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Alvaro Calix, Saetas de Junio (Cuento)

Saetas de Junio

 Álvaro Cálix

Aunque me cuesta quitarme las cobijas, esta vez tuve cuidado de llegar a tiempo. ¡Y vaya que me costó!, que lo diga mi madre, a quien pedí que me despertara –estuvo a punto de chorrearme la jarra de agua. Por supuesto no le conté adónde iba ni, mucho menos, le solté cuál era ese “asunto urgente” que exigía “madrugar”. Valga decir que eran quince kilómetros los que tenía que andar para llegar a la cita, una cita con la historia, puede agregarse con propiedad. Con la camisa empapada de sudor -nada a tono con las formalidades académicas-, tras algo más de una hora de faena, llegué, como dije, a tiempo.

Encadené la bicicleta a uno de los barrotes de la barda perimetral, saqué el bote de agua y fui a buscar el sitio más conveniente para sentarme. Se suponía que iban a arrancar a las siete y media, justo la hora que marcaba mi reloj cuando llegué al Campus. “Para variar”, no comenzarían a la hora. La mañana aún era fresca, aunque se advertía que iría calentando hasta merodear los treinta grados.

Poco a poco la gente iba colmando el local, entre poses y movimientos precipitados en busca de los mejores puestos; lo cual, desde mi leal saber y entender es una decisión de suyo relativa, sobre todo cuando de bancas de cemento se trata. Pero quién no conoce a los humanos y sus afanes por marcar territorio. Enseguida fueron llegando mis compañeros, a los que, para hacer tiempo,  intenté repasar uno a uno.

Como es costumbre, desde ya asomaban los camarógrafos, para acomodar tomas desde la parte alta del escenario o en los patios con grama del edificio. El ambiente comenzaba a teñirse con el ropaje negro de la ocasión. Se veían muchos rostros ávidos en espera de que el acto iniciara y, justo es decirlo, no dudo que también desearan que acabase pronto. No diría lo mismo de algunas madres (pensé en la mía sin poder evitarlo) cuyos ojos brillaban, ubicuos, succionando de los segundos la eternidad.

A las ocho y minutos el Coro rompió el murmullo de la gente, entonaba con épicos arrestos el himno nacional. Un aire solemne dominaba mientras se escuchaba el cántico, como si las notas descendiesen del cielo; y así, con el pecho henchido, algunos  sentíamos -supongo que no sólo a mí me ocurría- la presencia de un halo que por momentos nos libraba de los bajos pensamientos. Sí, pero lo bueno es siempre breve, al concluir la intervención del Coro, el bullicio volvió a la carga como un agitado avispero.

No faltaron personas del público que fueron sacando sombrillas, fulminadas por el sol que acaba de librarse de un banco de nubes. El maestro de ceremonias continuó con el programa. En algún momento casi no le prestaba atención, y a hurtadillas me fui por un rato a cuando el Profesor de Derecho Romano nos decía: “Hoy ingresan a esta Facultad... donde no faltarán escollos, mas para los de vocación genuina, serán apenas los primeros trazos en la senda de un jurista”. Palabras muy inspiradas, qué duda cabe. ¡Ah, pero cuánto se esconde detrás de un decálogo y una Constitución!

Ahí comencé a conocer estos compañeros que habitan el recuerdo de mis años de estudiante, años de idilio, cuando con ingenuidad creíamos que el saber se resumía en un discurso inspirado, en la teoría de Kelsen balbuceada por algún catedrático o, simplemente, en la euforia de un examen aprobado.

Los suspiros de aquel tiempo tenían la enjundia de quien nada teme, nada debe; acorazados por la hidalguía, templados por la sangre caliente que nos arroja al cauce de los sueños. Sin embargo, entre día y noche, se fueron moldeando nuestras siluetas; mudando la piel que nos tornara en tal o cual clase de adultos, presionados por esa voz entre las sombras, ésa que nos pedía camuflearnos con el traje gatopardo de la fiesta.

Me pongo a observar a Martínez, el de bigote recortado, en la segunda fila, si uno comienza a contar desde la parte baja del anfiteatro. De los más inteligentes. Yo diría que su interés está en la política más que en el derecho. Hijo de un encumbrado dirigente de uno de los partidos que malgobiernan el país. Muchacho en sus cabales... cuando de amigos se trata. Lo veo con una firme carrera por delante; estudioso de la sicología de masas, hábil para colarse en los entramados de poder. Tiene casta el hombre para esos caminos enrevesados. Sin embargo, huelga decir, debe ser cauteloso, ya que ahora muchos se perfilan – al precio que sea- en esas arenas de  banderas y pancartas. Muchas anécdotas inolvidables con Martínez, cualquier cantidad de buenos momentos.  Excepto, cuando tocaba hablar de política.

Allí esta Marcelo, nadie discute su vocación: “¡Se equivocó de carrera!, él nació para ser poeta”, él que se defiende: “No dejo de serlo por ser Abogado”. Marcelo, el joven bardo, que si le daban orilla, retocaba en fina prosa hasta el más destemplado discurso. Lo conocí desde la clase de Filosofía; hablaba poco, casi no daba la vista de frente. Sí, era esquivo y creo que lo que no decía… lo escribía. A pesar de eso, ¡Cuánto decía cuando se animaba! Con él, … pocas experiencias; casi siempre me pareció una sombra que vagaba por los pasillos de la Facultad, siempre observando, como si grabase cada detalle, momentos que los demás suelen ignorar.

