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Critica y reseña: Fragua interior de Clementina Suarez por Segisfredo Infante






         Janet Gold ha escrito los detalles más llamativos sobre la vida y la obra de Clementina Suárez Zelaya Bustillo (1902-1991). Después de su minucioso volumen de cuatrocientas veinticinco páginas, publicado en inglés durante el año de 1995, y en español en el año 2001, es muy poco lo que cualquier autor podría descubrir o añadir. Lógicamente lo “muy poco” podría incluir el concepto de lo “infinitesimal”. Exceptuando, quizás, en este orden de ideas, el interesantísimo capítulo de veintidós o veintitrés páginas que Helen Umaña le dedica al análisis muy específico de su poesía en el voluminoso texto “La Palabra Iluminada”. Porque antes de esos escritos (de Gold y de Umaña), casi todo se había reseñado, positiva y negativamente, en la semblanza comprimida de la escritora cubana Julieta Carrera; en las críticas o censuras contenidas en el “Itinerario” del señor José Rodríguez Cerna, y en un artículo publicado, a propósito de su fallecimiento trágico, por el historiador Ramón Oquelí Garay en el desaparecido “Boletín Literario-Informativo 18-Conejo” que dirigíamos, a finales del siglo pasado, Juan Ramón Martínez y el autor de estas homenajeantes palabras. Sospecho, con la posibilidad de equivocarme, que todo lo demás que se ha escrito, publicado o conversado sobre “Doña Clemen” es, hasta cierto punto, un conjunto inarticulado de lugares comunes repetidos ad perpetuam, ya sea en bien, en ambigüedad o en mal, sobre una de las personalidades más coloridas de la poesía y de la promoción cultural que ha parido Honduras. Eso incluye algún artículo que yo mismo he publicado, en favor de “Doña Clemen”, en las páginas del diario “La Tribuna”.  
        
 Así que, a riesgo de caer en los tópicos de siempre, o en los conceptos manidos, suavizados o vacíos de contenido, la “Fundación Clementina Suárez” me ha encomendado la tarea de dirigir algunas palabras “magistrales” sobre la controversial poetisa olanchana ante un distinguido auditorio de Comayagua, antigua capital colonial de la provincia de Honduras, y tierra de poetas extraordinarios del siglo veinte, como Ramón Ortega, Antonio José Rivas y Edilberto Cardona Bulnes. Igualmente tierra del historiador colonial, que dejó marca respetable en la historiografía hondureña, don Mario Felipe Martínez Castillo. Todos los mencionados, exceptuando a “Orteguita” (como cariñosamente le decía Froylán Turcios), fueron amigos personales míos, entre ellos uno de los decanos de la crónica periodística comayagüense, el chispeante don Leonardo Letona, recientemente fallecido.

         Aclarado lo anterior mis palabras seguirán una especie de recorrido mental de recuerdos nebulosos y precisos, relacionados con la obra, y con algunas imágenes aisladas de la autora homenajeada, ligadas a unas conversaciones ocasionales con Medardo Mejía, Manuel Salinas Paguada y con el mencionado Ramón Oquelí; todos amigos personales míos, y de “Doña Clemen”, igualmente fallecidos. A eso habría que añadir las conversaciones ambiguas, ocasionales, con algunos pintores hondureños que la conocieron y trataron de cerca. Como en mi caso individual pertenezco al grupo disperso de los escritores que, según Janet N. Gold, evitan, en lo posible, hablar mal de sus paisanos, especialmente si ya remontaron los umbrales de ultratumba, mi conferencia será fundamentalmente, en un noventa por ciento, laudatoria-impresionista. Esto significa que hablaré --lo poco que pueda hablar--, de esas imágenes aisladas, interiorizadas en mis recuerdos, y de mis apreciaciones del entorno y de las impresiones que recibí de su obra poética cuando todavía era un adolescente, estudiante del Instituto Central “Vicente Cáceres”.
         
