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Cuento: Cabeza de Jaguar de Alvaro Calix


Libio, mediodía en punto, ve sobre la cuneta un cuerpo boca arriba, tirado en las afueras del restaurante chino. Camina, lo rodea. No hay mirones ni tampoco ha llegado la Poli. El vendedor de chicles, pelo y bigote cano, lentes de plástico enormes, está a dos metros, cubierto del sol por el alero del restaurante. ¿Ladrón?, pregunta Libio. Por supuesto, dice el chiclero, uno menos… gracias a Dios, agrega. Tendrá unos veinte el muerto, cuando mucho; el pelo rapado a los lados, un arete diminuto en la oreja izquierda y, sobre el hombro desnudo, tatuada en gris se adivina la cabeza de un jaguar. ¿Quién los manda, verdad?, eso les pasa por andar de zánganos, murmura el viejo. Libio vuelve a preguntar, acomodándose las gafas de sol, ¿por qué no hay gente alrededor?, el otro se apresura a contestar: ¡No señor, ya nos curtimos!, hoy un malnacido, ayer una señora que se las tira de valiente, de vez en cuando un policía baleado…  Ya nos da igual.

En la cuneta, se ha encharcado la sangre. Arremolinada sobre el cadáver, zumba una nube de moscas verdes. La gente ignora el bulto y sigue su camino. Es un día más agitado que de costumbre, pagan el aguinaldo. Con megáfonos y grandes carteles, las tiendas anuncian descuentos. No hay tiempo que perder, es tiempo de arrebato. ¿Lo conoce usted?, increpa Libio de nuevo. No, ni idea, primera vez que lo veo; seguro es un pandillero del Zanjón.
Aparece la patrulla. Una Volkswagen que se cae a pedazos. A paso lerdo, se apean dos azulitos. Uno es alto, tostado, no puede ocultar el fastidio, se bambolea embutido en un pantalón digno de otro cuerpo. El otro, bajo, regordete y de pelo liso, parece más dulzón. Se acercan al cuerpo. Llegaron cuando se les antoja, dice el chiclero a Libio. El oficial alto, oído aguzado, cazó el comentario, lo mira, empurrando la cara, señala con el dedo y amenaza cuidadito con lo que dice, más respeto, si supiera qué día el de hoy, desde la madrugada, de arriba a abajo por todo el distrito. Luego se queja del sueldo, escupe, y vuelve a mirar al chiclero, así que mejor cállese la boca. El otro sospecha algo, se inclina y toca el pulso del muchacho. ¡Todavía está vivo!, llamá una ambulancia, le grita al compañero.
¿Cómo fue la cosa?, pregunta el bajito al chiclero. Yo no vi nada. Pero sí fue en sus narices, cómo va a decir que no vio nada. No se enoje señor oficial… El pícaro, navaja en mano le birló la cartera al cristiano que salía del banco; el hombre ni se resistió, mansito se la dio; ¡ah!, pero sólo esperó a que el bandido huyera y… comienza a perseguirlo; acortó distancia, sacó la pistola y ¡pum!, zampó el cuetazo. Y el hombre que disparó, ¿usted lo había visto antes?, dígame la verdad. Se lo juro que no, ni idea, el fulano siguió su camino como si nada.
Libio termina de comprar golosinas al viejo y se aleja unos metros para sentarse en las bancas donde se la pasan los lustrabotas. Con pasta neutral, le dice al bolero, que acaba de tragarse el último bocado de un taco de pollo. El muchacho, sin prisa, se limpia la boca con el envés de la mano. Saca la franela y la pasta. A la par, dos señores en camiseta, con chapas de refresco sobre un tablero de madera, juegan una partida de damas. El policía tostado continúa apuntando en su libreta. El encargado de turno del restaurante sale para reclamar a la policía por qué no se han llevado al muerto, que le están espantando la clientela. No se inmuta cuando el oficial le dice que el joven todavía está vivo. Que se lo lleven ya, por favor.  