Armando es el de lentes oscuros, en la misma fila de Marcelo, siempre bien rasurado, la piel alba y ese aire enjuto. Fue de los mejores alumnos; siempre tan concentrado, tan puntual para acertar con su afinado análisis jurídico. Desde antes de terminar las clases, una firma de abogados de buena aureola lo acogió como procurador. En sus ojos brillaban los códigos, y desde su figura arropada en saco y corbata, nada costaba vislumbrar a un prominente hombre de leyes.

No me llevé mucho con él; prefería codearse con personas de otro olor; era inusual verlo en un círculo que no fuese el de las oficinas alfombradas, los autos elegantes y los regios portafolios. Muy serio el Armando; siempre tan leal, tan incapaz de decir algo en contra de lo establecido. No alcanzamos a ser amigos, lo confieso; prejuicios a lo mejor, pero nunca terminó de agradarme.

Unas filas más arriba, cerca del pasaje de gradas que conduce al escenario, allí vemos a María Luisa; se gradúa porque Dios es grande, o mejor dicho, porque ella tiene el don de saber mirar; me refiero ciertamente, a la temible capacidad que poseía para alcanzar a ver las respuestas en los exámenes de los compañeros. No importaba si estuviesen correctas o no, de cualquier modo les sacaba provecho. Se ve tan alegre, lista para sentir el orgullo de portar el título entre sus manos, en honor a tan descomunal esfuerzo.

Ya me fijé en Ramiro, el del pueblito del sur; le costó un mundo venirse a estudiar a la universidad, no porque él nos lo haya contado; lo hemos visto con nuestros ojos. Sin embargo, ahí fue saliendo adelante, a veces trabajando, a veces... a veces no sé como sobrevivió, que prestame diez, te los pago mañana, en efecto, los paga mañana, que prestame otros veinte para fin de mes, y ahí estaba a la semana siguiente sin deberte nada. Insistente el muchacho, hoy más que nadie siente en el alma este momento.

Quisiéramos ver a Hipatia, simpatías aparte, la de los ojos claros. Pero eso no es posible. La noticia nos cayó como plomo. Quién iba a  pensar que no se estaría graduando hoy; cómo haber imaginado que moriría tan joven. Hipatia, la que desafiaba con buen tino los dogmas con los que algunos profesores querían herranos. Mientras se coció nuestro tiempo de Universidad, tómenme la palabra, nadie tuvo jamás su talante. “El derecho”, solía decir, “oscila entre pulir la chapa del caballero o afilar la espada de Themis… De nosotros depende…”, decía Hipatia.

En el día de sus funerales, qué pena, no asistió ningún compañero, con eso de que todos se confiaron a que el otro iría..., ¡bah!, todos tenían miedo a que la policía los asociase con ella, porque era indudable que la policía iba estar husmeando por ahí. Detesto los funerales pero, y sé que está de más decirlo ahora, me arrepiento de no haber ido al suyo.

No sé, a lo mejor exagero, aún así me atrevo a pensar que vidas como la de Hipatia son un espejismo, un trazo subreal que solo podría caber en el interior del Campus. Fuera de ahí, la realidad desgarra cualquier ideal. Ojalá que yo estuviese equivocado en esto. Tal vez no esté bien pensarlo, pero desafío a la vida para que me muestre lo contrario…

Es una digresión, lo sé, de seguro, ecos del espíritu de Hipatia, pero admito, sin rodeos, que la ausencia de rumbo ha perdido ya en mí su encanto; empero, ni se me cruza en la mente, ¡por Dios!, ponerme al cuello el lazo de este mercado que es la vida; debo seguir huyendo; mientras, quién sabe, encuentre una ruta que valga la pena.

Casi sin advertirlo, infalibles, han pasado los minutos, la graduación está a punto de terminar. Cada uno ha sido llamado para recibir su título, menos yo, por supuesto. Sin embargo, aquí estoy, desde las afueras del anfiteatro, observando la escena con mi par de binoculares. Está de más quebrarme la cabeza en justificar los motivos por los cuales tuve que abandonar la carrera, aunque a leguas se entiende que me faltó tomar los estudios en serio, lo cual no es fortuito, si se toma en cuenta, reitero, que nunca pude encontrar incentivos para someterme a la rutina. Pero no se malentienda, mi condición no implica, en lo absoluto, que lleve prejuicio hacia aquellos que lograron adaptarse… De ninguna manera. 

El calor es sofocante, mucho más para los que llevan puesta la toga, pero aún resta el acto final, algo que si bien no está en el programa se ha vuelto parte de la tradición. Así, jubilosos, los titulados, se quitan los birretes para lanzarlos al aire, por encima de sus cabezas; no obstante, contra lo que debería esperarse, impulsados por un vendaval, los birretes, tal si fueran cometas, con las borlas amarillas a manera de colas, comienzan a elevarse más y más, sin que regresen ya a las testas vacías. Puedo observar la angustia de todos, menos la mía... claro está.