Ese enjambre de recuerdos melíficos, o agridulces, apareció una mañana cuando Oscar Soriano y el autor de estas palabras retornábamos de un viaje intelectual por San José de Costa Rica, en tanto que al solo salir del aeropuerto Toncontín, en Tegucigalpa, el taxista encendió la radio para tropezar con la grave noticia que la escritora nacional había muerto, trágicamente, durante esa misma mañana o el día anterior, como resultado de un ataque criminal en su propia residencia del barrio La Hoya en la ciudad capital. Creo que era un lunes nueve, o un martes diez, del mes de diciembre del año 1991. Quedamos paralizados ante lo terrible de aquel acontecimiento, escenificado contra la humanidad de una anciana indefensa, cuya sola existencia compendiaba toda una vida de trajinares culturales por Juticalpa, Trujillo, Tegucigalpa, Nueva York, La Habana, México, Guatemala y San Salvador, en donde la poetisa había pernoctado, residido, habitado, trabajado, amado y luchado, durante tantas décadas de desconocimientos, triunfos, desdenes, reconocimientos y adversidades.
         
Pensé en Juticalpa, su ciudad natal, en el departamento de Olancho. Es extraño que mientras trabajé, durante unos tres meses, entre 1971 y 1972, en esa capital de provincia como jefe de la “Imprenta Alba”, nadie me mencionó el nombre de Clementina Suárez. Ni siquiera la mencionó el profesor y poeta olanchano don Miguel Ángel Osorio, su paisano inmediato, que era el dueño de la imprenta. O quizás nunca se presentó la ocasión de mencionarla. El caso es que, según se desprende del libro de Janet Gold, ni siquiera en Juticalpa la poetisa era reconocida como una mujer de dimensión nacional, por lo menos hasta poco después que el Estado la condecorara, en 1970, por presión de sus amigos cercanos, con el Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa”, que en la sociedad juticalpense comenzaron a medio-aceptarla, si pudiéramos utilizar esta frase compuesta. Desde luego que había excepciones de la regla, como el escritor Medardo Mejía, que la estimaba en grado sumo. Y quizás el abogado Guillermo Emilio Ayes. Dos olanchanos, de pura cepa, que a la sazón vivían en Tegucigalpa. Y es que de acuerdo con una versión, recientísima, del doctor Oscar Montes Rosales, su señora madre (oriunda de San Francisco de la Paz), le narraba que Clementina había escandalizado a las niñas y muchachas de Juticalpa con algunos poemas eróticos (nunca publicados) allá por la segunda y tercera décadas del siglo veinte, en la todavía aislada y recatada provincia olanchana. Así que desde que era una mozuela Clementina se había entregado a la ardua tarea de fraguar su propia personalidad, condimentada con delicias, contrariedades y sinsabores, con un sentido de libertad e independencia individual pocas veces visto en la historia femenina de Honduras, excepto en la ciudad colonial de Danlí, con la recia y hermosa figura de doña Lucila Gamero Moncada, quien comenzó a leer, escribir y publicar sus primeros cuentos y novelas durante las últimas décadas del siglo diecinueve y comienzos del veinte, con el auxilio de Froylán Turcios y sus revistas, y bajo la influencia bienhechora, directa e indirecta, del pedagogo guatemalteco don Pedro Nufio, radicado, en aquel entonces, en el oriente hondureño. (El profesor Nufio mantuvo una estrecha relación con los varones de la familia Gamero, en donde de alguna manera figuraba la inteligente señorita Lucila, quien más tarde sería conocida con el apellido “de Medina”).
         
