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Dos cuentos de Alvaro Calix

Con las manos en la masa**

Álvaro Calix

            Dedicó semana y media para ultimar los detalles de la visita, sacrificó incluso su paseo del domingo por el Jardín de Paz, a pesar de los ojos suplicantes de Laika, arrinconada en el zaguán. El plan estaba listo. Según sus cálculos, entrar al cascarón no le tomaría más de un cuarto de hora, si todo salía bien.
Llegó el lunes, con una superluna prendida en el cielo; no muy lejos, Venus le hacía compañía. Al menos tuvo tiempo para verla anoche desde su telescopio. Entre bostezos se vistió con la ropa que había dejado sobre la cómoda del dormitorio. Sin desayunar, se despidió de Laika… Olimpo no aparecía por ningún lado. Caminó hasta la colonia vecina. Cruzó el atajo por los terrenos baldíos de los Sagastume, quizás una mala idea pues terminó con pinchazos de cardos y mozote pegado en los talones. Puesto en la casa, abrió sin problemas el portón de la entrada, la llave calzaba perfecto. Avanzó hasta la puerta principal, volteó a ver a ambos lados, metió la ganzúa en el cerrojo hasta forzarlo; dio un leve empujón a la puerta y, sin más, ¡estaba adentro! Escondió la ganzúa en el bolsillo de la gabardina. Se alumbró con el foco de mano. Respiró hondo y contempló la sala. No cargaba nada, ni mochila ni bolsa. En las manos sólo tenía el pequeño foco. Lo primero que hizo fue correr las cortinas de la ventana para alejar miradas indiscretas. Se acomodó a sus anchas en uno de los sillones, el más grande, y absorbió despreocupado el aire de la casa. Alumbró la foto de la retratera que estaba sobre la mesa de vidrio. Lo más probable es que la hubieran tomado en alguna de las playas del sur; una foto de la familia: la pareja con sus tres hijos, y un castillo de arena asomando apenas. Movió la linterna, detuvo la vista en un cuadro grande que colgaba de la pared, el paisaje de Venecia y sus góndolas aparecían tenuemente distorsionados en el lienzo. Al sentirse más a gusto, avanzó hacia la cocina, en puntillas, encendió la luz y abrió el chinero, sacó uno de los vasos azules y se sirvió agua del botellón. Fue hasta el refrigerador, entreabrió la puerta y miró con deleite lo bien surtido que estaba. Le llamó la atención un recipiente con su queso favorito, la boca se le hizo agua; alargó la mano con la intención de meter el dedo y darle una probada; se detuvo al recordar que tenía las manos sucias, aceptó conformarse con el aroma.
              Sin prisa, apagó la luz y salió de la cocina para moverse al cuarto de los varones; quizás, si le quedaba tiempo, pasaría después por el de la nena. Volvió a alumbrarse con la linterna. Aunque la puerta estaba cerrada, no le habían puesto el  pasador. Fue fácil entrar sin hacer ruido. Se colocó a un paso de la litera y contempló al hermano menor, que dormía en la cama de abajo, con la almohada apretada contra el pecho. Dio un paso en falso y tropezó con el balón tirado en el piso; trastabilló hasta detenerse en el guardarropa. La pelota viajó hasta el otro extremo y chocó contra la pared. El mayor dormía en la cama de arriba; a lo mejor despabilado por el ruido de la pelota, suspiró. Falsa alarma, Bayardo no despertó, sólo se dio vuelta para quedar de cara al rincón, al tiempo que se acomodaba la sabana.
            El de la gabardina amarilla contuvo la respiración, comenzó a sudar. Inmóvil, contó hasta cincuenta. Volvió a acercarse al niño que dormía en la cama de abajo. Con gran cuidado, se sentó en el colchón, a los pies de Jorgito. Se inclinó y estiró el brazo para acariciarle el cabello. El pequeño no se movió. El hombre recordó entonces los juguetes; se levantó para ir a abrir uno de los cajones del armario. Sintió algo pesado en el pecho cuando vio los soldaditos de plástico que estaban amontonados en la primera gaveta. Eran soldaditos a la usanza de la segunda guerra, por lo menos tenían treinta años. Venció la tentación de ponerse a jugar con los soldaditos. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, y ni siquiera había visitado el cuarto de la niña. A las suertes del tin marín, decidió tomar uno de las hombrecitos de la artillería. Titubeando, se lo metió en la gabardina, junto a la ganzúa.