Los botines, como nuevos; el polvo de las calles adherido al cuero cede a la fruición de franelas y cepillos. El bolero, palmea la cajita para que Libio cambie de pie. Baja la mirada y aprueba el trabajo del jovencito de gorra roja. Con el garbo de un caballero, piensa darle propina. Uno de los policías se acerca a las bancas de los lustrabotas para pesquisar. Pero nadie suelta hilo, dicen que no vieron nada, que el disparo se oyó de repente. Después, el azulito cruza la calle y comienza a preguntarle al guardia que cuida el banco. Escopeta al ristre, el vigilante, cejas tupidas y ojitos achinados, niega meneando la cabeza. Con el dedo índice, traza en el aire un cuadrado, demarcando el territorio a su cargo. Se dan la mano, a lo mejor se conocen. De mala gana, el policía cierra el cuaderno y va a reunirse con su compañero, que sigue platicando con el chiclero.
Llega la ambulancia. Dos muchachas se bajan, saludan a los policías. Se agachan con sus aparatos. La más joven de las socorristas se encoge de hombros, mientras se rasca la nariz. Ahora solo queda esperar a los de medicina forense.
De los transeúntes que pasan, una mujer en harapos se acerca, descalza y con llagas en las piernas. Comienza a insultar a policías y cruzrojistas, peor aún, blandiendo un estropajo de sombrilla amaga sopapearlos a punta de varillazos. ¡Mi hijo, mi hijo!, ¡ay, por qué me lo mataron!, ¡asesinos, asesinos!, ¡solo con los pelados se meten!, grita. El chiclero dice que no le hagan caso, es la vieja Crescencia, una loquita que no se mete con nadie, que sólo es el susto. Se carcajean, relajados, y ven como la mujer se aleja, da unos pasos más y comienza a reírse hasta reventar; inclina la cabeza hacia arriba y mira el cielo, la hora del cenit; deja de reír, se persigna, sigue caminando hasta perderse en el final de la calle. Alguien bosteza, otro recuerda que es la hora del almuerzo. Distraídas, un par de palomas picotean migajas en la acera de enfrente. Y mientras esperan a los forenses, una de las jóvenes extiende una sábana sobre el difunto.
En el cielo, nubes altas y delgadas se mueven con pereza. Los alisios se hacen esperar. En las tiendas de calles aledañas, las cajas registradoras redoblan facturación. Dos por uno es el estribillo que mejor engancha. Pero cautela, todos saben que el peligro acecha. Se aferran a sus bolsas y carteras, no vaya a ser que un espectro de los bajos fondos pille sus gangas.
Libio paga el lustre, propina incluida. Buen trabajo, muchacho. De nada, señor, vuelva cuando quiera. Se retira, erguido. Ve todavía el cuerpo en el suelo, ahora cubierto con la sabana. Pobre muchacho, dice, aunque un relámpago descubre en su interior un pensamiento paralelo: menos mal que no soy yo, menos mal...
A la semana siguiente, en su ir y venir por la ciudad, Libio vuelve a merodear la esquina de los limpiabotas. Jadea, lleva cuando menos dos horas gastando suela. La brisa de los macuelizos le devuelve de a poco el aliento. Se deja caer en la banca y, oyendo el ulular distante de alguna sirena policial, pone el pie en la caja. Agachado, el mismo muchacho de la semana pasada. ¿Siempre con neutral?, pregunta. Libio asiente con la cabeza. Rechaza el periódico que le alcanza el muchacho; apenas distingue en la portada el abrazo de futbolistas celebrando algún campeonato, pero no le interesa. Se afloja la corbata y destraba el último botón de la camisa, saca un pañuelo de la bolsa del pantalón y se limpia la cara. Alarga la mirada y observa el puesto del chiclero y, casi al lado, la afable sonrisa del encargado del restaurante que anuncia el combo del día. Libio, hinchado de nuevo por el reluciente marrón de los botines, dobla la propina y se levanta de la banca, con ganas de comprar un dulce de coco.
Saluda al vendedor. De primas a primeras el viejo no lo reconoce. ¡Ajá!, y en qué quedó la muerte del marero, pregunta Libio. ¿Qué dice?...  Ah, es usted, ¿cómo me le va?, pues vea, al rato se lo llevaron, y le apuesto el almuerzo a que ni siquiera saben quién lo palmó.