Mi primer contacto con la obra escritural de Clementina Suárez (ya lo he narrado en un pequeño artículo publicado en diario “La Tribuna”) ocurrió  en los comienzos del año 1972, después de un reñido concurso de oratoria colegial en que, como premio, me regalaron un excelente lote de libros de autores hondureños. Ahí venía un libro-homenaje publicado por la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, dedicado a la vida y la obra de “Doña Clemen”, en que según mi cortocircuitadamemoria (así me ha quedado después de los padecimientos de un “dengue tipo tres”), se destacaban, principalmente, los versos del poemario “Corazón Sangrante”, lo mismo que las pinturas y caricaturas del llamativo rostro de la poetisa, elaboradas por diversos artistas “mesoamericanos” y del trasmundo, a lo largo de muchos años. No recuerdo si fue Diego Rivera o José Clemente Orozco (ambos mexicanos) quien le expresó que iba a pintarla o dibujarla porque tenía “el rostro más bonito” que el pintor había visto. Pero esas fueron las palabras aproximadas de un famoso mexicano hacia una casi desconocida escritora y promotora de arte, oriunda del interior de Honduras, cuya profunda expresividad, entre mulata, indígena y española, resultaba inolvidable. De hecho, en mi ingenua adolescencia de estudiante del Instituto Central, en tanto que apenas tenía dieciséis años, me encantaron los poemas de “Corazón Sangrante” de Clementina Suárez, publicados, originariamente, en el año 1930. Ahora puedo deletrearlos con los ojos del pensamiento de un lector frío que ha realizado un largo e intenso recorrido por las obras de los grandes escritores del planeta (incluidos los poetas de ambos sexos) a través de todos los siglos; o de un hombre maduro que en los comienzos del atardecer de su vida, pernocta filosóficamente dentro de una larga estación otoñal. Sin embargo, para el motivo especial de esta conferencia, mantengo mis juveniles percepciones impresionistas, simpáticas y cargadas de paisaje y paisanaje, en favor de la polifacética “Doña Clemen”. Sobre el resto de una parte de su obra poética sería pertinente, tal vez, releer los consejos oportunos que le ofreció Hernán Robleto, y que la poetisa desconsideró; asimismo las fuertes referencias en las páginas mencionadas de Helen Umaña; y las críticas incisivas en las citadas memorias de José Rodríguez Cerna, en contra del hipotético mito literario creado alrededor de la poetisa olanchana.
         
Dicen algunos lógico-matemáticos de las escuelas formales, o tradicionales, que el símbolo “A” es igual, exactamente, sólo al símbolo “A”. Con esto se ha definido, en la historia de la escritura y de los símbolos, los conceptos de “igualdad” e “identidad”.  Esto significa que el símbolo “A” es igual a sí mismo; se parece consigo mismo. Que en principio de cuentas es diferente a los demás símbolos o cantidades que representa. Este camino de la simbología lógica podría ayudarnos a encontrar la identidad peculiar de Clementina Suárez, en tanto en cuanto ella se entregó a la tarea --desde que era adolescente--, de fabricar una personalidad que le permitiera sobrevivir en un mundo de escritores del sexo masculino y de incomprensiones femeninas; pero que también le ayudara a diferenciarse de las demás mujeres hondureñas, centroamericanas y mexicanas. Que le ayudara, en definitiva, a distinguirse de las posturas “feministas”, amén que ella compartía y levantaba algunas de las consignas del movimiento femenino y feminista iniciado, en Tegucigalpa, capital de Honduras, por la luchadora evangélica-liberal: doña Visitación Padilla. Al fraguar su personalidad única (“única” en nuestro medio) logró ir mucho más lejos con su compromiso social, al simpatizar con las revoluciones de “izquierda” en general, y con la revolución mexicana agrarista en particular, sin militar jamás en ningún movimiento “izquierdista”, ni siquiera de vanguardia literaria. Ella era ella, en sí misma y para sí misma, con sus aciertos, sus alcances y sus errores. En ella, como lo insinúa Janet Gold, coexistían tres poetas o tres personalidades, porque, entre otras cosas, “creó su propia receta poética”.
         