            La niña, acostada boca abajo, con el rostro un poco ladeado a la derecha, se había quitado sin querer la cobija, pero no parecía sentir frío. Él la cubrió con la sábana. Jaló con picaresca manía el mechón largo del cabello de la nena; fue una suerte que no despertara. Tampoco pudo resistirse a darle un beso en la mejía, un beso suave, que sólo podía hacer más profundo el sueño de Elena. ¡Cómo deseó en ese momento haber tenido una flor y dejársela!, pero no trajo flores. Se conformó con el beso. 
            Regresó a la sala. El tic tac del reloj de pared era el único sonido percibible; sabía que pronto aparecería el coro de los gallos y, casi de inmediato, el rugido monótono de los camiones de la embotelladora. No deseaba llegar otra vez tarde al negocio, por lo que iba siendo hora de salir. Pero algo lo aturdía. Sin perder tiempo se desvió al pequeño cuartito de baño. Cerró la puerta, tanteó en la pared hasta encontrar el interruptor; encendió la luz.  Tuvo tiempo para verse en el espejo, sin perder ocasión de acicalar el cabello con los dedos, para afirmar el partido en medio. Descargó su turbación en el inodoro. Se abstuvo de jalar la palanca, bajó la tapa con cuidado. Por fin pudo lavarse las manos, aunque ya no le quedaba tiempo de ir por el queso. Mientras ponía el cierre a la faja, conjeturaba sobre el provecho de dar el siguiente y último paso. Dirigirse a la recámara principal entreveía mayor riesgo, pero, de no hacerlo, bien lo sabía, el propósito de su visita quedaria a medias. 
            Resuelto, salió del baño y avistó el dormitorio de la pareja. Tragó saliva y avanzó campante por el pasillo, por poco comete el desliz de tararear un estribillo de los Beatles. A unos pasos de la puerta, hubiera logrado entrar a la habitación de no ser porque alguien lo encañonó desde atrás: un hombre alto cubierto con un pasamontañas que acudió de inmediato al llamado del dueño de la casa.  El marido, sorprendido, pudo percatarse de que la suposición de su mujer no era una chifladura: alguien se había metido a la casa. Sin pensárselo llamó a la caseta de vigilancia.
Cuando lo esposaron, bajó la cabeza y cerró los ojos. Lo primero que pensó es que no iba a abrir a tiempo la cerrajería, la tercera vez en lo que va del mes. Cierto es que no daba las trazas de un ladrón común, pero como tal fue tratado.  En lo que lo llevaban a la posta de la colonia, el dueño le dijo de todo y, de no ser porque intervino el guardia, el de la pijama verde menta le hubiera dado una paliza ahí en plena calle.
            —¿Qué es lo que querías robarme?
El hombre de la gabardina, volteó a ver el polvo que se le había pegado a sus zapatillas de charol. No podía agacharse para limpiarlos.
            —Pues, quizás nada que usted vaya a extrañar. Y aunque no le llamaría con certeza “un robo”, casi he conseguido lo que quería. Pero… créame… en realidad, no es para tanto.
            —Pero, ¿qué me robaste?, pedazo de... Te vamos  a registrar de pies a cabeza, y no te vas a llevar nada a la cárcel… o a la tumba...
            Consternado por los insultos, se resignó a lo peor, lamentando no haber comido algo antes de salir de casa. 
            —¿Quiere que le diga la verdad?... ¿Eso es? Pues, puede ver que no cargo nada encima…—se sonrojó al recordar el soldadito que llevaba en el bolsillo—. Aun así, le repito, casi por completo me he salido con la mía. 
            No podía contenerse el propietario, las venas saltaban por sus ojeras. Vacilaba con apretar el gatillo de la pistola. Total, uno menos, se decía a sí. Uno de los vigilantes, carabina al hombro, miró con indulgencia al prisionero, como si quisiera decirle que pegarle un tiro era de lo de menos, que hablase de una vez si pretendía salvar el pellejo.
            —No sé si usted pueda creerme —vio al licenciado Serrano por primera vez a los ojos—. No gano nada con mentirle. Es, sin duda, difícil de explicar… Los conozco tanto, que sólo quería rumiar un poco de su intimidad... nada más.


