe  que  es  una  obsesión. Hay diversos subterfugios: uno  de  ellos  es perder la moneda. La lleva, entonces, a otro almacén que queda un poco lejos. La entrega  en el cambio,  trata de no fijarse  en qué esquina  está. ese almacén,  pero  eso  no  sirve  para  nada  porque  él  sigue  pensando  en  la moneda.
Luego  llega  a  extremos  un  poco  absurdos.  Por  ejemplo,  compra una  libra  esterlina  con  San Jorge  y  el  dragón,  la  examina  con  una  lupa, trata  de  pensar  en  ella  y  olvidarse  de  la  moneda  de  veinte  centavos  ya perdida  para  siempre,  pero  no  logra  hacerlo.  Hacia  el  final  del  cuento el hombre va  enloqueciendo  pero piensa  que esa misma  obsesión  puede salvarlo.  Es  decir,  habrá  un  momento  en  el  cual  ya  el  universo  habrá desaparecido,  el universo  será una moneda  de veinte  centavos.  Entonces él -aquí produje un pequeño efecto literario-  él, Borges, estará loco, no sabrá  que  es  Borges.  Ya no será otra cosa  que  el  espectador  de  esa perdida   moneda   inolvidable.   Y  concluí  con   esta  frase  debidamente literaria,  es  decir,  falsa:  “Quizás  detrás  de  la  moneda   está  Dios”.  Es decir   si  uno  ve  una  sola  cosa,  esa  cosa  única  es  absoluta.  Hay  otros episodios  que  he  olvidado,  quizás  alguno  de  ustedes  los  recuerde.  Al final,  él  no  puede   dormir,  sueña   con  la  moneda,  no  puede  leer,  la moneda  se  interpone  entre  el  texto  y  él,  casi  no  puede  hablar  sino  de un  modo  mecánico,  porque  realmente  está  pensando  en  la moneda,  así concluye  el cuento.
Bien, ese cuento pertenece a una serie de cuentos, en la que hay objetos mágicos que parecen preciosos al principio y luego son maldiciones, sucede que están cargados de horror. Recuerdo otro cuento que  esencialmente  es  el mismo y que está  en  mi mejor  libro, si es   que yo puedo hablar de mejores libros: El libro  de  la arena.  Ya el título es mejor que El Zahir, creo que zahir quiere decir algo así como maravilloso excepcional. En este caso, pensé antes que nada en el título: El libro de arena, un libro imposible, ya que no puede haber libros de arena, se disgregarían. Lo llamé libro de arena porque consta de un número infinito de páginas.   El  libro   tiene   el  número   de  la  arena, o más   que presumible número infinito  de  páginas,  no  puede  abrirse  dos  veces en la misma.

Este   libro  podría  haber  sido  un  gran  libro, de  aspecto  ilustre; pero la misma idea que  me  llevó  a una moneda de  veinte centavos en el primer cuento, me condujo a un libro mal impreso, con  torpes ilustraciones y escrito en un idioma desconocido. Necesitaba eso para el prestigio del libro, y yo llaméHoly Writ -escritura sagrada-, la escritura sagrada de una religión desconocida. El hombre  lo  adquiere,  piensa  que tiene un libro único,  pero luego advierte lo  terrible de  un libro  sin primera página (ya que si hubiera  una  primera  página  habría  una  última). En cualquier parte en la que él abra el  libro,  habrá siempre  algunas páginas  entre  aquella  en  la  que  él  abre  y  la  tapa.  El  libro  no  tiene nada de particular,  pero  acaba  por  infundirle  horror  y  él  opta  por  perderlo y lo hace en la Biblioteca Nacional. Elegí ese lugar en especial porque conozco bien la biblioteca.
Así, tenemos el mismo argumento: un objeto mágico que realmente encierra horror.

Pero antes yo había escrito otro cuento titulado Tlön, Uqbar  Orbis Tertius. Tlön no se sabe a qué idioma  corresponde.  Posiblemente  a  una lengua germánica. Uqbar sugiere algo arábigo, algo asiático. Y luego dos palabras claramente latinas: Orbis Tertius, mundo  tercero.  La  idea  es distinta,   la  idea   es   la   de   un   libro   que   modifique   el mundo.