En ese intenso proceso de “cocrearse” a sí misma, como bien los dirían los teólogos del socialcristianismo, comenzó por desligarse del concepto tradicional de “poetisa” para autobautizarse bajo la etiqueta de “poeta”. Desde entonces, pese a las exigencias lógico-gramaticales, casi nadie se atreve a mencionarla como poetisa, sino como poeta. Es más, algunas escritoras hondureñas han seguido la costumbre impuesta por “Doña Clemen” de suscribir sus escritos como “poetas”, evitando el de “poetisas”. Naturalmente que la singular escritora olanchana ha cosechado algunas admiradoras e imitadoras por aquí y por allá, con el lamentable suceso que algunas, en su afán desmesurado de imitarla, han copiado hiperbólicamente las partes negativas de aquella personalidad, olvidando ciertas actitudes aristocráticas de “Doña Clemen”; la exquisita indumentaria característica en su forma de vestir; los temporales retraimientos y los distanciamientos de los dogmas ideológicos; luego su simpatía, incluso poética, por los menesterosos, con algunos momentos de humildad.

A propósito de indumentaria recuerdo a Clementina Suárez en un desfile de modas francesas en la vieja tienda “La Moda de París”, animada por el comentarista deportivo el ingeniero Salvador Nasralla. También la recuerdo en algunas conferencias del erudito uruguayo don Oscar Falchetti, en que el fallecido escritor  Manuel Salinas Pagoada la rehuía porque la poeta Suárez, cuando se pasaba de copas, solía agredir verbalmente a sus amigos y conocidos. Pero en general se le recuerda, en forma positiva, como una formidable introductora (quizás la primera) de las galerías de arte en Honduras, iniciativa mediante la cual apoyaba a los valores artísticos “nuevos” y “viejos”, dada su intensa y larga experiencia en la ciudad de México y en las proximidades de San Salvador, capital de la República de El Salvador. Personalmente sospecho que promocionó en forma directa, a mediados de los años setentas del siglo veinte, a los muchachos del “Taller de la Merced” de Tegucigalpa, sobre todo al importantísimo pintor Luis H. Padilla, de cuyo pincel hay un retrato sugerente y complicado de “Doña Clemen”. También hay otro retrato interesantísimo salido de los pinceles del decano, aún vivo, de los viejos pintores hondureños: Miguel Ángel Ruiz Matutte. En esto se debe coincidir con la frase de María Eugenia Ramos, en el sentido que Clementina Suárez es una “mujer irrepetible”.  
         
Sin poner en duda, en ningún momento, la existencia de una fragua interior en la que lentamente “Doña Clemen” comenzó a forjar su espíritu libertario, e irreverente, hasta convertirla en un símbolo de la literatura y de los quehaceres culturales específicos de El Salvador y Honduras, es indispensable recordar la larga estadía de la escritora olanchana en la ciudad de México, en donde trabó amistad y relaciones coyunturales con pintores, poetas, narradores y promotores de arte, oriundos de diversas regiones hispanohablantes. En el contexto metropolitano es importante su relación de reciprocidad con el poeta español León Felipe, luchador republicano y traductor exquisito de una parte de la poesía del estadounidense Walt Whitmann; me refiero a los bellos fragmentos de “Canto a mí mismo”, que tendrán una lejana resonancia en diversos momentos de la poesía de nuestra paisana. En México “Doña Clemen” terminó su educación autodidáctica y acabó de configurar su recio carácter interior y sus posturas histriónicas hacia afuera. Se convirtió en una “real hembra”, como le gustaba expresar a don Medardo Mejía al momento de referirse a las mujeres criollo-mestizas. Tengo para mí la hipótesis que nuestra escritora asimiló algunas de las irreverencias, enfados, desenfados y escándalos típicos de Frida Kahlo, pintora, gestora cultural, esposa de Diego Rivera, suicida latente y amante fugaz de León Trotsky. Es probable que también haya derivado algunas enseñanzas de la gestora cultural doña Inés Amor, fundadora de la primera galería de arte en México. Así que algo de las apariencias de Frida Kahlo y de Inés Amor se reprodujeron, voluntaria o involuntariamente, en la personalidad de “Doña Clemen”, una vez instalada en San Salvador y finalmente en Tegucigalpa.
         