*J. Álvaro Cálix Rodríguez Escritor hondureño, ha publicado dos libros de cuentos: La plaza de los poetas, (2006) y Ariana y la burbuja (2014, Ebook en la tienda de Amazon). Sus cuentos han sido publicados en varios medios de difusión nacional e internacional. En Honduras ha obtenido dos Premios literarios en la rama de cuento: Grupo Ideas (1989), y Juegos Florales Santa Rosa de Copán (2008).
** Del libro de cuentos La plaza de los poetas , Satyagraha editores, 2006


Punto de partida

Cuento de Álvaro Cálix

El soldado que se niega a servir en una guerra injusta es aplaudido por quienes aceptan sostener al gobierno injusto que hace la guerra. H.D. Thoreau (El deber de la desobediencia civil).


            Casi es tiempo de abordar, la vocecilla del altoparlante hizo el segundo llamado. Repaso por última vez la sala. Varios están leyendo el diario, como en cadena, varados en la penúltima página… Con grandes titulares y fotos a todo color, aparece el asesinato de turno. Es otra mañana de un lunes cualquiera, sí, porque mi partida es un suceso que, aparte de mi familia y algunos amigos, pasa muy bien inadvertido.
            Escucho ahora el estrépito de un avión que despega; ya me lo imagino horadando el aire tibio de la mañana y elevarse hacia el cielo de abril. Entre abrazos y consejos, descubro mi turbación. Son tan confusas las despedidas, sobre todo cuando vienen así, de repente. Un presentimiento se me revuleve en el estomago: intuyo que, quizás, no vuelva a ver a más de alguno de los que vienen a decirme adiós. 
            Sin poder evitarlo siento que la vida se parte en dos, un cruce de caminos, inesperado, constriñe a girar el rumbo. De seguro, este momento quedará grabado en mí como un paisaje sombrío del país ahora menos vivible que nunca. Aunque el viaje me alienta cierta esperanza, no parto porque se me antoja. ¡No!…, me han impelido las circunstancias.
            Confieso que todavía quedo boquiabierto al observar lo fácil que nos acomodamos al golpe de Estado…, a la disolución de la Asamblea y, unos meses después, como secuela, esta pasiva actitud frente a la guerra que está a la vuelta de la esquina. ¡Quién puede negar que la vida es una caja de sorpresas!… No pocos de los que ayer exaltaban el viejo régimen, picotean hoy las migajas que lanza el Dictador.
            Por las actitudes de muchos, supongo que los vientos de guerra con el país vecino se perciben como una circunstancia insalvable. Y no podía ser de otra manera, los micrófonos y las plumas mejor tasadas, como herreros, le han sacado filo a las palabras para arrojarlas aquí y allá, cargadas ya sea de elíxires heroicos para exaltar el ánimo, de jugos ponzoñosos para sacarse al punto a los opositores, o de sedantes para aplacar la conciencia de aquellos que andan sin ton ni son por las calles. Tal vez eso explica la naturalidad de la gente que, sin asombro, mira como va engrosándose la milicia con tierna carne de cañón de las barriadas y de los poblados tierra adentro. Y a los pocos que elevan la voz para invocar la objeción de conciencia, ¡lo sabré yo!, a más de tildarnos de ¡antipatriotas!, nos prodigan garrotazos y bartolina.
Tal vez no tenga la edad para entender ciertas cosas, pero, bien sé que cuando comienzan a encapotarse los cielos de la libertad, pronto emerge el desasosiego, indetenible; sé además que antes de consumirse el último vestigio de la tarde, brota, desde los intersticios, un clima subterráneo, y aunque yo no esté de acuerdo, la sangre de unos y otros nos salpicará el rostro, y no bastarán pañuelos blancos para limpiarnos, ni nuestras lágrimas serán suficientes para diluir el tono rojizo que se pintará culpable en las mejillas.
            Verifico por enésima vez que llevo los papeles en regla… boleto, pasaporte e impuestos. Tengo hambre, no me basta el capuchino y la galleta de avena.  Huelo un aroma casero que proviene del fardo de empanadas que aliñó la abuela en mi alforja; la abro y encuentro el bulto, envuelto en papel mánteca. Fueron horneadas en la mañanita, todavía están calientes; retiro la envoltura e intento con voracidad un bocado, pero algo me detiene, no es que crea que me voy a quemar la lengua, no es eso, más bien, un soplo de nostalgia enerva mi apetito y vuelvo a cerrar el paquete; quisera tenerlo todavía conmigo cuando finalice el vuelo.          
Un par de chiquillos pasa a mi lado, listo para abordar con su madre. Un hombre con aire de extranjero apresura el paso, mientras cierra el libro que lleva entre las manos. Al fondo, llanto, apretones y abrazos dilatados. Subo escaleras; risas de mujeres perfumadas me dejan al paso. Bien dicen que el mundo no se detiene… a pesar de todo…
            ¡Es tarde!... Tarde para darme la vuelta y desafiar la inercia.  Voy caminando por la manga que une el aeropuerto con la nave… un túnel gris, soporífero, que no parece estar en ningún lugar ni tiempo, es la antesala a la ruptura. Una sonrisa me espera del otro lado, la de la asistenta de vuelo en traje azul marino, que por supuesto no puede percibir mi vértigo, y dice: “Bienvenido”; apenas balbuceo una respuesta. Decenas de ojos me interceptan mientras avanzo por el pasillo del avión. Tropiezo, el rubor sube a mi cara, imagino que estoy dando manotazos en el aire para alcanzar mi asiento.