Yo siempre he sido lector de enciclopedias, creo que es uno de los géneros literarios que prefiero  porque  de  algún  modo  ofrece  todo    de manera sorprendente. Recuerdo que solía concurrir a la Biblioteca Nacional con mi padre; yo era demasiado tímido para pedir un  libro,  entonces sacaba un volumen de los anaqueles, lo abría y leía. Encontré una vieja edición de la Biblioteca Británica, una edición muy superior a las actuales ya que estaba concebida como libro de lectura y no de consulta; era una serie de largas monografías. Recuerdo que una noche especialmente afortunada en la que busqué  el  volumen  que  corresponde  a  D-L  y leí un artículo sobre los druidas, antiguos sacerdotes de los celtas, que creían -según  César- en  la  trasmigración.  Luego pensé  en un  rasgo  no  indigno de  Kafka:  Dios  sabe  que  esos  drusos  son  muy  pocos,  que  los  asedian sus  vecinos,  pero  al  mismo  tiempo  creen  que  hay  una  vasta  población de  drusos  en  la  China  y  creen,  como  los  druidas,  en  la  trasmigración. Eso  lo  encontré  en  aquella  edición,  creo  que  del  año  1910, y  luego  en la  de 1911 no encontré ese párrafo,  que posiblemente  soñé; aunque creo recordar  aún  la  frase chinese  druses  -drusos  chinos-  y  un  artículo  sobre Dryden,  que  habla  de  toda  la  triste  variedad  del  infierno,  sobre  el  cual ha  escrito  un  excelente  libro  el  poeta  Eliot;  eso  me  fue  dado  en  una noche.
Y como siempre he sido un lector de enciclopedias, reflexioné -esa reflexión es trivial también, pero no importa, para  mí  fue inspiradora­ que las enciclopedias que yo había leído se refieren a nuestro  planeta,  a los otros, a los diversos idiomas, a sus diversas literaturas, a las diversas filosofías, a los diversos hechos que configuran lo que se llama mundo físico. ¿Por qué no suponer una enciclopedia de un mundo  imaginario?
Esa enciclopedia tendría el rigor que no tiene lo que llamamos realidad. Dijo Chesterton que es natural que lo real  sea más  extraño  que lo imaginado, ya  que  lo  imaginado  procede  de  nosotros,  mientras que lo real  procede  de  una  imaginación  infinita,  la  de  Dios. Bueno, vamos a suponer la enciclopedia de un mundo imaginario. Ese mundo imaginario, su historia, sus matemáticas, sus religiones, las herejías de esas religiones, sus lenguas, las gramáticas y filosofías de esas lenguas, todo eso va a ser más ordenado, es decir, más aceptable para la imaginación que el   mundo real en el que estamos perdidos, del c1uc podemos pensar que es un laberinto, un caos. Podemos imaginar, entonces, la enciclopedia de ese mundo, o esos tres mundos que se llaman, en tres etapas sucesivas,Tlön, Uqbar, Orbú Tertius. No sé cuántos ejemplares eran, digamos treinta ejemplares de ese volumen que leído y releído, acaba de suplantar la realidad; ya que la historia real que narra es más aceptable que la historia real que no entendemos, su filosofía corresponde a la filosofía que podemos admitir fácilmente y  comprender  el  idealismo  de  Hume,  de los hindúes, de Schopenhauer, de  Berkeley,  de  Spinoza.  Supongamos que esa enciclopedia funde el mundo cotidiano y lo reemplaza. Entonces, una vez escrito el cuento, aquella misma idea de un objeto mágico que modifica la realidad lleva a una especie de locura; una  vez  escrito el cuento  pensé:  “¿qué  es  lo  que  realmente  ha  ocurrido?”.  Ya   que, ¿qué sería el mundo actual sin los diversos libros sagrados, sin los diversos libros de filosofía?