Empero, “Doña Clemen” tiene un sustrato que es muy propio en ella, resultado de la amalgama nostálgica de los viejos abuelos cimarrones de la tierruca olanchana; de las pepitas de oro, reales o imaginarias, del río Guayape; y de las ternuras de una poeta enamorada de algunos ideales o arquetipos inalcanzables, tanto personales como colectivos. Me contaba Ramón Oquelí que en cierta ocasión Clementina había expresado que ella y Medardo Mejía se habían “salvado” por su procedencia olanchana. Por supuesto que nuestra recia dama estaba pensando en los hombres y mujeres de pensamiento, narrativa y poética, como José Antonio Domínguez, Froylán Turcios, Salatiel Rosales, Alfonso Guillén Zelaya, Hostilio Lobo (el viejo), Paca Navas de Miralda y el malogrado Federico Peck Fernández. Este último organizador, a mediados de los años veintes, del grupo generacional “Renovación”. Quizás también pensaba en el dirigente proletario Manuel Cálix Herrera, amigo, o conocido, de don Medardo Mejía y de la salvadoreña-hondureña Gracielita Amaya. No incluía en la lista de los grandes olanchanos a los picapleitos; ni a los bravucones; ni a los forajidos; ni mucho menos a los hombres vulgares, rencorosos, que ofenden a sus parientes cercanos y les hurtan la vida a sus vecinos. Ella hablaba, en cambio, de una o varias generaciones de exquisiteces literarias, masculinas y femeninas.  
         
Allá por 1980-1981, en su casona de Comayagüela, a pocos pasos de la séptima avenida de la capital gemela, le pregunté a don Medardo Mejía que a cuál generación literaria pertenecía “Doña Clemen”. Vea joven, me contestó, “Clementina pertenece a todas las generaciones”. Esta afirmación casual de “Don Medardo” es ratificada por la citada Janet Gold, cuando refiere en las páginas 221 y 222 de su libro, que la poeta hondureña “invariablemente” rehusaba “delimitar las fronteras de su mundo”, porque replicaba que ella había “sobrevivido a la mayoría de las generaciones”, con las cuales se había relacionado en forma personal. Tampoco se había identificado con ningún grupo ideológico-político excluyente. En este punto clave resaltaba, nuevamente, la singularidad de Clementina Suárez, reafirmando, consciente o inconscientemente para sí misma y los demás, los conceptos de “otredad” y de “alteridad”, que se han puesto en boga, en forma reiterada, en los comienzos del siglo veintiuno, con el refuerzo teórico de autores contemporáneos y cronológicamente “posmodernos” como Emmanuel Levinas, Tzvetan Todorov y Roger Bartra, para sólo mencionar algunos.  

En nuestro mundo cargado de prejuicios y confusiones culturales, es harto difícil identificar, calibrar, tolerar y respetar la “otredad” del “Otro”, sobre todo cuando ese “Otro” es un ser humano pacífico e inteligente que defiende la autonomía relativa de su propia identidad individual, colectiva, nacional o regional. Si hay algo que yo respeto en grado sumo (y es lo que más respeto en ella), es el afán de doña Clementina Suárez por salvaguardar su propia singularidad intelectual y cultural que probablemente molestaba a algunos intolerantes cargados de fingidos puritanismos y de prejuicios ideológicos de diverso signo. De repente querían aplanarla ideológicamente, como pareciera ocurrir, ahora mismo, en estos días, contra personalidades e intelectualidades independientes, autónomas, desde posturas que provienen de “pensamientos únicos”, más o menos fundamentalistas; o de extrema izquierda o de extrema derecha. Esa singularidad polifacética de “Doña Clemen” (o de otros intelectuales recios como José del Valle, Ramón Rosa, Antonio R. Vallejo, Alberto Membreño, Lucila Gamero de Medina, Paulino Valladares, Rafael Heliodoro Valle, Alfonso Guillén Zelaya, Medardo Mejía, Ramón Oquelí Garay y Roberto Castillo), podría ser la pista para encontrar, o para construir, la tan necesaria identidad en marcha de una sociedad criollo-mestiza como la hondureña y la centroamericana.
         