Oiga joven, ahí me disculpa, pero usted pintaba raro ese día... Me figuré que era detective. ¡No!, se sorprende Libio por la insinuación, pasaba por casualidad. ¿A qué se dedica pues?, es que verlo con ese maletincito. Ah, esto…, sonríe, soy vendedor de libros, por catálogo. Como acusado de un delito que urgiera refutar, abre el maletín malva y le enseña, en multicolor, los pliegos satinados de las colecciones. Toma la cajeta de coco de la chiclera y paga con un billete de cincuenta pesos. No, no tengo vuelto, se enfada el anciano.
El vendedor de libros compra también una goma de mascar para que el chiclero decida sacar un fajo de billetes de la bolsa del pantalón. Se lame el dedo antes de desdoblar el bulto y dispensar el cambio. ¡Conque vendedor de libros!... Me cae usted simpático, sabe, yo también tengo un hijo que los vendía. ¿Vendía?, a lo mejor no le entendió al trámite. Qué sé yo, la verdad es que le iba demasiado mal, por suerte halló chamba de botones en el hotel que está al fondo de la otra cuadra, lo mira… el que tiene treinta y pico banderas en la entrada. Sí, he pasado muchas veces por ahí, supongo que en otra época tuvo prestigio. ¡Bah!, no creo; y a propósito, ¿ha visto qué mujeronas se pasean por allí después de las siete?, colgadas del brazo de los gringos… Ya oyera usted las historias que cuenta mi hijo. Me imagino. Pero bien, volviendo a lo del jueves, escúcheme bien, jovencito, voy a contarle, eso sí, por favor no vaya a andar de lengua suelta,  le puede costar caro.
A ver, recuerda usted que el cliente del banco salió corriendo, hecho un diablo, y al tener al ladrón de cerca le apuntó con la pistola. Sí, me acuerdo, usted se lo dijo al policía. Pues bien, el hombre sacó la treintaidós y como a unos tres metros le puso la bala, supongo que no tiraba a matar, quién sabe, pero el caso es que el ladrón se resbaló, justo cuando el hombre jaló del gatillo. ¿Lo agarró entonces en el suelo?, ¡qué cobarde!, me lo suponía. ¡No, hombre!, escuche, cuando se cayó el ratero, si es que me parece estarlo viendo en cámara lenta, la bala caló al vago ése que venía atrás, ¿y el ladrón?, preguntará usted, pues ni se le vio la coleada, huyó con la billetera, aprovechando el molote. ¿Entonces?, error de cálculo. ¡Sí!, cabal… el pelón no tenía vela en este entierro. ¡Por Dios!, ¿por qué no le dijo la verdad a los azulitos?, hizo mal callándose. ¿Para meterme en líos?, no joven, suficientes tengo ya. ¿Y quién era entonces el finado?, ¿acaso andaba de compinche con el ladrón?, supongo. ¡No!, andaba solo, yo lo había visto un par de veces, un drogo trapo viejo; a lo mejor, si robaba, peinaba en otra zona, qué sé yo… Pero la pinta de bandido no se la quitaba nadie, por eso digo ¡Uno menos!
¡Uno menos!, uno menos, repite Libio con pesadez, como si resolviese un problema aritmético. Asegura el maletín, deja de mascar el chicle; suspira, con la vista en el hotel al final de la otra cuadra, el de las treinta y pico banderas en la entrada. Tiembla. De botones no, murmura para sí. Se despide del viejo. Quizás la próxima semana no tendrá cómo dar propina al lustrabotas y, de seguro, en la siguiente ni siquiera ajustará la lustrada. Para infundirse ánimos advierte de nuevo el magnífico brillo en sus botines, como corresponde a un caballero. Su cabeza no puede entender cómo alguien pueda malgastar plata comprando libros, aun así, conjetura, barajando sus cartas, si por fin, después de tres semanas, podrá vender un juego de enciclopedias.

Fuente:  Libro de cuentos Ariana y la burbuja, 2014