            Dicen que en la vida hemos de morir varias veces para asomar a la madurez. Hoy he muerto, como si lo sacasen a uno de raíz. Como un árbol deshojado por el otoño, me siento a la intemperie, en un desierto de fugaces miradas y sonrisas de témpano. Pero qué distinto efluvio transmite la atmósfera que me rodea: rostros animados, ejecutivos rimbombantes, el futbolista que se va a jugar a Italia, el exministro y el exdiputado, el turista que se larga a tiempo, maravillado por el sol y la playa, los primos del nuevo jefe de Estado y, no podían faltar, las señoras de tales que van de paseo a Miami. Una jungla diversa, de la que por supuesto formo parte.
            Abrocho el cinturón. Los motores han calentado, la nave comienza a moverse hacia la ruta de despegue. El pasillo se despeja, vuelve el vértigo, no quiero partir y, sin embargo, desde mi interior bulle una sensación de alivio. Cierro la ventanilla, compulsiones hacen temblar mi cuerpo; frente a lo cual, intento disimular mi estado; entonces, cierro los ojos para atrincherarme. Ahora los segundos se alargan, densos, mientras aumenta la velocidad del avión. Escucho los gritos de una niña asustada, la risa nerviosa de un anciano y, puedo escuchar también, mi llanto interior. Palpo el crucifijo y me persigno. El aire va tragando la aeronave.
            Tengo sed, una pesada aspereza recubre mis labios, apenas lubricada por el contacto ligero de la lengua. Pronto podré pedir un vaso de agua, aunque temo que mi sed sea más profunda. Para distraerme, de antemano cambió la hora del reloj para ajustarlo a mi nuevo destino. Quizás por la resequedad, estallo en un arranque de tos que sacude mi torax con furia. Esta circunstancia no deja de avergonzarme, puesto que desentona con el silencio artificial que priva. Con discreción, trato de manejar el incidente, tapando con el puño mi boca hasta reducir el espasmo.
            No habiendo salido todavía del percance, me toma de sorpresa lo que veo; para confirmar que siempre hay excepciones, una mujer en indudable estado de preñez, desafía las reglas; se ha levantado para ir a pararse en medio del pasillo. Supongo que busca captar nuesta atención, aun sin mediar palabra de su parte. Con suavidad golpetea el dedo índice contra el respaldar de un asiento. Parece estar tomando aire, como preparándose  para un acto final. Con la otra mano acaricia el vientre abultado, una y otra vez en movimientos circulares. Decidida, se yergue y lleva sus manos a la altura del pecho, con las palmas tendidas; alza con parsimonia la barbilla, mientras los ojos se van cargando de una pasión contagiosa.
            Con voz firme nos increpa: “¡Recua de insensatos!…, ¡que sin remilgos lamen las botas del ‘Superhombre’!... ¡Como no es la de sus hijos… la sangre que se va a derramar…!”. Atónitos aún, vemos que con su índice comienza a señalar a uno tras otro pasajero, como si estuviera repartiendo culpas. No escapo del señalamiento, hecho que asumo con serenidad, aunque no dejo de lamentar que, tras el biombo, se quedaron sin reprimenda los pasajeros que viajan en primera clase.
            Al compás de las palabras de la dama, siento que la sangre corre desbocada por mis venas. Y aunque la mujer guarda silencio ahora, su voz retumba una y otra vez en mis oídos, como réplicas de un gran temblor. Sin pensarlo mucho, canalizo mi asombro en enérgicos aplausos que, al no hallar eco en los otros viajeros, como una campanada fugaz, van perdiendo poco a poco intensidad. Al menos, pude atraer su atención, y al encontrarme con su mirada, comparte conmigo una sonrisa afable, como si es que nos hubiésemos conocido de toda la vida; luego agacha la cabeza y coloca sus manos contra las sienes, alcanzando a taparse los ojos con la cuenca de las palmas. Presumo que se va serenando, ahora que adopta esa pose. Por mi parte, reconozco que algo de mi impotencia se ha tornado en esperanza.
Dos miembros de la tripulación acuden pronto para poner a la mujer en cintura; sin resistencia de su parte, logran devolverla a su asiento. Nadie dice nada. Algunos se asustaron más de la cuenta al pensar que se trataba de un atentado. Sin embargo, ya las pantallas de televisión van deslizándose desde el techo para mostrar el comercial de moda; al tiempo que varios pasajeros reclinan los asientos y se relajan. Ha vuelto la calma.
            Abajo, entre contornos borrosos, una inmensa mancha azul perfila la costa y desaparece el país conocido. La diáspora comienza, mañana, varios cientos más serán desterrados. No obstante, contra lo que indican las circunstancias, tengo la certeza de que pronto caerá el telón de esta tragedia.
            ¡Nadie dude que ha comenzado un tiempo de Satyagraha!... [1]




[1] Satyagraha: la lucha por la verdad, en el contexto de la resistencia no violenta que planteara Gandhi.