No está de más subrayar, para ir finalizando, que a partir de los años noventas del siglo recién pasado, habrá de ser poco menos que imposible hablar o escribir sobre la vida y la obra de Clementina Suárez, sin referirse, previamente, al incomparable libro biográfico de Janet N. Gold. Me refiero al texto voluminoso “El Retrato en el Espejo; una biografía de Clementina Suárez”, reproducido por Editorial Guaymuras en noviembre del año 2001. El libro de Janet Gold se caracteriza, entre otras cosas, por su exhaustiva minuciosidad en los grandes y pequeños detalles de la inevitable escritora de Juticalpa. Tanto en sus virtudes insignes como en sus secundarios defectos. En sus mitos glamorosos como en sus realidades crudas. Pues casi nada escapa a la mirada escudriñadora de la profesora e investigadora norteamericana, con quien los hondureños hemos adquirido una deuda moral, intelectual, por haber dedicado tantos años a una investigación biográfica y literaria de tal envergadura, sobre la personalidad especial de nuestra Clementina Suárez.
         
Para finalizar: Nunca fui parte del círculo de amigos íntimos de “Doña Clemen”. Ni siquiera del cercano. Pero fui su admirador indirecto; “escorado”, como se dice tierra adentro. Aquí conviene remarcar que también he sido admirador inmarchitable de los quehaceres personales e intelectuales de mujeres formidables de Honduras, con personalidades y posturas diversas, como doña Josefa Lastiri de Morazán; Lucila Gamero de Medina; Argentina Díaz Lozano; Paca Navas de Miralda; Graciela Bográn; doña Alejandrina Bermúdez de Villeda; doña Nora Landa Blanco; doña María López Hernández y Hernández; doña Cristina Montes de Gálvez; doña Elvia Castañeda de Machado (o Litza Quintana); doña Leslie Castejón; y doña Rina Villars. Estas cuatro últimas damas mencionadas todavía viven, salvaguardando, quizás, sus ricas experiencias otoñales de un presente-pasado. También hay escritoras jóvenes serias que, como Daniela Navarrete, son una auténtica promesa para Honduras, que resultaría prolijo enumerarlas en este corto espacio. Y es que he intentado resaltar estos nombres egregios por sólo mencionar algunos, en tanto que deseo publicar mi testimonio escritural, que tenía sobre el tintero, para ayudar a destacar el tránsito por la existencia de una escritora vital que subsistió, amó, sufrió y enriqueció la bibliografía literaria nacional, como pocas en el siglo veinte. Presumo que con estas palabras cierro un capítulo pendiente sobre Clementina Suárez y las grandes mujeres hondureñas. De ahora en adelante me dedicaré a pensar rigurosamente, si el Dios Magnífico, los buenos amigos y las circunstancias adversas me lo permiten. (S.I.)
         

           Comayagua, Honduras, sábado 14 de septiembre del año 2013.
           
Nota: Reproducción de las palabras textuales de Segisfredo Infante, pronunciadas en la Casa de la Cultura de Comayagua, ante una audiencia de setenta o cien personas, un sábado lluvioso, 14 de septiembre por la noche. Ensayo-Conferencia publicado en el suplemento dominical “La Tribuna Cultural” (del  diario “La Tribuna” de Tegucigalpa, el domingo 29 de septiembre del año 2013, Págs. “14-B” y “15-B”:


Ilustración 

Corazón Sangrante,  pintura  por Blanca Cordón