***
Ese fue uno de los primeros cuentos que escribí. Ustedes observarán que esos tres cuentos de apariencia distinta, Tlön, Uqbar, Orbú Tertius; El zahir y El libro de arena son esencialmente el mismo: un objeto mágico intercalado en lo que se llama el mundo real. Quizás piensen que yo haya elegido mal, quizás haya otros que les interesen  más. Veamos por lo tanto otro cuento: Utopía de un hombre que está cansado. Esa utopía de un hombre que está cansado es realmente  mi utopía.  Creo que adolecemos de muchos errores: uno de ellos es la fama. No hay ninguna razón para que un hombre sea  famoso.  Para  ese cuento yo imagino una  longevidad muy  superior  a  la  actual.  Bernard  Shaw  creía  que  convendría  vivir  300 años para  llegar  a ser adulto. Quizás la  cifra  sea escasa; no recuerdo  cuál he  fijado  en  ese  cuento:  lo escribí  hace muchos  años. Supongo primero un  mundo  que  no  está  parcelado  en  naciones  como  ahora,  un  mundo que  haya  llegado  a  un  idioma  común.  Vacilé entre el esperanto u otro idioma neutral y luego pensé en el latín. Todos sentimos la nostalgia del latín. Me acuerdo de una frase muy linda de Browning  que habla de ello: “Latin,  marbles  lenguage” -latín,  idioma  del  mármol-.  Lo  que  se  dice en  latín   aparece,  efectivamente,  grabado  en  el  mármol  de  un  modo bastante lapidario. Pensé en un hombre que  vive  mucho  tiempo,  que llega a saber todo lo que quiere saber, que ha descubierto su  especialidad y se dedica a ella, que sabe que los hombres y mujeres en su vida pueden ser innumerables, pero se retira a la soledad. Se dedica a su arte,  que puede ser la ciencia o cualquiera de las artes actuales.  En  el cuento se trata  de un  pintor. Vive  solitariamente, pinta,  sabe que  es  absurdo dejar una  obra  de  arte  a  la  realidad,  ya  que  no  hay  ninguna  razón  para  que cada uno no sea su propio Velásquez, su propio  Schopenhauer. Entonces llega  un  momento  en  el  que  decide  destruir  todo  lo  que  ha  hecho. Él no tiene nombre: los nombres  sirven para  distinguir  a unos  hombres  de otros, pero él vive solo. Llega un momento en que cree que es conveniente morir.  Se  dirige  a  un  pequeño  establecimiento  donde  se  administra  el suicidio  y  quema  toda  su obra.  No  hay  razón  para  que  el  pasado  nos abrume,  ya  que  cada  uno  puede  y  debe  bastarse.  Para  que  ese  cuento fuese  contado  hacía  falta  una  persona  del  presente;  esa  persona  es  el narrador.  El  hombre  aquél  le  regala  uno  de  sus  cuadros  al  narrador, quien  regresa  al  tiempo  actual  (creo  que  es contemporáneo   nuestro). Aquí recordé  dos  hermosas  fantasías,  una  de  Wells  y  otra  de  Coleridge. La  de Wells  está  en  el  cuento  titulado  The  Time Machine -la  máquina  del tiempo-, donde  el  narrador  viaja  a  un  porvenir  muy  remoto  y  de  ese porvenir  trae  una  flor, una  flor  marchita;  al  regresar  él  esa  flor  no  ha florecido  aún.  La  otra  es  una  frase,  una  sentencia  perdida  de  Coleridge que está en sus cuadernos, que no se publicaron  nunca  hasta  después  de su  muerte,  y  dice  simplemente:  “si  alguien  atravesara  el  paraíso  y  le dieran  como prueba  de su pasaje  por  el paraíso  una  flor y se despertara con  esa  flor  en  la  mano,  entonces,  ¿qué?”.
Eso es todo, yo concluí de ese modo: el hombre vuelve al presente y trae consigo un cuadro del porvenir, un cuadro que no ha sido pintado aún. Ese cuento es un cuento triste, como lo indica su  título: Utopía de un hombre que está cansado.

Fuente:Leer Por Gusto. 
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